CRÓNICA
La ruta de la muerte: crónica de los migrantes que intentan cruzar el Canal de la Mancha
Tras años de errancia y semanas de espera en un campo insalubre en la costa francesa, el kuwaití Walid se lanzó a cruzar el Canal de la Mancha en un bote inflable.
Desde Grande-Synthe (norte de Francia) hasta Dover (sur de Inglaterra), pasando por las aguas territoriales francesas, los equipos de la AFP acompañaron durante tres semanas a Walid, su amigo iraquí Falah y sus hijas Arwa de 9 años y Rawane de 13, que sufre una grave diabetes.
Los 33 kilómetros que separan la Costa de Ópalo francesa de los acantilados de Dover, en la costa británica, tienen la reputación de ser una de las rutas marítimas más frecuentadas y peligrosas del mundo.
Sin embargo, desde 2018, los intentos de cruzar se multiplican. Entre el primero de enero y el 31 de agosto, 6.200 migrantes, según la prefectura marítima francesa del Canal de la Mancha y el Mar del Norte, probaron suerte en un bote inflable, en el caso de los más afortunados, en kayak o incluso con un simple flotador.
Historia de una travesía
En un bosque cerca de unas vías en Grande-Synthe, localidad del norte de Francia, bajo una tienda de campaña tambaleante fabricada con lonas plastificadas, el kuwaití Walid, de 29 años y el iraquí Falah, de 50, viven pendientes de sus teléfonos.
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Es su único vínculo con la persona que dará el visto bueno para que embarquen. A cambio de 3.000 euros por persona, podrán subir a bordo de una “pequeña barca”, esas lanchas neumáticas con pequeño motor de calidad dudosa.
La silueta del traficante aparece en el teléfono en el momento en que entra una llamada de WhatsApp. Nunca lo han visto. Esas redes criminales, a menudo kurdas o albanesas, utilizan intermediarios para establecer contacto.
- "¿Cómo va todo, hermano?
- Bien, gracias a Dios.
- ¿Tienes novedades?
- No...
- ¿Mañana, inshala (si Dios quiere)?
- Inshala (...). Si mañana hay buen tiempo, vamos".
Hace un mes que Walid espera junto a la familia de Falah, a la que conoció en la ruta del exilio en Fráncfort, una travesía clandestina que sería el camino a una vida mejor.
“A pesar de que este trayecto es apodado ‘la ruta de la muerte’, queremos cruzar. Partimos hacia lo desconocido: solo estamos Dios, el agua y nosotros. Es Alá el que decidirá nuestro destino", dice Falah.
Este hombre discreto huyó de Irak en 2015, época en la que el grupo Estado Islámico se encontraba en plena expansión. De Kerbala (al sur de Bagdad) fue a pie hasta Turquía, luego Grecia, Macedonia y Croacia. Era el año de la gran ola migratoria a Europa, cuando Alemania abrió sus puertas a cerca de 900.000 migrantes, antes de cerrar sus fronteras.
Los dos primeros años que pasó allí le dieron el sentimiento efímero de haber hallado un país de acogida. Pero el fracaso de sus solicitudes de asilo lo empujaron a volver a la carretera.
Falah no pide lo imposible. “Solo quiero vivir de manera decente y que mis hijas se sientan libres y seguras”, afirma este hombre de pelo canoso.
Walid, exiliado desde 2018, es un “bidún”, esos beduinos oriundos de Kuwait pero apátridas de generación en generación. Sin pasaporte, no tienen el estatuto de ciudadano ni el de extranjero en su propio país, lo que los priva de todo derecho político, social o económico.
El hombre pasó por Grecia, donde dejó sus huellas digitales en el marco del Convenio de Dublín que rige los mecanismos de solicitud de asilo en los países europeos. Hoy en día se siente defraudado por la Unión Europea, que “no te da nada y termina por expulsarte”.
Este hombre de rostro cuadrado, barba algo crecida y cabellos negros un poco largos no tiene “miedo” de la travesía. “Lo más duro es no saber cuándo partes (...) Antes, nunca me quedé más de cinco días seguidos en el mismo lugar. Pero aquí no se sabe si es mañana, en dos días o en dos meses”.
Estar listo cada noche
Antes de que el cielo esté despejado, el mar se muestre clemente y no haya muchos gendarmes desplegados en la zona, hay que esperar y esperar en condiciones que ponen a prueba a estos migrantes.
Walid, Falah y sus dos hijas no son los únicos. Decenas están diseminados en los alrededores. Cuatro años después del desmantelamiento de la llamada “Jungla” de Calais, un gran campo de migrantes del norte de Francia,a fines de 2016, eritreos, iraníes, afganos o sirios continúan llegando a la costa francesa con la esperanza de cruzar.
Quienes lo logran son reemplazados rápidamente por otros, a pesar del desmantelamiento regular de los campamentos.
Entre las avispas, los cuatro exiliados matan el tiempo, duermen poco y mal, pues el estridente ruido de los trenes los despierta a cada rato.
Con unos cacharros encontrados aquí y allá, como una cacerola quemada y una sartén abandonada, se las apañan para satisfacer sus necesidades. Los botes del yogur se utilizan como vasos y los trozos de cartón hacen las veces de alfombra.
“Mire, vivimos en la basura, con los insectos”, suspira Walid. Cada día, Falah se desvive para encontrar cubitos de hielo para conservar la insulina de su hija mayor.
Cuando hace bueno, se lavan en el canal, cerca de donde viven, y limpian su ropa en el agua fangosa. Los días están marcados por la recogida de madera para hacer fuego y los dos repartos diarios de alimentos que organizan unas asociaciones a un kilómetro de allí.
Pero el desánimo siempre está rondando, y hay veces en que Falah se echa a llorar. “No tenemos ninguna fecha precisa. Tienes que estar listo cada noche para dejarlo todo atrás. Si no, el barco no te espera. Durante dos días, hemos dormido incluso con los zapatos puestos”, explica Walid.
Walid ha intentado cruzar en tres ocasiones. Tres fracasos.
“La primera vez había demasiados controles. La segunda, llegamos hasta la playa. Después de estar esperando cinco horas, trajeron e hincharon el barco, pero en el último momento nos dimos cuenta de que el neumático estaba rasgado, así que el traficante nos pidió que bajáramos”, cuenta, dando caladas a su cigarrillo.
Vencido por el cansancio y la impaciencia, ya no confía en la persona que les ayudará a cruzar porque cree que es un estafador. Falah ya ha pagado parte de la suma, así que poco puede hacer. Pero Walid ha decidido cambiar de táctica y pagar más dinero. Esta vez el viaje tiene un costo de 3.360 euros, pero su nuevo contacto tiene una tasa de éxito del 100 por ciento, según cree.
Medicinas y cruasanes
Es jueves 10 de septiembre, hace un mes y trece días que llegó a Grand-Synthe y el sol y un viento suave animan las esperanzas de Walid. La travesía es inminente, confirma su traficante.
“No sabemos hasta qué hora esperaremos antes de ponernos en camino”, dice antes de irse al punto de encuentro. A varios kilómetros, Falah, que cambió de campamento, también está a punto de irse.
Apresuradamente guarda los medicamentos de su hija y los cruasanes en una bolsa. “Tengo miedo de creérmelo porque en más de un mes solo he visto el mar una sola vez”, dice temiendo una nueva decepción.
En Inglaterra todo será más fácil, confía. “Podré trabajar en la restauración o en el sector de la automoción”.
Ya son las ocho de la noche, Walid y su grupo llegan a una playa a unos 25 km de Calais. El Canal de La Mancha está tranquilo como una balsa de aceite, el cielo está despejado. Los gendarmes patrullan por la costa. De noche, los haces de sus linternas barren las dunas.
En la oscuridad, susurrando y escondido en el bosque detrás de la playa, el grupo espera a que se presente alguna oportunidad.
Dos veces, aparece una patrulla de gendarmes que incluso confisca un barco, rápidamente reemplazado por los traficantes, dispuestos a ganarse los más de 40.000 euros por embarcación si la travesía se cumple con éxito, según Walid.
Son apenas las siete de la mañana cuando se lanzan al mar tres lanchas neumáticas a toda velocidad. El grupo de Walid se aleja rápidamente, temiendo que la barca se estropee en aguas francesas, un escenario que los devolvería a la casilla de salida.
La barca, empujada por un motor de 15 caballos, avanza hacia el noroeste a 5 kilómetros por hora. A bordo van 14 personas, incluyendo mujeres, un bebé y cinco niños, todas con chaleco salvavidas de color naranja.
Brazos hacia el cielo
Dos horas después de su salida, el barco patrullero de la Dirección de Asuntos Marítimos de Francia, alcanza al grupo, según puede comprobar la AFP. Su posición es señalada a las unidades de vigilancia de ambos lados del estrecho, pero no se produce ninguna intervención por los riesgos que implica, tanto para los migrantes como para los barcos.
“Desde el momento en el que estamos en el mar, la prioridad ya no es impedir la travesía, sino garantizar la salvaguarda de la vida humana”, afirma la prefectura marítima. Esta es una zona por la que transita el 25 por ciento del tráfico marítimo mundial.
Walid y sus compañeros continúan el periplo. El motor, que produce un ruido estruendoso, se apaga y luego se pone en marcha de nuevo. Las aguas británicas están a tan solo unos kilómetros. De repente, a lo lejos, se divisa la silueta del “Sandettie”, el buque que marca la entrada en aguas británicas. Ya son más de las diez de la mañana.
Walid está agotado pero emocionado. Lanza su celular al agua para borrar cualquier rastro de su pasado y sus compañeros levantan los brazos al cielo gritando. Poco después, un patrullero de los guardacostas recupera la embarcación y los remolca hasta el puerto de Dover.
Tras siete horas de travesía, bajo un cielo brumoso, los ocupantes tocan tierra británica, como decenas de otros migrantes ese mismo día.
Walid con chaqueta oscura y mascarilla blanca desembarca de último, cargando una mochila con algo de ropa. Una media hora después sube escoltado en un autobús que lo lleva a un centro de acogida temporal situado en Kent.
Allí podrán pedir asilo y realizar una primera entrevista, según la ley. Luego serán enviados a algún centro de alojamiento financiado por el Estado. Quedan por delante meses de procedimientos administrativos. Pero en una economía muy liberal abierta a la mano de obra barata, permanecer en la clandestinidad no asusta a los migrantes.
Walid está dispuesto a hacer lo que sea para ganarse la vida, por fin está en el Reino Unido.
Al otro lado del Canal, Falah está muy contrariado. Al final no pudieron cruzar y tiene la moral por los suelos por este nuevo fracaso. Extenuados y sin perspectivas de futuro, el padre y sus hijas siguen esperando.
*Crónica por AFP