Estados Unidos: diplomacia de un imperio en guerra
El lenguaje rudo y desafiante que usa el presidente Bush sólo demuestra que la política de ese país ha cambiado en la forma, más no en el fondo.
Durante este año la política exterior de la administración Bush ha sido calificada por analistas del mundo entero como neoimperialista y arrogante. Parecería que se le hubieran agotado los rivales que eventualmente pudieran darle la talla. Como resultado, la opinión mundial no termina de sorprenderse con lo que parece ser un unilateralismo explícito y descarado que la potencia del norte insiste en practicar en el seno de diversos foros bilaterales y multilaterales.
El lenguaje individualista, rudo y desafiante que utilizan funcionarios del gobierno y el mismo presidente es sólo una nueva muestra de la activa diplomacia diseñada para una potencia en guerra. Sin embargo, a diferencia de lo que han señalado algunos analistas, lo que ha cambiado con este gobierno es la forma y no el fondo de la política exterior.
En efecto, se trata de un discurso fuerte, agresivo y moralista. Un discurso que busca poner la geopolítica mundial, al mejor estilo de Hollywood, en términos de buenos y malos, que busca definir y justificar una guerra necesaria y que intenta delinear claramente cuáles son las condiciones para ser aliado o enemigo. No hay zonas grises. En palabras del propio Bush, "o están con nosotros, o están con los terroristas". No obstante, la estrategia es la misma: se actúa colectivamente cuando esa línea de acción satisface en forma eficiente los intereses nacionales, o se opta por el individualismo cuando ocurre lo contrario. Es el muy trajinado dilema de la acción colectiva, que se hace más patente cuando se habla de mantener la seguridad nacional en el contexto del sistema internacional. ¿Qué hay de nuevo en esta forma de conducir la política exterior de Estados Unidos? Realmente, muy poco.
Revisemos algunas de las decisiones tomadas en este campo por el gobierno Bush en los últimos meses para ver hasta dónde nos señalan un cambio fundamental. El primer síntoma se manifestó en julio de 2001 cuando Estados Unidos abandonó las negociaciones para realizar la convención de las Naciones Unidas sobre armas biológicas y amenazó con abandonar la Conferencia sobre Armas Ligeras de las Naciones Unidas. En diciembre del mismo año, el presidente Bush anunció que su país se retiraría del Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972 para buscar el desarrollo de un sistema nacional de defensa antimisiles. Durante 2002, Estados Unidos retiró su firma del Protocolo de Kioto sobre cambio climático e hizo pública su decisión de renunciar al tratado que crea la Corte Penal Internacional y que había firmado inicialmente la administración de Bill Clinton.
En esa ocasión, el subsecretario de Control de Armas, John Bolton, afirmó que suscribir la carta de renuncia al Estatuto de Roma fue el momento "más feliz" de su trabajo con el gobierno. En septiembre, la administración Bush dio a conocer la Estrategia para la Seguridad Nacional, que básicamente y en términos muy generales, ofreció una propuesta de guerra preventiva y unilateral.
Por último, la oposición al Protocolo Opcional de la Convención en contra de la Tortura del Comité de Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas -en el que se establece un sistema de visitas de inspección a todas las prisiones y sitios de retención a lo largo y ancho del mundo- hizo famoso el unilateralismo estadounidense en 2002. Sin necesidad de hablar, claro está, de los conocidos encontronazos con Naciones Unidas por cuenta de la insatisfacción del gobierno Bush con el proceso de inspección de armas en Irak y Corea del Norte, y los múltiples intentos por emprender una acción unilateral para solucionar dichos asuntos.
Cualquier observador de la política exterior estadounidense coincidiría en advertir que la reticencia a hacer parte de esos tratados no es, ni mucho menos, una nueva tendencia. Dicho hábito aislacionista data de tiempo atrás. Basta con recordar la negativa del Senado a ratificar la Liga de las Naciones que con tanto fervor promovió el presidente Woodrow Wilson a comienzos de siglo, y que originó en alguna medida la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, usualmente esa reticencia no fue objeto de serios enfrentamientos internacionales.
Pero cuando Bush decidió retirar su firma del Protocolo de Kioto, los líderes europeos se fueron lanza en ristre -y sin reparo alguno- contra Washington. La razón es simple: los mandatarios estadounidenses acostumbran a pagar lo que en inglés se denomina lip service. Van a las cumbres, pronuncian sus discursos de aliento a las iniciativas que promueve el resto de la comunidad internacional, firman los tratados y cuando regresan a Washington los archivan hasta que pierden interés y finalmente son desechados por el Senado. Así, todos quedan contentos: los líderes mundiales asumen que hay un interés genuino de la potencia por comprometerse, el presidente de turno mantiene su prestigio internacional, y tiempo después el Senado, con cierta complicidad del Ejecutivo, se asegura de que tal compromiso no se haga efectivo. Todo dentro de la mayor discreción y disimulo.
La pregunta es entonces, por qué la administración Bush decidió descartar esa estrategia efectiva, y optó por un discurso belicoso que lo expuso a las duras críticas de la opinión internacional. ¿Por qué en vez de seguir la estrategia de 'hablar pasito', el gobierno se ha encargado de oponerse abiertamente y sin contemplaciones a la firma de estos tratados, llegando, inclusive, a proferir declaraciones altamente desobligantes y ofensivas para la comunidad internacional? ¿Por qué, por ejemplo, a raíz de su renuncia a la Corte Penal Internacional, se ha enfrascado en conversaciones públicas bilaterales, desechando las negociaciones privadas que eran usuales? ¿Por qué la insistencia en hablar tan duro?
Dentro de la respuesta hay que buscar una combinación de factores coyunturales y estructurales. Dentro de los coyunturales, la explicación más evidente tiene que ver con la inexperiencia de Bush en materia de política exterior. El secretario de Estado, Colin Powell, ha sugerido que el presidente está aprendiendo a lidiar los desafíos que impone el sistema internacional y que es natural que cometa algunos errores a lo largo del proceso. Powell calificó de erróneas y poco acertadas las desobligantes declaraciones de Bush sobre el Protocolo de Kioto, cuando dijo públicamente que se trataba de un mecanismo muerto y fatalmente equivocado.
La otra explicación -la estructural- es una combinación del nuevo escenario creado por el 11 de septiembre con algunas características históricas de la política exterior estadounidense. Un importante analista, David Campbell, ha sugerido que esta última es un mecanismo con el que cuenta la sociedad para definir su propia identidad. Durante la Guerra Fría, fue precisamente la existencia de un enemigo específico -la Unión Soviética- lo que permitió la definición de esta sociedad como occidental, liberal, democrática y practicante del dogma del libre mercado.
Esta tendencia a construir la identidad estadounidense usando como referencia a los 'enemigos', junto con el efecto producido por el atentado al World Trade Center el año pasado, ha llevado a que se le dé prioridad a la construcción de un discurso internacionalista que legitime y justifique la guerra contra el terrorismo, el nuevo enemigo. Volcado hacia fuera, se le destina a obtener dividendos políticos y apoyo tanto adentro como afuera del país. En ese discurso predomina el absolutismo moral que no permite negociar ni un céntimo del interés nacional, interés que a su vez es definido por el discurso mismo, en términos de seguridad. Esa es la prioridad: proteger a cada uno de los ciudadanos estadounidenses de la amenaza terrorista. Es el discurso de un país en guerra que necesita mostrarse fuerte y decidido ante un enemigo casi invisible. Un discurso que debe contribuir a alinear aliados ('los que están con nosotros') y definir, localizar y señalar abierta y explícitamente enemigos ('los que están contra nosotros', los 'terroristas', el 'Eje del Mal'). No hay lugar para ambivalencias ni matices.
Bajo estas condiciones, es necesario ser extremadamente cautelosos cuando se trata de interpretar los mensajes que le envía Estados Unidos al mundo. Montarse en el tren de la guerra contra el terrorismo en su forma actual no puede ni debe ser una decisión apresurada. Adherir, sin previo análisis, a esta guerra cuasirreligiosa, y hacerlo en nombre de las ventajas provenientes de estar del lado del 'más fuerte', puede ser altamente riesgoso y hasta contraproducente. La política exterior de países como Colombia, debe asumir el reto de evaluar muy seria y sistemáticamente los pros y los contras de semejante estrategia. Alguna lección nos debe haber quedado de las guerras que peleamos en contra de la 'amenaza' comunista y que seguimos peleando ahora en contra del 'flagelo' de las drogas.