POLÉMICA

El pasado no perdona: qué hacer con las estatuas de personajes controvertidos

La ola de destrucción de estatuas en Estados Unidos y el mundo ha revivido el debate sobre la legitimidad de acabar con esos monumentos para reivindicar a sectores sociales que en el pasado padecieron dolorosos episodios como la esclavitud. De esta salida se sabe cómo comienza, pero no cómo termina.

13 de junio de 2020
Estatua de Edward Colston, en Bristol, Inglaterra. Tras derribar la estatua del esclavista, los manifestantes la arrastraron por las calles de esa ciudad hasta tirarla al río Avon.

Las protestas por la muerte del estadounidense afro George Floyd a manos de un policía en Minneapolis han vuelto a encender la llama del antirracismo en Estados Unidos y el mundo. Con el grito Black lives matter! (que da nombre a un movimiento creado en 2013 y traduce ‘las vidas negras importan’), miles de personas han salido a las calles a denunciar la brutalidad policial y el racismo. Lejos de apaciguarse, en los últimos días las protestas se enfocaron en un nuevo objetivo: pintar, mutilar o tumbar monumentos que para los manifestantes representan el racismo y exaltan la esclavitud ocurrida entre los siglos XVI y XIX.

Primero cayó la estatua de Williams Carter Wickham en Richmond (Virginia) en la noche del sábado 6 de junio. La efigie del general confederado, dueño de una plantación con esclavos y considerado un héroe por sectores de la población blanca, fue en los últimos años piedra de discordia entre supremacistas y antirracistas. Sus descendientes, al temer que derribaran la estatua, le pidieron al ayuntamiento retirarla.

Al día siguiente, al otro lado del Atlántico, en Bristol (Inglaterra), el monumento más que centenario de Edward Colston, un traficante de esclavos del siglo XVII, sufrió una suerte peor: lo tumbaron y lo lanzaron al río. Y el martes, las autoridades de Londres decidieron quitar la estatua del también esclavista del siglo XVIII Robert Milligan, luego de que manifestantes la cubrieron con una manta y le pusieron un cartel de Black Lives Matter. La misma decisión tomaron en Amberes (Bélgica), con la efigie del rey Leopoldo II, acusado de causar un genocidio en el Congo.


Rey Leopoldo II, en Bruselas, Bélgica. En varias ciudades de este país, manifestantes pintaron las estatuas de este personaje. Lo condenan por sus actuaciones en el Congo que causaron un genocidio.

Mientras eso ocurría, en Estados Unidos, los manifestantes atacaron y derribaron más monumentos. El miércoles cayó la estatua de Jefferson Davis, presidente de los Estados Confederados durante la guerra de Secesión. Pero, sin lugar a duda, los seguidores del Black Lives Matter se ensañaron en especial con Cristóbal Colón, al que consideran el primer responsable de la esclavitud transatlántica. En Saint Paul (Minnesota) y en Richmond (Virginia) derribaron dos efigies del marinero genovés, y en Boston (Massachusetts) decapitaron una. En Houston (Texas)y Miami (Florida) otros monumentos a Colón aparecieron pintados.

Esta situación se ha vuelto repetitiva en Estados Unidos durante la última década, en especial en los estados sureños que trataron de separarse del país a mediados del siglo XIX para seguir con el esclavismo. El movimiento antirracista ha ejercido tal presión que muchos gobernadores y alcaldes han comenzado por su propia cuenta a retirar los monumentos confederados.


Cristóbal Colón, en Saint Paul, Minnesota. En las protestas de esta semana, resultaron muy damnificadas las estatuas del primer europeo en llegar a América. En ciudades de Estados Unidos las han pintado y derribado.

Esta ocasión volvió a encender el debate sobre qué hacer con las obras que representan o exaltan momentos o personajes relacionados con hechos trágicos como la esclavitud. ¿Es vandalismo acabar con las estatuas? ¿Es necesario poner fin a los monumentos que evocan un pasado oscuro? ¿Es un acto de justicia histórica quitar o destruir estas efigies? ¿Es válido juzgar a las figuras históricas por la moral de hoy?

Se trata de un debate complicado, que tiene tanto de largo como de ancho y en el que no hay respuestas fáciles. Para José Abelardo Díaz, doctor en Historia de la Universidad Nacional, es preciso reconocer que estas acciones son, ante todo, expresiones políticas, y tratarlas como simples actos vandálicos poco contribuye a su comprensión y análisis. “Los monumentos, así como otros lugares de memoria, son formas de politizar los espacios públicos; de ahí que surjan disputas por definir qué debe ser recordado y qué no”, afirma. Esa situación se presenta en todos los espectros ideológicos en el mundo. Mientras en Estados Unidos el Black Lives Matter acaba con monumentos que considera una alusión al racismo, en Venezuela las marchas de la oposición queman y pintan las estatuas de Hugo Chávez.


Jefferson Davis, en Richmond, Virginia. Manifestantes pintaron una estatua del presidente de los Estados Confederados en la guerra civil, y luego la derribaron.

Reconocer el carácter político de la destrucción de estas obras plantea un dilema profundo que tiene que ver con los alcances y consecuencias de esos actos. Los más radicales dicen que no importa si hay que acabar con los monumentos de medio mundo para borrar los símbolos que exalten un pasado de exclusión, maltrato o sufrimiento. Y que tales acciones son necesarias para llevar a cabo un acto de justicia histórica con los sectores dominados durante siglos.

Otros consideran que de esa posición se sabe cómo comienza, pero no cómo termina. Al respecto, en un especial de la revista BBC World Histories de 2018, el historiador y biógrafo de Churchill, Andrew Roberts, dijo: “Si empezamos a derrocar monumentos creyendo que nuestra moral es superior o que lo que estamos haciendo es bueno, ¿qué hacemos con las pirámides, el Partenón y el Coliseo Romano, todos construidos, al menos en parte, por el trabajo esclavo? ¿Debería Winston Churchill ser derribado de su pedestal en Parliament Square porque era racista, en un momento en que casi todos los demás, tanto de izquierda como de derecha, también lo eran?”.


Edward w. Carmack, en Nashville, Tennessee. Una de las primeras estatuas en caer en esta ola de protestas fue la de este periodista que en el siglo XIX editaba un periódico supremacista blanco.

Algo similar piensa Sergio Paolo Solano, doctor en Historia y profesor de la Universidad de Cartagena: “Esas luchas políticas por la memoria y el significado de los lugares públicos son legítimas y acá en Colombia también las hemos tenido. Y entiendo que en una revuelta atenten contra los monumentos que representen una situación injusta. Pero también hay que tener en cuenta que en esos movimientos hay mucho de lo que llamaría el síndrome de Adán y desconocimiento histórico. Pongo un ejemplo: en los últimos años se ha tratado de reivindicar, y con razón, el papel del mulato y artesano Pedro Romero en la independencia de Cartagena, y se ha resaltado su ascendencia africana. Pero pocos saben que apenas tuvo unos pesos compró siete esclavos. ¿Ahí qué hacemos? ¿Mandamos al olvido a Romero por tener esclavos?”.

El problema de juzgar los hechos del pasado tiene sus bemoles. En el debate de la BBC, Charlotte Riley, profesora de historia de la Universidad de Southampton, afirmaba que ni los historiadores ni ninguna persona podía ser neutra u objetiva frente a los hechos históricos. Y que por eso resulta “apropiado criticar a las figuras del pasado cuya moral está por debajo de nuestros propios valores. Como historiadora no puedo purificar el imperialismo británico que se basó en el racismo, la codicia y la violencia cruel, apelando a la idea de que en el siglo XIX la gente tenía una moral distinta cuando en realidad mucha gente de la época señaló el carácter inmoral del imperio”. Riley tiene razón, pero juzgar al pasado con los principios morales del presente puede terminar en tragedias como la Revolución Cultural china o la destrucción de patrimonios de la humanidad causada por Estado Islámico.


Cristóbal Colón, en Boston, Massachusetts. En la noche del 9 de junio, desconocidos decapitaron esta estatua del marinero genovés.

De acuerdo con Díaz, los cuestionamientos a símbolos públicos, como los monumentos, generalmente provienen de sectores sociales que afirman ser víctimas de injusticias y creen ver en esos símbolos una apología a quienes los oprimen. ¿Pero destruir los monumentos que recuerdan épocas oscuras es la vía?

César Augusto Ayala, doctor en Historia de la Universidad M. V. Lomonosov en Moscú y profesor de la Universidad Nacional, considera que esa es la solución más obvia y fácil, pero cree que también existe la posibilidad de encontrar salidas más creativas. Pone el ejemplo de la manera como Rusia ha manejado su pasado comunista: “Cuando cayó la URSS, derribaron casi todos los monumentos construidos en ese periodo, y las ciudades rebautizadas volvieron a tener su antiguo nombre. Pero crearon el famoso Cementerio de las Estatuas, donde están los monumentos de esa era, incluso algunos restaurados. Yo me imagino que ese tipo de cosas podrían suceder en Estados Unidos u otros lugares en donde hay disputas para resignificar los lugares públicos”.

A ello habría que agregar la necesidad de concertar los significados de los lugares públicos para incluir a los que por siglos han sido discriminados. Y, como afirma Solano, lograr que las personas conozcan los últimos avances en investigación histórica para que comprendan que no es posible clasificar en blanco y negro la historia ni sus personajes; para que entiendan que existen matices, y así eviten caer en posiciones peligrosas que pueden desembocar en catástrofes culturales y humanas. Porque de quemar monumentos o libros a perseguir al que piense distinto no hay sino un paso.