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La utopía económica de Gorbachov

Gorbachov, el hombre bueno que no llegó a tiempo y tuvo mala suerte, murió en Moscú a los 91 años de edad. Repaso a las ideas económicas con las que llegó al poder en 1985.

1 de septiembre de 2022
Mijaíl Serguéyevich Gorbachov, el último jefe de Estado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS)
Mijaíl Serguéyevich Gorbachov, el último jefe de Estado de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) | Foto: Getty Images

Es muy difícil revivir ahora, incluso para aquellos que vivimos los últimos años de la Unión Soviética, la situación en la que millones de personas vivían cuando Mijaíl Serguéyevich Gorbachov fue elegido secretario general del Partido Comunista de la URSS, en marzo de 1985.

Aunque no llegaban demasiadas imágenes, y muchas de ellas estaban fabricadas, era evidente que las largas colas de personas esperando la distribución de alimentos o los impresionantes desfiles militares eran parte del imaginario común de ese otro mundo que se extendía desde Berlín hasta Vladivostok y que inspiraba miedo, según un buen número de canciones en Occidente.

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Tuvo una influencia decisiva en el siglo XX. Como líder del partido de la Unión Soviética, escribió la historia mundial. | Foto: Alianza DW

A menudo se ha dicho que Gorbachov quería, por fin, implantar el capitalismo. Nada más lejos de la realidad. Llegó dispuesto a cambiar las cosas, pero fue un marxista-leninista convencido. Había analizado con cuidado los fallos en la aplicación de la doctrina leninista en la URSS y, seguro de que la idea era buena, pero estaba mal aplicada, concibió la doctrina de la perestroika (reconstrucción en ruso) no para desmantelar el comunismo, sino para hacerlo mejor y más efectivo. Con esa promesa fue elegido secretario general del partido y a ello dedicó sus esfuerzos.

La visión económica de Gorbachov

En junio de 1987 presentó su propuesta económica para reconducir la maltrecha economía soviética: las fábricas y otros centros de trabajo tendrían la oportunidad de elegir a sus gestores y de decidir en asamblea a qué dedicar sus horas de producción, una vez que las cuotas estatales hubieran sido satisfechas.

También podrían establecer sus precios de venta y sus revisiones salariales anuales. Algunos sectores en concreto, sobre todo en el sector servicios y en la pequeña industria, podrían volver en parte a manos privadas, como en el caso de la economía leninista antes de los planes quinquenales de Stalin, y de manera muy parecida a como Tito había implementado la doctrina comunista en Yugoslavia.

Gorbachov quería desmantelar la economía de guerra permanente que había creado Stalin reivindicando lo que él llamaba el factor humano. Creía que el comunismo no estaba funcionando no porque fuera erróneo, sino por la desafección social generalizada con respecto a la doctrina marxista-leninista. Gorbachov nunca planeó el desmantelamiento de la propiedad estatal, que tendría que ser siempre mayoritaria, ni la desregulación de la productividad de la industria pesada por parte del Estado.

Lo que Gorbachov quería era volver al comunismo en su estado original, antes de que sucumbiera a una centralización y supervisión excesiva y paranoica por parte de Stalin. Para eso mismo diseñó la glasnost, que significa, simplemente, apertura. Gorbachov estaba convencido de que, si se daba voz a las ideas de los ciudadanos, como se había hecho en los soviets del principio de la Revolución, y se volvía a una gestión asamblearia de la economía, los ciudadanos se darían cuenta de las bondades de tener voz propia y propiedad estatal al mismo tiempo. Esperaba que el descontento y la desafección desaparecieran de las calles y que una mayor ilusión por parte de los trabajadores hiciera subir, definitivamente, las cotas de producción.

Así, la Unión Soviética podría, por fin, invertir la balanza de pagos que le forzaba a destinar dos quintos del gasto total en divisas a la importación de alimentos. A principio de los años 80 no podía invertir las ganancias de sus exportaciones a Occidente en comprar tecnología y equipamiento industrial avanzado porque había que invertirlas en comprar pienso para animales.

El fin de la carrera armamentística no fue un signo de paz, aunque quizá también: simplemente, la URSS no tenía piezas para los cohetes. La cuestión sería jocosa si no fuera porque esa fue, en gran medida, la razón del accidente nuclear de Chernóbil, en 1986.

Unidos en el descontento

Como todas las personas que optan por la vía intermedia, sus intentos de reforma no contentaron a nadie. Para los ciudadanos de Rusia el comunismo estaba agotado y la glasnost sirvió para dar voz al descontento y a la miseria acumuladas.

Para el partido, su apertura significaba el fin de la corrupta economía sumergida en dádivas y prebendas. Para los que se convertirían más tarde en oligarcas de la mano de Boris Yeltsin, malbaratando los cupones que otorgaban a sus conciudadanos hambrientos su parte proporcional de los bienes estatales, las reformas tenían que ser más rápidas y más salvajes. Para los ciudadanos de la mayoría de las repúblicas de las URSS y de los países del Pacto de Varsovia, el fin de un sistema que dictaba órdenes desde Moscú tenía que llegar a su fin cuanto antes.

Mijáil Sergeyevich soñaba con volver a 1920. En el verano de 1991 sus enemigos políticos intentaron un golpe de Estado contra él mientras estaba de vacaciones. Gorbachov se vio obligado a desmantelar la URSS, el mayor imperio del siglo XX, y, aunque no fue de manera del todo incruenta, queda el consuelo de pensar que podía haber sido mucho peor.

Occidente, que en pocos años resolvió una situación estancada durante décadas, lo elevó a los altares de la socialdemocracia capitalista. Gorbachov fue el hombre bueno que no llegó a tiempo y tuvo mala suerte. El idealista que, visto todo lo que ha venido después, fue la gran oportunidad perdida de Rusia para formar parte de Europa.

Por: Susana Torres Prieto

Doctora en Filología. Especialista en estudios eslavos y medievales. Directora Académica de Humanidades en IE University & IE Business School, IE University

Artículo publicado originalmente en The Conversation

The Conversation