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Gaza no puede soportar una tercera intifada

El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel por parte de Donald Trump puede tener consecuencias desastrosas en la franja, donde viven casi 2 millones de palestinos aislados. Crónica desde la frontera con Gaza.

Julia Alegre, enviada especial a Israel
8 de diciembre de 2017
Foto: Julia Alegre | Foto: Foto: Julia Alegre

“Yo ya estoy viejo para irme, pero mis hijos quieren marcharse de aquí. Y los de mis mis amigos y mis vecinos, pero no pueden. Aquí no tenemos nada”, dice una voz masculina al otro lado del teléfono. La última vez que Muhammad se encontró cara a cara con Eric Yellin, su interlocutor, fue hace cuatro meses, cuando pudo salir de la Franja de Gaza con un permiso. Eric, que es israelí, le esperaba en el paso fronterizo de Erez, la única entrada de personas que existe para ingresar desde Gaza a Israel y viceversa controlada por el Ministerio de Defensa israelí.

Desde entonces, los dos hombres solo se han podido ver por Skype. Ningún palestino puede salir de Gaza al menos que sea por cuestiones humanitarias, médicas o con una autorización especial que otorgan las autoridades del Estado judío. “Cinco de mis seis hijos son graduados y no tienen trabajo estable. Creamos un negocio de zapatos y carteras pero después de tres años tuvimos que cerrarlo porque perdíamos mucho dinero. Nadie compraba”, relata Muhammad, de 62 años.

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Foto: Julia Alegre / SEMANA

El árabe controla sus respuestas al extremo. Sabe que hay más personas escuchándole al otro lado de la línea además de su amigo Eric, quien fundó en 2008 The Other Voice con base en la ciudad israelí de Sderot, a algo más de un kilómetro de la franja.

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Esta ONG busca reconciliar a gazatíes y judíos que llevan años sin verse el rostro y hablan del otro desde la distancia que les proporciona la tercera persona del plural: “ellos”. “Nuestro objetivo es mostrar el lado humano de los dos pueblos. Aunque se supone que debemos ser enemigos, queremos que la gente entienda que al otro lado del muro hay personas como ellos, como nosotros. Hace varios meses que nos manifestamos aquí en Sderot para prevenir la próxima guerra y que finalice el bloqueo de Gaza. La pobreza y la falta de esperanza de los palestinos es un caldo de cultivo para su radicalización y adhesión a las facciones de la Yihad que están ahí”, advierte Eric, un tipo tranquilo de pelo canoso al que parece que le pesan los años y quizá las historias de sus vecinos palestinos a las que ha accedido por medio de su trabajo en la organización que dirije.

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Muhammad confirma los miedos de su amigo. Asegura que desde 2006, cuando el grupo islamista Hamás tomó el control del enclave palestino, la situación de Gaza se ha vuelto insostenible. Y es que el bloqueo que ejerce desde entonces Israel por tierra, aire y a través del Mar Mediterráneo no permite el desarrollo económico de esta pequeña extensión de tierra de apenas 365 kilómetros cuadrados y algo más de 1,8 millones de habitantes. “Nuestra economía depende de la exportación de productos agrícolas y de los trabajadores palestinos que antes de la llegada del Hamás iban a trabajar a Israel. Queremos que el gobierno israelí permita que nuestros jóvenes puedan salir con permisos a trabajar, sino, cualquier persona que no vea un proyecto de vida se va a asociar a una organización que les ofrezca algo en lo que creer”, dice. 

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Las cifras oficiales hablan de un desempleo en la franja que ronda el 46 % y, en el caso de los nuevos profesionales, el dato asciende al 76 %. “Estoy muy preocupado porque si no hay un cambio positivo próximo va a haber una explosión aquí dentro”, concluye el árabe.

Herida abierta

Sin embargo, el sueño de un posible acercamiento entre las partes que comparten estos dos hombres llamados a ser enemigos se truncó esta semana. En un giro inesperado, el presidente Donald Trump reconoció a Jerusalén como capital de Israel y anunció un plan para trasladar la embajada estadounidense de Tel Aviv a la ciudad santa, desatando así la ira en Oriente Próximo.

Hasta el momento, ninguna superpotencia se había atrevido a cruzar esa línea roja por la enorme carga simbólica y religiosa de Jerusalén, ocupada en su parte oriental por el Estado judío. Para los palestinos esta es también su capital.

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Desde el anuncio de Trump –más retórico que realista por las complicaciones logísticas y de seguridad que supone mover una embajada de la envergadura de la estadounidense-, la tensión se ha elevado al máximo. No solo en Cisjordania, bajo administración política de la Autoridad Nacional Palestina pero ocupada por Israel desde la Guerra de los Seis Días (1967). Los enfrentamientos entre palestinos y las fuerzas israelís también se han trasladado a Gaza, donde la muerte de un joven palestino por un disparo del ejército de ese país ha elevado todas las alarmas.  

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Así es esta región del mundo: fácil de desestabilizar. Es como un inmenso globo que da giros calculados en el aire mientras una finísima cuerda lo ata al suelo. Solo se necesita un leve movimiento para hacerlo explotar o desanclarlo de la realidad y romper esa calma entrecomillada y tensa que hasta el momento reinaba entre árabes y judíos. El presidente estadounidense puede darse todo el crédito de haber sido el primero en desinflar el globo y, de paso, prender una peligrosa mecha.

Hamás, por su parte, no ha tardado en avivar la llama y convertirla en antorcha. “La decisión americana es una declaración de guerra", sentenció Ismail Haniyah, líder del movimiento islamista, que llamó a sus fieles a iniciar una nueva intifada, nombre por el que se conocen los dos levantamientos anteriores de los palestinos en Cisjordania y en la Franja de Gaza contra Israel. La primera tuvo lugar en 1987 y la segunda en el año 2000.

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Pero, entre idas y venidas de guiños al electorado israelí en suelo norteamericano e incitaciones a una tercera intifada por parte de los radicales musulmanes al otro lado del mundo, el componente humano de la Franja se ha quedado fuera de la ecuación. “Casi dos millones de personas viven ahí aisladas, esa es la realidad”, alerta Yair Benher, vicedirector del paso fronterizo de Erez, construido entre 2004 y 2005 con capacidad para la entrada y salida diaria de 22 mil palestinos y árabes-israelís (a los judíos no se les permite en ningún caso). Hoy en día, tras la subida al poder de Hamás y el bloqueo israelí, solo ingresan y salen unas 550 personas al día (pocas por rmotivos laborales) que, como Muhammad, necesitan un permiso especial para salir y entrar de su propio territorio.

En esta lógica de poderes, lo que está en juego va más allá del debate si Jerusalén debería o no ser la capital de Israel, sino cómo esta decisión tomada en un despacho a cientos de kilómetros de distancia puede agravar la situación de vulnerabilidad que padece desde hace años la población de Gaza. “Si comienza una guerra, nosotros, los israelíes, tenemos donde escondernos. Los gazatíes no tienen la potencia de los misiles de Israel, ni alarmas o refugios. No tienen nada”, concluye Eric después de cortar la comunicación con su amigo Muhammad. No sabe cuándo volverá a verlo en persona. Esa es la cruda realidad.

*Al momento de publicar esta nota, un proyectil lanzado desde Gaza por el brazo armada de Hamás impactó en la ciudad israelí de Sderot sin causar heridos. Israel respondió con un ataque aéreo a una de las bases del movimiento islámico dentro de la franja que se saldó con dos muertos