MUNDO
El verano de amor del 67
El mundo era de los godos, hasta que surgió un movimiento en San Francisco que marcaría a toda una generación. Un frenesí de drogas, amor libre, sexo ilimitado, música y psicodelia confluyeron en esa temporada. La apoteosis de ese nuevo espíritu sería dos años más tarde en Nueva York, con Woodstock.
En 1967 el mundo cambió. Se podría decir, en cierta forma, que ese año surgió el hippismo. En un barrio de San Francisco llamado Haight-Ashbury se inició una gran revolución ideológica que habría de marcar un hito en el siglo XX. Se trató de un movimiento de contracultura que transformó no solo el rock and roll, sino también el pensamiento del mundo occidental. Ese verano, la juventud norteamericana, cansada de la guerra de Vietnam, descubrió que había formas alternativas de existencia que sus padres nunca habían contemplado.
El movimiento contracultural, libertario y pacifista, nacido en ese verano y que heredó los fundamentos de la Generación Beat y del naturismo alemán, se mostró sin recato en Haight-Ashbury. Los amantes del rock psicodélico, el groove y el folk contestatario, que abrazaban la revolución sexual y para quienes el amor libre era su religión, se empezaron a concentrar en el barrio de despampanantes casas victorianas, hoy de tiendas de diseño, cafés, zonas verdes y locales hipsters y hippies.
Los vecinos ilustres de la cuadra eran Janis Joplin, la banda Grateful Dead, Peter Albin, Neal Cassady y Jack Kerouac, entre otros. Con gran poder de convocatoria incentivaron la llegada de miles de personas en busca de liberación a toda costa. Se repartían drogas por doquier en forma de gelatina o cubos de azúcar, las chicas practicaban sexo en la calle con extraños como muestra de generosidad, había barbacoas con olor a marihuana y barriles de helado con LSD junto a los dispensadores de agua. El acceso era ilimitado.
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Coloquialmente este destino se empezó a colar entre los turistas como ‘Hippieland’, pese a que el gobernador del estado los calificó como personas no gratas. Y es que se podría ignorar una conglomeración de 1000 hippies, pero no una 100 veces más grande. Así fue el verano de 1967, que ya era un fenómeno mediático incluso en abril y mayo previos, cuando las cadenas querían televisar en directo el ‘cambio de chip’ de toda una generación. Entre drogas, música de los Beatles y los colosales pechos bronceados de las mujeres californianas, el mundo debía enterarse del inicio del divorcio entre dos generaciones: la que se empezaba a gestar y la sociedad que habían construido sus padres.
Las aceras de la calle Haight pronto se obstruyeron con jóvenes itinerantes desadaptados y activistas radicales con cuadros alterados de conciencia. La gente arribaba sin zapatos, sin alimentos y sin seguro médico. Las mujeres sin temor al orgasmo mostraban sus cuerpos sin ninguna clase de pudor. Las adicciones a las drogas parecieron entonces como una epidemia y los malos viajes con LSD fueron el pan de cada día.
Los símbolos de esa nueva era fueron Janis Joplin y Timothy Leary. La primera encarnaba, con su vibrato ronco y destemplado, el espíritu de protesta que estaba naciendo. Un año después, en París, ese mismo sentimiento quedaría inmortalizado en la revolución de ese país —en el 68—, cuyo eslogan fue: “prohibido prohibir”. El otro gran protagonista, profesor de Harvard, quien fue profeta y apóstol del LSD (“droga psicodélica que produce efectos psicológicos que pueden incluir alucinaciones con ojos abiertos y cerrados, sinestesia, percepción distorsionada del tiempo y disolución del ego, la alteración de la percepción, la conciencia y los sentimientos, además de sentir o visualizar sensaciones o imágenes que al consumidor le pueden parecer reales pero que no lo son”) en el mundo, quiso evangelizar los beneficios espirituales y terapéuticos del alucinógeno. Fueron los años de “Make Peace, Not Work”, del rechazo a los valores materiales y de la confrontación con los padres.
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Pero todo eso no era más que la antesala del momento culminante de ese movimiento. Fue en Woodstock, en agosto de 1969, donde más de 500.000 personas se congregaron en Bethel, Nueva York, para vivir una fiesta hedónica e idílica de tres días que el mundo nunca olvidará. Nunca antes de esas 72 horas, ni después, ha existido un evento masivo más exitoso, que reúna otra mejor nómina de artistas, en el que se hayan ingerido más drogas psicoactivas ni en el que se haya tenido más sexo y más desnudez que en Woodstock 69. Así hoy en día, en varios rincones del mundo, redunden festivales de distintas índoles queriendo revivir aquellos días paradisíacos del otoño de finales de los sesenta, ninguno le da ni le dará la talla.
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Woodstock fue distinto porque su permisividad fue total. En aquel basto territorio de 64 kilómetros todo valió. Lo impensable, lo que no, lo histriónico, lo excéntrico, lo inédito y lo más libidinoso. Todo siempre tuvo cabida en ese espacio gigantesco donde nunca existieron las reglas.
Se llevó a cabo en los lluviosos 15, 16 y 17 de agosto de 1969, en una granja de 240 hectáreas en Bethel, Sullivan County, Nueva York; algo así como si se llenara de personas la localidad entera de Usaquén, en Bogotá. Pese a que en principio estaba programado en Woodstock, un pueblo en el condado de Ulster (por el que se le dio ese nombre), los pobladores del lugar se opusieron a la gigantesca conglomeración y a los organizadores no les quedó de otra que buscar una locación diferente.
El boleto costaba ocho dólares por día y 18 los tres. Fueron 32 presentaciones en vivo que pasaron a la historia y que congregaron a más de 500.000 personas, cuando se esperaban solo 10.000. La fila de carros colapsó por completo y al menos unas 250.000 personas no alcanzaron a llegar. Los artistas citados tuvieron que desplazarse por helicóptero.
Hubo personalidades que no dejan de sorprender y, de seguro, hubo otras tantas que se quedaron por fuera. En el cartel de invitados aparecieron figuras legendarias de la talla de Jimi Hendrix, Joe Cocker, Joan Baez, The Who, Janis Joplin y Carlos Santana. Otros se negaron por distintos motivos: Bob Dylan, quien paradójicamente vivía en Woodstock; The Beatles, quienes exigieron que solo tocarían si se incluía a la Plastic Ono Band, lo que fue rechazado de tajo, y The Doors, Led Zeppelin y The Byrds no anticiparon la importancia histórica del evento y luego se arrepintieron.
No fueron los únicos. En realidad a nadie se le pasó por la imaginación que un concierto al aire libre pudiera convertirse en una fecha que quedaría grabada en los libros de historia. Allí sucedió de todo y no solo en relación con las drogas y el amor libre. En los tres días se atendieron 5162 casos médicos de causas tan diversas como abuso de LSD o quemaduras en las retinas por mirar directamente al sol. Hubo tres muertos, uno debido a una sobredosis de heroína, otro tras una peritonitis y el último por un accidente con un tractor. Sin embargo, también hubo vida, pues se presentaron dos partos en medio del furor musical. Mientras todo eso sucedía, un helicóptero dejaba caer flores, comida y ropa seca para los asistentes.
El cierre con broche de oro de ese festival de amor y paz lo hizo el gran Jimi Hendrix, quien majestuosamente interpretó con su guitarra eléctrica el himno de Estados Unidos.
*Este artículo fue publicado originalmente en la revista Soho. Revista Semana lo reproduce con su amable autorización.