Parece que fue ayer, pero ya pasó una década desde el 20 de marzo de 2003, cuando después de largos meses de preparación, las tropas de Estados Unidos y algunos países aliados entraron a Irak desde la vecina Kuwait y avanzaron hasta Bagdad, que caería tres semanas después. Para entonces ya hacían parte de la historia aquellas multitudinarias manifestaciones que se habían llevado a cabo en el mundo contra una invasión que según millones de personas no tenía por qué suceder.
Tampoco tenían ya relevancia las denuncias que desde las altas esferas de la diplomacia mundial aseguraban que no había motivos reales para invadir a Irak. Decenas de expertos y diplomáticos habían asegurado que el sanguinario dictador Saddam Hussein no tenía armas de destrucción masiva, como afirmaban los halcones estadounidenses encabezados por Donald Rumsfeld, ni mucho menos había tenido algo que ver con los ataques del World Trade Center de Nueva York.
No pasaría mucho tiempo para que se confirmara que los líderes de la ultraderecha estadounidense habían montado aquella guerra a punta de mentiras. Y mucho peor, bastarían unas pocas horas para confirmar que el Ejército de Hussein era mucho más débil de lo que se creía. Pero aun así la invasión continuó. Ante la opinión pública los halcones gringos afirmaron, entre otras cosas, que querían convertir a Irak en un ejemplo democrático que contagiara en toda la región de Medio Oriente. “Irak será un brillante ejemplo de libertad”, dijo en su momento con el máximo cinismo el presidente George W. Bush, al tiempo que hablaba de erradicar a los grupos extremistas relacionados con Al Qaeda que supuestamente tenían su base en Irak.
Hoy, diez años después de comenzada la guerra y tras 15 meses de la retirada de las tropas norteamericanas de ese país, la situación no puede ser más diferente. La tensión sectaria y la crisis política que se ha recrudecido en los últimos meses han despertado temores de que Irak pueda acabar sumido en una guerra civil que termine por desestabilizar a una región cuyo futuro es incierto.
Mientras en Túnez o Egipto los partidos islamistas no han logrado cumplir las expectativas de aquellos que arriesgaron sus vidas por las revoluciones árabes, la guerra civil siria no solo ha profundizado la división sectaria entre sunitas y chiitas (los alauitas, la secta a los que pertenece Bashar Al-Assad, son una rama del chiismo) sino que ha desatado una nueva ola de fundamentalismo islámico que podría volver a ensañarse con Irak. Entre 2006 y 2008, el país vivió una sanguinaria época de violencia en la que organizaciones islámicas vinculadas a Al Qaeda lo llevaron a un caos que dejó más de 65.000 muertos.
El año pasado, según la organización Irak Body Count, murieron violentamente 4.471 personas, para un promedio de 53 a la semana. Y es que en estos diez años los Irakuíes no solo han sido victimas de la guerra inventada por sus invasores (se habla de más de 100.000 muertos solo dentro de la población civil), sino que también lo son de sus nuevos gobernantes, acusados de corrupción, ineficiencia y de impulsar el sectarismo.
El sistema democrático que trataron de imponer las fuerzas aliadas –en especial Estados Unidos– está amenazado por las ambiciones personales y tribales de dirigentes como el primer ministro Nouri al-Maliki, que gobierna el país desde 2006. De este mandatario chiita, considerado por sus adversarios como un títere de Irán, se dice que cada día es más autoritario y que tiene rasgos dictatoriales. Muchos en Irak temen que esté planeando congelar una ley aprobada por el Parlamento que limita la permanencia de un gobernante en el poder a dos periodos. Llegado el caso, Maliki tendría abonado el terreno para atrincherarse en el poder hasta 2018.
También se le acusa de deshacerse de sus rivales y de hacer cualquier cosa para imponer sus deseos. Ya en 2011 el vicepresidente Tarik Al-Hashimi, de confesión sunita, fue acusado por los aliados de Maliki de liderar una banda terrorista que tenía como objetivo exterminar chiitas. Como consecuencia, Al-Hashimi tuvo que exiliarse y más tarde fue condenado a la muerte en un juicio en ausencia.
Esta era la primera batalla de una crisis política que ha despertado los temores de una nueva guerra entre el gobierno liderado por la mayoría chiita (discriminada y aislada durante la dictadura de Hussein) y la minoría sunita que gobernó a Irak por más de cuatro décadas. Pero esta división, sin embargo, se hizo mayor cuando a comienzos de diciembre pasado fueron arrestados una decena de guardaespaldas del ministro de finanzas, Rafi Al-Issawi, a quienes también se les acusó de terroristas.
Desde entonces se desató una cadena de protestas multitudinarias que continúan hasta hoy. Maliki, que en su momento amenazó con enviar las fuerzas de seguridad para romper las manifestaciones que se llevan a cabo los viernes después de la oración, ha terminado por reconocer algunas de las demandas de la comunidad sunita que incluye que sus derechos sean restaurados –se habla incluso de que en algunos barrios sunitas de Bagdad la población vive como en un gueto–, que sus presos sean liberados y que les den mayor participación en las fuerzas armadas.
Según las denuncias de la organización internacional Human Rights Watch, los ministerios de Defensa, Justicia e Interior, al igual que unidades especiales de seguridad, han detenido arbitrariamente a miles de opositores (mayoritariamente sunitas) y los han trasladado a cárceles secretas. El índice de libertad de expresión –realizado anualmente por Reporteros sin Fronteras– situó por su parte a Irak en el puesto 178 de su escalafón mundial el año pasado.
Varios analistas aseguran que Maliki aceptó liberar a un buen grupo de prisioneras sunitas acusadas de terrorismo gracias a la presión de importantes clérigos chiitas, como Muqtada Al-Sadr o el gran ayatolá Sistani, que estarían intermediando para que Maliki negocie con los sunitas un calendario de reformas.
“Lo que está pasando hoy me trae a la memoria lo que sucedió durante la guerra sectaria de 2006, pero con un agravante. La crisis política es aún mayor”, dijo a SEMANA un veterano analista político iraní que pide no dar su nombre debido a lo delicado del tema. Este experto, que asegura que Irán ha jugado un papel fundamental en entrenar y equipar a las milicias chiitas, estaría apoyando a Maliki para que se afiance en el poder y no sólo aísle a la minoría sunita sino también a ciertos líderes chiitas como el ayatolá Sistani, que no siguen las órdenes de Irán.
Y es que nadie se considera más ganador de la guerra emprendida por los norteamericanos en Irak que los líderes de Irán, los mayores enemigos de Estados Unidos. Las fuerzas aliadas, al fin y al cabo, quitaron de por medio a Saddam Hussein –ejecutado en 2006– que históricamente fue el gran enemigo de los ayatolás que gobiernan Irán desde 1979. Tanto, que entre 1980 y 1988 libró contra ellos una guerra por cuenta de Washington, bautizada por los iraníes como la “guerra impuesta”, que duró desde 1980 hasta 1988 y causó un millón de muertes.
Esta alianza de Maliki con Irán, temen los analistas, también podría arrastrar a Irak a la guerra civil que se vive en Siria. Y es que si bien Irak ha tratado de mantenerse neutral, la realidad es que se le acusa de estar jugando a favor del régimen sirio que es abiertamente apoyado por los iraníes. Esto lo convierte en el único país del mundo árabe que estaría apoyando a Bashar Al-Assad.
Otro de los grandes temores actuales es que grupos extremistas como el Frente Al-Nusra, que hoy pelean en Siria, se trasladen a Irak en un futuro para desestabilizarlo. En este escenario queda absolutamente comprobado una frase que se repite hace años cuando se habla de Irak: los norteamericanos ganaron la guerra pero perdieron la paz.
La guerra en cifras
447 prisioneros ejecutados. Irak es uno de los países con más condenados a muerte en el mundo.
220 personas fueron asesinadas en Irak en febrero de este año.
1,3 millones refugiados tiene todavíaI Irak.
121.000 civiles han muerto de forma violenta desde la ocupación. La revista ‘The Lancet’ estima que si se incluyen las enfermedades, el hambre y la pobreza inducida, la cifra puede llegar a 600.000.
En 2003, Bush dijo que la invasión de Irak costaría 50.000 millones de dólares. En realidad, le costó 800.000 millones de dólares.
Según el Congreso de Estados Unidos, 8.000 millones de dólares, destinados a la reconstrucción, desaparecieron en las manos de corruptos. Según Transparencia Internacional, Irak es el séptimo país más corrupto del mundo.