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La crisis de los rohingya: un año bajo el fuego

A Bangladés han llegado desde hace un año más de 700.000 personas pertenecientes a la minoría étnica rohingya, expulsados de Myanmar, cuyo gobierno los considera extranjeros ilegales.  A pesar de los esfuerzos de organizaciones humanitarias, sus condiciones rayan lo dramático  y sin una solución a corto plazo, su futuro se vislumbra aún más oscuro.

25 de agosto de 2018
| Foto: Pablo Tosco

Hace exactamente un año, el 25 de agosto de 2017, se inició el éxodo más grande en la historia de los rohingya. Ese día, el ejército de Myanmar lanzó una serie de operaciones de limpieza que sembraron el terror entre sus integrantes. Ya han llegado, tras olas de violencia previas, más de 900.000 personas que viven en  distrito bangladesí de Cox’s Bazar: el campo de refugiados más grande del mundo. 

La negación de su estatus legal, junto con unas condiciones de vida en campos improvisados y la falta de estructuras y servicios que puedan funcionar a mediano o largo plazo, atrapa a los refugiados en un ciclo de sufrimiento que afecta su salud física y mental. Aunque organizaciones como Médicos Sin Fronteras (MSF) han prestado atención médica a los rohingyas asentados en ese lugar, las organizaciones de emergencia encuentran dificultades para responder por las restricciones que el gobierno de Myanmar ha impuesto a la ayuda. Hasta la fecha la ONU solo ha recaudado el 32 por ciento de los fondos solicitados para la asistencia humanitaria en Bangladés. Y el porcentaje de esa cantidad destinado a salud apenas llega al 17 por ciento, lo cual está provocando vacíos significativos en los servicios vitales.

Los rohingyas viven en los campamentos improvisados en condiciones muy por debajo del mínimo aceptable de las normas humanitarias internacionales, y los refugiados siguen en los mismos albergues temporales de plástico, lonas y bambú que construyeron cuando llegaron. "Es inaceptable que la diarrea acuosa siga siendo uno de los mayores problemas de salud en los campamentos", afirma Pavlo Kolovos, coordinador general de MSF en Bangladés. "Las infraestructuras para cubrir incluso las necesidades más básicas de la población no están aún disponibles, y eso afecta seriamente el bienestar de las personas. Por citar solo un ejemplo, tenemos 17.302 letrinas disponibles para una población de 636.000 personas".

Por si fuera poco, el inicio de las lluvias monzónicas ha empeorado la situación. A comienzos de junio, con las primeras lluvias, las condiciones de vida de los campamentos recibieron un impacto muy grave: un niño murió, decenas de personas resultaron heridas y miles e personas fueron desplazadas debido a las inundaciones.

Las inundaciones y los deslizamientos de tierra han causado daños considerables en las infraestructuras y caminos, que ya estaban en pésimas condiciones. También se han presentado varios casos de ahogamiento después de que algunas personas, principalmente niños y ancianos, cayeran en pozos y grandes huecos llenos  de aguas lluvias.

Solo Bangladés no cerró sus puertas a los refugiados y 12 meses después el destino de los rohingyas sigue siendo incierto. Los Estados de la región les niegan un estatus legal formal, a pesar de que son refugiados y de que Myanmar los ha convertido en apátridas. Los rohingyas permanecen confinados a la fuerza en esos campos, sin acceso a agua potable, educación, trabajo y atención médica.

Abu Ahmad tiene 52 años y huyó a Bangladés con su hija aterrorizado por la repentina ola de violencia. Cuenta que antes del conflicto tenía vacas, cabras y tierra, “pero enfrentamos muchas amenazas y torturas por parte del gobierno de Myanmar. Unos días antes de que empezaran las quemas de casas, mi hija Rukia quedó paralizada. Se quejó de dolor y luego dejó de sentir cualquier cosa debajo de la cintura. Entonces con mi esposa y mis otros siete hijos decidimos huir a Bangladés para buscar asistencia médica”.

Apenas llegaron recibieron plásticos y lonas para construir una casa, algunos alimentos como aceite y atención médica para Rukia, sin embargo, las condiciones allí siguen siendo difíciles. Ahmad lo sabe y por eso no sale de la desesperación mientras recuerda que “debemos subsistir con los 100 o 200 Taka (1-2 euros) que conseguimos cada mes vendiendo un poco del petróleo y las lentejas que nos dan. Por eso siempre me preocupa el futuro. Si vamos permanecer en este lugar durante diez, cinco, cuatro años o incluso un mes, ¿por cuánto tiempo tendremos que sufrir este dolor?”