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Lo más triste del funeral de la reina Isabel II: la procesión de los príncipes George y Charlotte en la despedida de su bisabuela
Para el príncipe William, llevar a sus niños a la ceremonia no fue una decisión fácil.
El funeral de la reina Isabel II estuvo lleno de momentos especiales. Pero quizá ninguno tan tierno y nostálgico como la presencia de sus dos pequeños bisnietos: George, de nueve años, y Charlotte, de siete. Los dos niños son hijos de William y Kate, los sucesores al trono del rey Carlos III y la familia más querida de la monarquía británica.
Llevar los niños al entierro era una decisión díficil. William, que creció acosado por las cámaras y en medio del escándalo de su madre, nunca ha querido que sus hijos vivan esa misma presión. Sin embargo, la presencia de George, como el segundo heredero al trono era un símbolo que no podía faltar para enviar un mensaje de continuidad de la monarquía. El más pequeño de la familia, el príncipe Louis, sí se quedó en casa.
Los dos niños ya habían participado este año en la ceremonia de aniversario de la muerte de su bisabuelo, Felipe de Edimburgo. Llegaron a la abadía de Westminster en coche con su madre y con la reina consorte, Camilla, y se sumaron en una procesión solemne en el último tramo dentro del Westminster Hall, acompañando a su papá, quien venía a pie.
El mundo comenzó a pensar en lo inevitable cuando llegó el primer comunicado del palacio de Buckingham. “Después de una evaluación adicional esta mañana, los médicos de la reina están preocupados por la salud de su majestad y han recomendado que permanezca bajo supervisión médica”, decía el texto oficial.
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Así se vivió la muerte de la reina Isabel II
La palabra preocupación no suele estar en las comunicaciones de la realeza. La agenda de la monarca se canceló y ella se recluyó en Balmoral, ese castillo idílico en Escocia donde ella contaba que pasó sus mejores momentos. El planeta enteró comenzó a temblar. La humanidad fue testigo de ese angustiante minuto a minuto.
Primero se anunció que el príncipe Carlos y Camilla Parker habían salido a Balmoral de urgencia. Luego, también viajaron William y Kate. Después, Harry y Meghan partieron desde Londres. Al final, la noticia se confirmó y el planeta se estremeció. El Reino Unido sin la reina Isabel II, un escenario que nadie quería imaginarse.
La monarca había sido por 70 años el símbolo más importante y querido de ese país. Había sobrevivido guerras, decenas de primeros ministros, varios papas. Ningún escándalo la había hecho ni siquiera tambalear y aún en la novelesca vida llena de intrigas, celos, infidelidades y peleas de la casa real británica, había logrado mantener siempre la sabiduria y la calma.
La reina Isabel II siempre supo lo que era. Una anécdota refleja el enorme poder de convicción de su cargo. Una vez, se trenzó en una pelea con la reina Madre, que le espetó: “¿Quién crees que eres?”, a lo que su hija contestó: “La reina, mami, la reina”. El chiste refleja su humor pícaro, pero no su real modo de ser.
Su historia de vida es fascinante. Su coronación, en 1953, fue ante todo un sacramento, por el que aceptó cumplir con un magisterio más que con un servicio político. Con devoción, pero también con astucia, se volvió la exitosa jefa del Estado que tuvo el trono británico, lo cual se repetirá difícilmente.
Según The Times, para hacerse una idea de cuánto ha abarcado la reina, si su coronación fue vista por 20 millones de espectadores en el entonces raro televisor en casa de un privilegiado vecino, la de su sucesor la presenciarán miles de millones, muchos desde su teléfono inteligente. Si en 1955 la casa real envío 395 telegramas de felicitación a ciudadanos que cumplían 100 años, en 2020 la cifra ascendió a 16.254.
Y pensar que cuando subió al trono recibió los pedazos rotos de un imperio en que no se ponía el sol. Le esperaba ceder, con una sonrisa, más poder del que habían perdido sus antecesores. No tenía cómo definir una era, como Isabel I o Victoria I, señaló el diario. Pero a punta de constancia, de leer el ánimo de la nación, de vivir en el presente y de hacerse la mujer confiable y digna con la que todos quieren ser asociados, regeneró el trono.
Hizo de la monarquía una institución “que permea las capas más profundas de la sociedad y que, como ninguna otra, atiende las necesidades cotidianas del país, agradeciendo y visitando a quienes lo requieren”, según su biógrafo Robert Hardman.
Pocos han lidiado tantos escándalos familiares, pero ella es la única que jamás avergüenza al país. De ahí que el apoyo de los británicos haya sido abrumador aun en las horas más bajas. Y que la tristeza se haya apoderado del Reino Unido y del planeta ahora que ya no está.
Siempre fue dueña de lo que callaba y por eso encarnaba un misterio. Si un huésped ilustre la tentaba con hablar de política (lo tiene prohibido), sagaz, respondía: “Interesante, señor presidente, creo que el secretario de exteriores querrá tratar eso con usted”.
Casi llegó a los 100 años, envejecida, pero no caducada. Y hasta el último día ostentó autoridad. Maestra del soft power, nunca estuvo en el crepúsculo sino en la cima, mientras que su reinado y su vida extraña y compleja engrosaron los anales de los récords y la historia.
Testigo excepcional de la historia
Barack Obama, su amigo, dice que Isabel es de esos gigantes cuyas vidas han abarcado momentos tan trascendentales que no necesitan posar ni comerciar con modas ni encuestas; que hablan con profundidad y conocimiento, sin acudir a citas. En efecto, ella vio lo peor de la Guerra Fría, la caída del muro de Berlín, la Perestroika, la revolución científica y tecnológica, guerras como las de Vietnam, Corea, el Golfo Pérsico y Afganistán; y el surgimiento de China.
Reina por una carambola
En 1936, Eduardo VIII, sumió al trono en su peor crisis, al abdicar por no poder convertir en su reina a la divorciada estadounidense Wallis Simpson. Lo sucedió su hermano, Jorge VI, cuya hija mayor con Elizabeth Bowes-Lyon era Isabel, nueva heredera al trono. En 1952, ella se convirtió en la cuadragésima monarca británica desde el siglo XI y cuarta de la dinastía Windsor.
Pompa y circunstancia
Fue coronada el 2 de junio de 1953 en una ceremonia religiosa envelada en fastuosidad y misterio, bajo la dureza de la posguerra. “Tienen que verme para creerme”, explicó la reina al permitir, por primera vez en la historia, la transmisión del rito por televisión. Eso sí, las cámaras tuvieron que apagarse en la unción de Isabel con una receta secreta de aceites, herencia de la tradición bíblica.
Todos quieren con la reina
Es una especie de “anticelebridad”, pues es más feliz junto a sus caballos y perros en el campo que vestida de gala. Pero todo el “quién es quién” ha querido untarse un poco de su prestigio único. Si quisiera ufanarse de su “vanidoteca”, nadie la vencería, además de que a través de ella se podrían relatar estos 70 años y miles de anécdotas. Con Jackie Kennedy no hubo química en los tiempos en que eran las mujeres más famosas del mundo. En cambio, hizo excelentes migas con Michelle Obama, quien descubrió que para ella la humanidad es más importante que el protocolo. De Hollywood, ni hablar. Se ha visto la cara con las reinas de la pantalla, desde Marilyn Monroe a Angelina Jolie, al tiempo que Helen Mirren u Olivia Colman la han interpretado.
El reinado en cifras
34 países de los que fue jefa de Estado, que hoy se reducen a 15, como Canadá, Australia, Jamaica, entre otros.
13 presidentes de Estados Unidos que conoció. Solo le faltó Gerald Ford.
7 papas con los que se entrevistó. No lo pudo hacer con Juan Pablo I, pues duró 33 días en el pontificado.
100 países que recorrió.
150 visitas oficiales, con lo cual le dio varias veces la vuelta al mundo.
112 visitas de Estado de las que fue anfitriona.
30.000 personas que invitaba cada año a sus garden parties, en las cuales se consumían 27.000 tazas de té, 20.000 sánduches y 20.000 rebanadas de torta.
510 fundaciones benéficas bajo su protección, a través de las cuales recogió más 1.500 millones de dólares.
21.000 compromisos que cumplió en su reinado.
4000 leyes a las que les dio el consentimiento real.
200 retratos para los que posó.
La reina y los primeros ministros
Mientras que en los regímenes presidencialistas de Estados Unidos y Colombia el primer mandatario es jefe de Estado y de Gobierno a la vez, en una monarquía parlamentaria como el Reino Unido, la reina era la jefa del Estado, que representa lo perdurable, y el primer ministro es el jefe del Gobierno, que vive del ritmo cambiante de la política. En su relación, la reina cumplía un rol asesor, cada vez mejor, en virtud de la sabiduría que ha atesorado. En total tuvo 14 ministros, comenzando con el gran Winston Churchill. Con ellos se reunía cada semana, en privado, sin ningún registro. Ellos mismos afirman que son conversaciones que no pueden tener con nadie más, de las que salían mejor de lo que entraban, pues parecían una especie de alta terapia, en la que ella escuchaba quejas, pero no dejaba ver de qué lado estaba.
¿Cuánto ganaba la reina?
Recibía un pago anual del gobierno, el Sovereign Grant, que el año pasado fue de unos 106 millones de dólares. Esta suma la gastaba en remunerarse a sí misma y a los miembros de su familia, además del mantenimiento de sus palacios. Se obtiene del Crown Estate, patrimonio consistente en unas 14.000 propiedades y que no pertenece ni a la reina ni al Estado, sino que es administrado independientemente. También se financia con el Ducado de Láncaster (18.000 hectáreas de tierras), con ganancias de unos 24 millones de dólares anuales.
¿Cuál es su trabajo?
Funciones como abrir el Parlamento y dar consentimiento a las leyes son puramente ceremoniales, pero la relevancia de su misión se explica en que una jefe de Estado vitalicia como ella no pensaba en cuatrienios o sexenios, como en las democracias en que estos se eligen, sino en generaciones. Al contrario de las monarquías antiguas, en esta de corte moderno, ella no era una dirigente que gobernaba o sometía a los súbditos sino que les servía, como símbolo viviente del país y del Estado.
¿Por qué la adoraban los británicos?
Su popularidad siempre bordeó el 70 u 80 % y una de las virtudes que más citan los súbditos para justificarlo era su apego a la tradición. Además, apreciaban el sentido de continuidad del país a través de su profunda conexión con ella y la familia real, pues les recordaba el pasado, pero también los hacía pensar en el futuro. En últimas, su mayor poder era el liderazgo emocional que ejercía sobre su pueblo, que pedía su salvación en el himno nacional, la veía como un símbolo sagrado y le era leal a toda prueba. Pasada la crisis de la pandemia y tras la partida de su amado esposo Felipe, le dio a la nación un nuevo sentido de propósito.
El annus horribilis
A pesar de Isabel, la monarquía ha tenido picos y valles de popularidad. Era alta tras la coronación, bajó en los tempranos sesenta, repuntó al final del decenio, se desplomó en los noventa. En 2002 empezó a recuperarse, pero cayó en 2019 con escándalos que aún resuenan. Pero nada como 1992, cuando los matrimonios de sus tres hijos mayores fracasaron en feas circunstancias: la pelea de Carlos y Diana tomó visos siniestros. Sarah Ferguson, esposa de Andrés, fue expuesta en portada con su amante en escenas lascivas. Y Ana se divorció de Mark Phillips, tras infidelidades mutuas. Para colmo, el centenario castillo de Windsor se incendió. “No puedo creer que me esté pasando esto”, se quejó Isabel. En una cena en la alcadía de Londres, usó la expresión en latín annus horribilis (año horrible), para expresar cómo recordaría siempre tal seguidilla de tragedias que hizo tambalear su trono como nunca.
Los príncipes “problema”
En muchas familias los segundos hijos son fuente de dramas mayúsculos y los Windsor lo reflejan con creces. La primera gran turbulencia del reinado de Isabel se dio porque su única hermana quería casarse con un divorciado, Peter Townsend, algo inaceptable socialmente, y eso desató una crisis constitucional por dos años (1953-1955). Al final, ella desistió. Más recientemente, Andrés, segundo varón de la reina, ha sido la mayor causa de vergüenza para su apellido, porque no pudo demostrar su inocencia de las acusaciones de abusar sexualmente de una menor que le habría presentado el pedófilo Jeffrey Epstein. Su madre le retiró sus funciones, títulos militares y hasta el tratamiento de alteza real. Su último dolor: el rifirrafe de Harry, segundo hijo de Carlos y Diana, quien tras su escandaloso retiro de la monarquía en 2020, junto con su esposa Meghan Markle.
La Commonwealth: su proyecto bandera
La reina fue la principal diplomática del reino. Sus encuentros, como huésped o anfitriona, con los líderes de todo el globo, sirvieron para crear lazos cálidos, antes de que el gobierno entre en materias más crudas. Pero su mayor obra como estadista fue la consolidación de la Commonwealth o Mancomunidad de Naciones, que agrupa a 54 países excolonias del imperio británico, es decir 2500 millones de habitantes en cinco continentes. El terco impulso de la monarca la volvió, según The Times, una organización influyente en temas como cambio climático, apartheid y deportes. Ello, así mismo, la volvió adalid del multiculturalismo, pues la entidad trajo al Reino Unido una ola de inmigración desde los años 1950, que transformó a un país totalmente blanco en uno rico en diversidad racial y cultural.