NACIÓN

El mundo dividido: ¿Cómo se recordará la historia de Fidel Castro?

Ante el tribunal que lo acusó por el asalto al Cuartel Moncada, Fidel Castro aseguró: “condenadme, no me importa, la Historia me absolverá”. Sesenta y dos años más tarde, unos lo recuerdan como opresor y otros lloran su muerte.

Laura María Ayala (*)
26 de noviembre de 2016
| Foto: ADALBERTO ROQUE / AFP

“Sepan que no soy un traidor”, así se despidió del pelotón de fusilamiento el general Arnaldo Ochoa. Pidió dar la orden de su propia ejecución, como los próceres cubanos, pero ni eso le concedieron. Como si se tratara de un aliado del dictador Fulgencio Batista, al grito de "fuego" los soldados empuñaron los fusiles AK7 y lanzaron una ráfaga de disparos contra su antiguo camarada. Tras un mes de juicio, el más polémico en la historia del régimen, había sido condenado a la pena capital por transportar seis toneladas de cocaína del cartel de Medellín a Estados Unidos.

Era el 13 de julio de 1989, en la madrugada. Nadie supo el lugar exacto de su muerte ni el paradero del cuerpo. Del General, hasta hace un mes el más laureado de Cuba, héroe de la Sierra Maestra y vencedor de la guerra de Angola, solo quedó su nombre pintado furtivamente por sus seguidores en los muros de La Habana. Si bien Ochoa era culpable, había confesado en una escena que recordó a las purgas de Stalin en Rusia, el mundo juzgó su fusilamiento como desproporcionado. Su muerte puso a Fidel Castro en la palestra pública.

Ochoa era un héroe nacional, uno de los pocos capaces de opacar a Castro. Era popular entre las fuerzas armadas y había tenido la osadía de defender un modelo económico menos rígido, más cercano al de Mijaíl Gorbachov. Tras su muerte se comenzó a decir en voz alta, al interior de la isla y en el panorama internacional, lo que ya se rumoraba: que Castro era implacable al momento de aplastar toda disensión.

Ochoa pasó a la lista de los aliados de Castro que resultaron encarcelados, muertos o desaparecidos por su desviacionismo ideológico. Allí también aparecen personajes como Humberto Sorí Marín, el ministro de Agricultura que con actos terroristas pretendió desafiar al régimen; Gutiérrez Menoyo, quien pago 30 años de cárcel por oponerse al giro comunista de la revolución; Carlos Franqui, director del diario oficial de Cuba luego señalado como aliado de la CIA; Huber Matos, el primer comandante disidente encarcelado por sedición durante 20 años y Martha Frayde, exdirectora del Hospital Nacional de La Habana que también terminó en el exilio.

En Cuba se hizo realidad aquello de que la revolución devora a sus propios hijos. Y es que una vez los rebeldes llegan al poder, muchos se hacen tan o más represivos que el régimen que depusieron. Como explica Ángel Esteban,  profesor de la Universidad de Granada y autor de varios libros sobre el Comandante, “Castro fue un verdadero opresor de sus enemigos, pero no el único. Todos aquellos que han ganado una guerra se han ensañado con los  perdedores. En el caso de Castro, lo hizo de una forma descomunal, quizá instigado por el Che”.

Desde que Castro derrocó a Fulgencio Batista junto a un puñado de barbudos mal armados aquel 1 de enero de 1959, se ejecutaron centenares de oficiales batistianos en la prisión de mala fama, La Cabaña. Todos por órdenes directas del Che Guevara, tras juicios relámpagos en que se sabía de antemano que serían condenados por sus crímenes de guerra. Entonces pocos se opusieron a aquel derramamiento de sangre, con aire de revancha.

Los isleños estaban ocupados celebrando la llegada de la justicia social y la independencia de la isla, reducida a un casino burdel gigante por los estadounidenses y Batista. “Lo mismo pasó con gran parte de la comunidad internacional, sobre todo en América Latina, que se deslumbró ante la valentía, el romanticismo y el convencimiento con los que un país ínfimo se había enfrentado al dueño del mundo”, agrega Esteban.

No obstante, con el paso del tiempo esa lustrosa imagen del régimen se fue percudiendo. Muchos de los intelectuales y artistas que habían depositado sus esperanzas en la revolución cubana fueron distanciándose y no pocos cubanos, desencantados, hicieron sus maletas. Los grandes logros que obtuvieron, como la redistribución de la riqueza y una población infinitamente más sana y mejor alimentada y educada que la de cualquier país de la región, se opacaron por un estado cada vez más policivo que gravitaba en torno a la figura de Castro y desaparecía a quien cuestionara su forma de gobierno.

La represión se fue agudizando con el paso del tiempo y en 2003, en la llamada Primavera Negra, llegó a su culmen: setenta y cinco opositores fueron encarcelados sin derecho al debido proceso. A esa violación a las libertades individuales, se aunó el fusilamiento de tres jóvenes que secuestraron una lancha de pasajeros en un intento desesperado de llegar a tierras norteamericanas.

Las reacciones no se hicieron esperar, incluso de los paladines de la revolución cubana. El ya fallecido premio Nobel José Saramago, el escritor uruguayo Eduardo Galeano, el cineasta español Pedro Almodóvar y el cantante brasileño Caetano Veloso alzaron su voz de protesta para exigirle a Castro un cambio en su actitud frente a la disidencia. "Cuba no ha ganado ninguna heroica batalla fusilando a esos tres hombres, pero sí ha perdido mi confianza, ha dañado mis esperanzas, ha defraudado mis ilusiones", escribió el autor de Ensayo sobre la Ceguera en una columna en el diario El país de España titulada: "Hasta aquí he llegado". Incluso, Gabriel García Márquez, amigo íntimo de Castro prefirió el silencio.

Los críticos de Castro, dentro y fuera de la isla,  lo acusaron de ser el más sanguinario de los dictadores. “Olvidaron que desde Estados Unidos, pasando por Japón hasta llegar a Cuba existe la pena de muerte con el fin de defender valores colectivos. Eso es válido, sin embargo, a Fidel jamás le perdonarán el haber aplicado la pena capital para algunos disidentes y el hecho de no permitir la salida de los cubanos. No ven que en esto, Washington es igualmente responsable al usar el tema migratorio como arma de guerra”, aclara Mauricio Jaramillo Jassir, internacionalista de la Universidad del Rosario experto en Estudios Latinoamericanos.

Para debatir los méritos de la revolución de Fidel Castro  hay que entenderla en contexto. “Castro se convirtió en opresor, es cierto, pero antes de su triunfo los opresores eran los dueños del gobierno, de las fábricas, de la tierra y los norteamericanos –explica César Miguel Torres Del Rio,   Doctor en Historia de la Universidad de Brasilia–. El mandato de Fidel no fue dictatorial. Sin embargo, para quienes fueron expropiados o no comparten su modelo, como la bloguera Yoanni Sánchez, Castro es un opresor sanguinario”.

Luego de ser testigo de la caída del Muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética, de ver pasar a once inquilinos por la Casa Blanca, sobrevivir más de seiscientos intentos de asesinato y finalmente morir, de viejo, a los 90 años, a Castro solo le resta someterse al juicio de la historia. Al final pesarán dos versiones: la del opresor, un dictador despiadado, inspirada en los relatos de escritores latinoamericanos como Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes y la de Julio Cortázar, García Márquez, Mario Benedetti o el mismo Jean Paul Sartre, quienes encontraron en su proceso revolucionario un camino hacia la justicia social.

* Editora Avianca en Revista.