CUBA
Fidel Castro: del amor al odio
El líder de la revolución cubana salió de una provincia del oriente a liderar una revolución de trascendencia mundial cuyos efectos, casi 60 años después, aún se sienten.
La muerte de Fidel Castro es el adiós de un hombre que dedicó su vida a un ideal, si bien su imagen oscile entre la del líder socialista inscrito en las luchas de mitad de siglo por la supremacía ideológica mundial, y el caudillo anacrónico que, en el fondo, sólo era movido por su ambición personal. Cualquiera de esas interpretaciones puede ser sustentada, con mayor o menor juicio, por los historiadores, pero lo cierto es que Fidel Castro, ese enorme rebelde, deja una impronta indeble en la historia, sobre todo, del continente americano. ¿Cómo llegó ese hombre al poder que lo convirtió en una de las figuras clave del siglo XX? Fidel Castro nació en Birán, Mayarí, una localidad al oriente de Cuba, en la provincia de Holguín. Su padre era don Ángel Castro y Argiz, un gallego que había conocido Cuba como recluta del ejército español en la primera guerra de independencia.
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El viejo era un hombre obstinado. Regresó a la isla con la esperanza de “hacer la América” como tantos antes de él, y lo consiguió en las postrimerías del imperio español. Primero fue peón en la obra del ferrocarril de la United Fruit Company, luego se convirtió en vendedor ambulante de limonada, más adelante en contratista para la recolección de la cosecha de las plantaciones de caña. Con el tiempo, sus ahorros duramente conseguidos le permitieron conseguir que la compañía norteamericana le arrendara un pedazo de tierra para sembrar él mismo. Una cosa llevó a la otra y don Ángel, como tantos otros inmigrantes de la península, se fue convirtiendo en un hombre acaudalado.
La buena fortuna en los negocios, no hizo, sin embargo, que Castro se incorporara a élite terrateniente alguna. Don Ángel se convirtió más bien en un campesino adinerado que no dejó de tener los modales ásperos y el trato cerrero propios de su mínima educación. Se casó primero con la maestra del pueblo, María Luisa Arcota, quien supuestamente lo abandonó ante su infidelidad con Lina Ruz González, una campesina treinta años menor que él, que por añadidura era empleada de su casa. Por eso, el entorno familiar de Fidel y sus hermanos estuvo siempre marcado por la ambigüedad. Incluso Angel sólo pudo divorciarse de su primera esposa luego del nacimiento de sus retoños. En las complejas relaciones familiares de Latinoamérica, eso significaba que la posición de los niños como hijos ilegítimos estaba sujeta a un cuestionamiento fundamental.
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Eso marcó la infancia de Fidel. Aunque su padre era el hacendado más rico de la región, él y sus hermanos eran los hijos de una criada venida a más. Muchos sostienen que por eso Fidel pasó sus primeros años en compañía de niños de todas las clases sociales aunque, a decir verdad, en Mayarí no había una oligarquía terrateniente que mereciera ese nombre. Y esa también parece ser la razón por la cual Castro envió a sus hijos a Santiago, a vivir en la casa de unos allegados haitianos, Hippólite y Emercianne Hibbert, para que estudiaran la primaria en el Colegio de La Salle. La estadía de los niños Castro en ese humilde hogar, muy distinto a la amplia casa campesina de sus padres, fue en opinión de algunos un bautismo de fuego para Fidelito. Aunque la familia hacía lo posible para hacer llevadera su estancia, su precario presupuesto hacía que el emolumento mensual que enviaba don Ángel para los Castro fuera usado para alimentar precariamente a todos en la casa, antes que para proveerles comodidad alguna.
Castro vivió, tal vez por única vez en su vida, una estrechez rayana en el hambre. Y en ese episodio, el niño de seis años dio las primeras muestras de rebeldía, pues cansado de las penalidades, comenzó a portarse mal para que lo echaran del colegio. Sus pilatunas no impidieron que pasara luego a la Escuela Jesuita, de la misma Santiago, y más adelante a la afamada Escuela Preparatoria Belén, de La Habana, también de jesuitas, donde se graduó de bachillerato en 1945. Castro ya había sido un alumno sobresaliente tanto en términos académicos como deportivos, y a su llegada a la Universidad de la Habana era un joven larguirucho y entusiasta, dotado con una impresionante seguridad en sí mismo y una fuerte personalidad, aunque según algunos propenso a la violencia. Parecía dispuesto a tragarse el mundo. Tímido pero arrogante, y dotado de una oratoria poderosa, era inevitable que muy pronto se sumergiera en el convulsionado ambiente de esa tradicional alma mater.
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En efecto, la Universidad de La Habana, y en especial su facultad de derecho, eran el hervidero del activismo político de la época. Allí estudiaban quienes estarían en la primera línea de la política cubana. Fidel, ese provinciano rico, no era uno de ellos, pero tampoco era un simple guajiro (campesino), ni un producto típico de las clases medias urbanas. Lo que le faltaba en modales sociales y en integración, lo superaba con personalidad y encanto. Pero, de nuevo, su figura no encajaba del todo en ningún ambiente. Corría 1945, y la facultad de derecho era el epicentro de una gran efervescencia política. El estudiantado mostraba en sus filas todas las tendencias del momento, que se enfrentaban no sólo en intensos debates (en los que Castro brillaba) sino en enfrentamientos pandillescos de violencia extrema (de los que Castro tampoco se alejaba). En efecto, el ambiente político de La Habana estaba en un proceso grave de deterioro que había comenzado en 1933, cuando el sargento Fulgencio Batista tomó el poder en un golpe de Estado contra el dictador Gerardo Machado.
El ambiente de corrupción y clientelismo instalado por el golpista a pesar de sus promesas de purificación, primó a través de los gobiernos de Batista (triunfador en las elecciones de 1940), el de su sucesor Grau San Martín (1944) y Carlos Prío Socarrás (1948). La gobernabilidad del país estaba hipotecada a la influencia de grupos que defendían sus intereses a bala, con unas vagas reivindicaciones nacionalistas escondidas tras siglas grandilocuentes. Fidel, convertido en líder estudiantil, se vinculó a uno de ellos, la Unión Insurreccional Universitaria y estuvo un tiempo acusado de participar en el asesinato de dos líderes de un grupo rival. El entorno estudiantil era tan convulsionado, que el propio Castro admitió en una oportunidad que su época en la Universidad de La Habana había sido más peligrosa para él que la campaña de la Sierra Maestra.
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En 1947 Castro se unió al recién creado Partido del Pueblo Cubano, (PPC) cuyos miembros comenzaron a conocerse como los ortodoxos, pues reclamaban ser los verdaderos seguidores de las ideas del prócer cubano e ideólogo de la independencia, José Martí. El líder de ese grupo, el periodista radial Eduardo Chibás, ejerció una gran influencia sobre el joven Fidel, aunque resulta diciente que su postura era muy anticomunista y basada en una ferviente defensa de un nacionalismo a ultranza. Su fuerte crítica al poder, basada en la superioridad moral, lo llevó a suicidarse en 1951, cuando no pudo probar sus denuncias contra un ministro de Prío Socarrás. En esos años Fidel comenzó a mostrar que estaba dispuesto a llegar a los hechos al participar en dos acciones paradigmáticas. Una fue la expedición, cancelada a último momento, para desembarcar en República Dominicana y lanzar una guerra de guerrillas contra el régimen de Rafael Leonidas Trujillo. La otra, ideada y realizada por él, fue traer desde Manzanillo la campana de Demajagua, que había servido en 1868 para anunciar el comienzo de la guerra de independencia. Esta, que no fue más que una exitosa maniobra de relaciones públicas, le comenzó a dar notoriedad nacional.
Esa época crucial se complementó con un suceso que impresionó en forma decisiva a Castro. El 9 de abril de 1948 estaba en Bogotá como miembro de la delegación cubana a un congreso de juventudes de Latinomérica financiado por Juan Domingo Perón y organizado para que funcionara en forma paralela con la Conferencia Panamericana. Este último certamen, una rara cumbre de la época, constituiría la base fundacional de la Organización de Estados Americanos, vista desde entonces como un apéndice del imperialismo estadounidense en el continente. Los cubanos tenían previsto entrevistarse por segunda vez con el líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en la tarde de ese día, pero su asesinato lo impidió. A cambio, Fidel fue testigo excepcional de un evento que lo marcó: la insurrección popular espontánea, capaz de hacer temblar al establecimiento político hasta los cimientos, pero destinado al fracaso por falta de un liderazgo providencial. El Bogotazo significó también para Fidel una inesperada oportunidad de entrar en acción, y una prueba de su capacidad para liderar, aún en las circunstancias más extrañas.
Es difícil imaginar a ese muchacho caribeño vestido de blanco, armado de un fusil, que consiguió dirigir un grupo de policías andinos en una fría y absolutamente desconocida ciudad ultramontana. Fidel finalmente abandonó el país cuando el gobierno controló insurrección y el grupo de cubanos fueron acusados de haber formado parte de un complot comunista, (entre otras cosas porque iban al mando del comunista Alfredo Guevara) algo que jamás pudo ser demostrado. La experiencia de Bogotá comenzó también a minar en Fidel la fe en los medios constitucionales para conseguir el cambio de la sociedad. El gobierno Carlos Prío Socarrás asumió en 1948 pero en nada cambió en términos de la descomposición política cubana. Y Fidel se casó con Mirta Díaz Balart, estudiante de filosofía y hermana de un compañero de universidad.
Con ese enlace Castro quedó emparentado con una buena familia de la provincia de Oriente, que hoy ejerce la oposición desde el exilio en Miami. En 1950 logró por fin terminar la carrera de derecho, y abrió un pequeño bufete que apenas podía sostener con los flacos honorarios que le pagaba, cuando podía, su clientela de desposeídos. Viviendo en medio de privaciones nació su hijo Fidelito, hoy destacado científico. Dos años más tarde se dio la última oportunidad de que Fidel intentara seguir su carrera política por los medios constitucionales. Se entregó por completo a su candidatura al congreso por el PPC, pero el 10 de marzo de 1952 Batista regresó de su exilio en Miami y retomó el poder en un golpe de estado. Castro después decía que de haber ganado las elecciones hubiera tomado su escaño como punto de partida de la revolución. Pero lo cierto es que con el golpe de Batista murió el político electoral y nació el líder guerrillero. Castro entró en cólera contra sus compañeros ortodoxos, porque el PPC había reaccionado débilmente contra el golpe. Comenzó clandestinamente a abogar por la formación de un movimiento armado para derrocar a Batista, quien de nuevo llegó al poder con aires de redentor progresista contra la corrupción y la anarquía.
Comenzó a sacar El Acusador, un periódico estudiantil en mimeógrafo, en el que criticaba duramente al régimen. Pronto logró sumar en La Habana y Pinar del Río 1.300 adherentes al primer germen revolucionario, que comenzaron a ser conocidos como los fidelistas. Era uno más de varios grupos que conspiraban, cada uno por su lado, contra la dictadura. Pero pronto quedó claro que sólo Fidel y su grupo eran capaces de inventar locuras históricas. El 26 de julio de 1953 llevaron a cabo dos asaltos simultáneos contra el cuartel de Moncada, en Santiago, y contra el cuartel de Bayamo, a unos 150 kilómetros de distancia. La idea, basada en la tradicional rebeldía de la provincia de Oriente, era tomar por sorpresa las guarniciones y lanzar una proclama insurreccional que encendería la revuelta. Pero el plan tenía tanto de visionario como de ingenuo. Los integrantes del comando asaltante, (entre los que estaba un jovencísimo Raúl Castro) no lograron ninguno de sus objetivos, aunque no por falta de heroísmo de sus integrantes, y el fracaso fue total. De nuevo el destino preservó a Fidel de una muerte segura.
Capturado en las montañas cinco dias más tarde, tuvo la suerte de que un sargento negro evitara que lo fusilaran in situ. En contraste, el ejército torturó y asesinó a 60 de los 135 participanes en la intentona. Asumió la defensa en su juicio con un célebre discurso, “La Historia me absolverá”, en el que hizo pública la proclama que querían hacer los comandos de haber tenido éxito. Fue condenado a 15 años de prisión (Raúl lo fue a 13), pero el 15 de mayo de 1955 se encontró con otro favor del destino. Batista, confiado, resolvió conceder una amnistía a presos políticos. Ya Fidel se había divorciado de Mirta, acusada de pertenecer a la nómina del ministerio del Interior, una afrenta que él tomó como un asunto no sólo político, sino personal. Convertido en personaje nacional, Fidel pasó apenas unas semanas de libertad en La Habana y se exilió en México ante el recrudecimiento de la represión. Dejaba atrás su movimiento, ahora llamado 26 de julio, para que preparara las condiciones para su regreso. Con su oratoria explosiva recabó fondos entre las entusiastas comunidades cubanas de Estados Unidos y poco a poco fue fraguando su plan expedicionario a la isla. En México conoció al joven médico argentino Ernesto Guevara, quien pronto comenzó a ser conocido como el Che. Su nuevo amigo venía de vivir toda clase de aventuras en varios viajes por el continente, y últimamente de trabajar con el gobierno socialista de Jacobo Arbenz en Guatemala, y había tenido que huir a México luego de que un golpe de la CIA derrocó al presidente progresista.
El argentino estaba convencido de que la influencia de Estados Unidos en el continente era funesta, y buscaba causas para seguir en pos de una lucha panamericana contra el imperialismo. La empatía entre los dos hombres fue inmediata, y menos de 12 horas después Che Guevara se incorporó al plan de desembarcar en Cuba para, como habían tratado en el Cuartel Moncada, desencadenar una insurrección generalizada. La estrategia se basaba en el trabajo silencioso de sus correligionarios en la isla, que preparaban el terreno. El 25 de noviembre de 1956 salieron de Tuxpán 82 expedicionarios en un viejo yate, el Granma, que no podía llevar ni la mitad de ese personal. Tuvieron problemas mecánicos, enfrentaron una tormenta, y cuando llegaron estaban listos para cualquier cosa menos para el combate. Arribaron, o más bien encallaron en un estuario en Oriente. Por eso no pudieron hundir la embarcación, y fueron rápidamente localizados y emboscados. De los 82 hombres, sólo 16 (o 12, según la línea oficial) lograron llegar al punto de encuentro, en la Sierra Maestra. Entre ellos estaban Fidel, Raúl y Che. A pesar del fracaso de la rebelión en Santiago, liderada por el ortodoxo Frank País, y de los golpes recibidos, el movimiento 26 de julio fue ganando presencia, gracias a la ayuda de los campesinos de la Sierra. En dos años de campaña desde el Oriente, el movimiento fue ganando adeptos y apoyo, y abriendo nuevos frentes, entre otras cosas gracias a un hábil manejo de la comunicación de masas, mientras las bien equipadas fuerzas de Batista, tras perder el apoyo inicial de Estados Unidos, se sumían en la desmoralización. El primero de enero de 1959 las primeras columnas guerrilleras entraron a La Habana, mientras Batista huía con baúles llenos de dólares. Fidel llegó el 8 de enero para proclamar el triunfo de la revolución. Ese joven larguirucho era ahora el hombre fuerte de un país, y se abrían ante sí las puertas de un destino que resultaría mucho más trascendental de lo imaginado.
La revolución se consolida
Castro estaba en la cima de la popularidad mundial. Los medios de comunicación norteamericanos ya le habían servido para difundir sus ideas y conseguir apoyos mediante épicos reportajes en la Sierra Maestra, ahora le presentaban como el glamoroso y joven líder de la lucha contra la opresión. La popularidad de Fidel crecía en América Latina y en los propios Estados Unidos.
El movimiento triunfante integró un gobierno dirigido por Manuel Urrutia Lleó, más que presentable ante las élites cubanas y el propio gobierno norteamericano, pero Urrutia pronto pasó de presidente provisional a simbólico. Fidel, apoyado en su capacidad creciente (y aparentemente ilimitada) de movilización popular, asumió el poder verdadero por medio del recién creado Instituto de la Reforma Agraria, que se convirtió en una especie de gobierno paralelo. Castro viajó a Estados Unidos, donde todavía gozaba de una enorme popularidad, invitado por la Sociedad Interamericana de Prensa, y se mostró conciliador y favorable a la realización de un acuerdo comercial con Estados Unidos. Aunque el presidente Dwight Eisenhower no lo recibió, habló durante tres horas con el vicepresidente Richard Nixon, en una conversación crucial que, según varios historiadores, le convenció de que en Estados Unidos no habían muerto las intenciones anexionistas presentes en las relaciones de los dos países desde la independencia de España en 1898. Ese periplo lo llevó también a Canadá, donde estableció una estrecha relación con el primer ministro Pierre Elliot Trudeau, y luego hasta Brasil, Argentina y Uruguay. En este último país negó la posibilidad de hacer elecciones mientras no existieran partidos realmente representativos, lo que fue interpretado como una traición a sus promesas iniciales de democratizar al país.
Y aún faltaban más hechos para aumentar la desazón creciente en Estados Unidos acerca de la verdadera orientación de Castro. Desde el IRA Fidel lanzó el 17 de mayo de 1959 varias medidas para redistribuir la tierra, que aunque resguardaban la propiedad privada en muchos casos, y ordenaban el pago de indemnizaciones, comenzaron a mover las bases mismas de la sociedad cubana. (Las tierras de los Castro, en Birán, estuvieron entre las expropiadas inicialmente) Muchos en las filas del gobierno revolucionario comenzaron a rebelarse contra lo que percibían como influencia comunista, y entre ellos se produjo el levantamiento, prontamente sofocado, del comandante Húber Matos.
Empezaron entonces las primeras oleadas de cubanos que salieron al exilio remisos a aceptar lo que se presentaba como una verdadera revolución capaz, incluso, de fusilar a centenares de personas acusadas de participar en los crímenes del régimen batistiano. Los afectados por las expropiaciones, tanto cubanos como norteamericanos, (que poseían el 75 por ciento de las tierras cultivables) comenzaron sus contactos con la alta política del país del norte. Pronto empezaron las acciones de sabotaje de agentes de Estados Unidos, apoyados en muchos casos por miembros desafectos de la coalición revolucionaria.
A instancias de Fidel se formó el Partido Único de la Revolución Socialista de Cuba, mientras comenzaban discretas negociaciones con el partido comunista cubano, hasta entonces denominado Partido Socialista Popular. El único de los hermanos Castro que pertenecía a esa agrupación era Raúl.
Este paso, cuando Fidel aún no había declarado oficialmente que la revolución cubana era por sobre todas las cosas socialista, contribuyó a agudizar el proceso de deterioro y posterior rompimiento de las relaciones con el gobierno de Estados Unidos. Este es un aspecto sobre el que no existe un consenso entre los historiadores. Es cierto que la naturaleza misma de Castro, profundamente independentista y nacionalista, marcaba un curso de choque con el vecino del norte, y que pensar en un desenlace amistoso era poco más que utópico. De hecho, los servicios secretos de Estados Unidos tenían información suficiente como para que el presidente Dwight Eisenhower y su consejo de seguridad ya avanzaran, a comienzos de 1959, en la exploración de alternativas militares contra Cuba.
Pero Fidel siempre se había cuidado de declararse comunista, y sus primeras medidas estuvieron marcadas por la intención de tranquilizar no sólo a los inversionistas extranjeros sino a la burguesía cubana. Sin embargo la presencia en sus filas de su hermano Raúl, antiguo comunista, y sobre todo de Che Guevara, el carismático argentino que no negaba su marxismo, inquietaba a los norteamericanos.
Mientras tanto, en la isla se agudizaban los enfrentamientos entre los integrantes de la coalición revolucionaria, que comenzaban a polarizarse según su grado de aproximación a la izquierda. Pronto el presidente Urrutia renunció y fue reemplazado por Oswaldo Dorticós Torrado. Los elementos de “derecha” acusaban a Fidel de entregar el país al comunismo internacional, sobre todo luego de que, en junio de 1959, dejó de lado su oferta de convocar comicios libres en un plazo de año y medio, y puso en remojo la Constitución de 1940. Quedó derogado el Congreso, mientras los poderes ejecutivo y legislativo pasaban manos del Consejo de Ministros. El presidente de la República quedó relegado a cumplir funciones esencialmente ceremoniales.
El siguiente viaje de Fidel, para asistir a la Asamblea General de la ONU, tuvo un tono mucho menos amistoso. Fidel había puesto en claro que su revolución significaría ante todo la independencia de Cuba de Estados Unidos, y Washington miraba con creciente agresividad a un personaje que, en definitiva, se le había salido de las manos.
Los intereses de Washington iban cada vez más en dirección contraria a los de la revolución cubana. A pesar de los años transcurridos, y de los rios de tinta que se han escrito sobre el tema, aún no es claro hasta qué punto Fidel desembocó finalmente en brazos de la Unión Soviética por la posición intransigente de Estados Unidos frente a sus reformas, o si el líder tenía claro desde un comienzo que su destino estaría ligado a Moscú. Fidel después aseguraba que siempre había sido comunista, pero para muchos su marxismo-leninismo era más un medio para garantizar la independencia de Estados Unidos, que un objetivo en sí mismo.
Lo cierto es que, al convertirse, al final, en un satélite de la Unión Soviética, Castro se convirtió en el gran trasgresor del orden geopolítico existente en la era pos segunda guerra mundial. Esa pequeña e insignificante isla se atrevió a romper el acuerdo de Yalta, por el que las potencias vencedoras de la conflagración mundial se había repartido el mundo en 1945. En esa conferencia el planeta había sido repartido en dos esferas claras de influencia, y Cuba, claramente, quedaba en la de Estados Unidos.
Pero ninguno en la ciudad de Crimea esperaba que surgiera en medio del Caribe un personaje como Castro, que fue capaz de poner a pelear por su pedazo de tierra a los colosos del universo de entonces. Y lo hizo aunque ninguno estaba interesado en seguirle el juego. Los soviéticos, que iniciamente lo demeritaban como “putschista”, o golpista (una forma de acceder al poder que los comunistas demeritaban), a la larga no pudieron negarse a las ventajas de tener, en bandeja, una isla tropical afín a sus postulados a menos de 90 millas de la costa norteamericana.
Lo que vino después es historia. Bien fuera porque Fidel era marxista desde el principio, o porque la hostilidad de Estados Unidos lo obligó a buscar apoyo en la Unión Soviética, Cuba se convirtió en el único país comunista de América Latina, y en el exportador de la revolución en la misma, mientras las clases más altas prefirieron el exilio que vivir bajo una concepción diferente de la sociedad.
Para mantenerse en el poder durante tantos años, se apoyó en una combinación de fervor popular y mano fuerte contra los disidentes, basado en la idea de que en un país como Cuba, que desde antes de la independencia de España ya estaba bajo la mira anexionista de Estados Unidos, la desunión era la muerte. Con su permanente agresión contra la isla, cifrada desde el terrorismo hasta el bloqueo económico, Washington no hizo más que convencer a la dirigencia cubana de que ceder a establecer una democracia al estilo occidental y ceder la econmía a las fuerzas del mercado equivalía a entregar al país en bandeja de plata a Estados Unidos.
Cuba asumió una importancia internacional desproporcionada a sus dimensiones, al punto de que ningún otro país influyó tanto en la construcción de la idea de América Latina en el siglo XX, como un sub continente que debía, y podía tener una personalidad propia más allá de la influencia omnipresente de Washington. Cuba, con su capacidad para sobrevivir las situaciones más extremas de bloqueo y aislamiento, se convirtió en un símbolo, más que de la fallida utopía comunista, de la independencia frente al poder hegemónico de Estados Unidos.