LOS EJERCITOS DE LA NOCHE
El general Westmoreland inicia una batalla jurídica para salvar su honor
Todo empezó bajo la luna del Tet, período en que cambia el año, según el calendario del sudeste asiático. Las fuerzas del Vietcong sostuvieron una ofensiva que resultó aplastante para las fuerzas de ocupación norteamericanas y éstas debieron preguntarse no sólo "¿cómo diablos operan?" sino --más sencillamente-- "¿cuántos son?". No lo habían evaluado, olo habían evaluado mal, así como la capacidad combativa de ese ejército irregular y harapiento. Las primeras referencias obtenidas por la inteligencia militar hablaban de 70.000 efectivos, las siguientes de 120 mil. Tras la ofensiva del Tet, el general William Westmoreland, comandante en jefe, debió aceptar que se acercaban a los 300.000. Disentía radicalmente con los informantes de la CIA, que hablaban de 600 mil y hacían crecer ese número hasta cerca del millón, incluyendo a activas mujeres, activos niños y ancianos. "Los llamaban fantamas" reconoció un combatiente, ante la corte de justicia hoy convocada. "Aparecían y desaparecían como seres de otro mundo se movilizaban de noche, por la selva tendiendo trampas e instalando minas; obscurecían el crepúsculo cuando aparecían ante nosotros".
El soberbio comandante los desestimó, de cualquier modo. Condujo la guerra como una simple máquina de matar "a tantos como encontrara y a sus reemplazos". A la hora de los contrastes y las evaluaciones, no supo cómo pintar la realidad que enfrentaba, ni ante quién hacerlo. Así lo interpretó, al menos, un joven periodista --George Crile-- quien desde 1980 estuvo insistiendo ante la cadena CBS de televisión para que le auspiciara un atrevido documental sobre el tema.
La aceptación llego en 1982 y la bomba estalló en 1984, hace sólo un par de meses, cuando el popular programa 60 minutos divulgó la información obtenida con el mismísimo Mike Wallace --estrella periodística de la casa-- como portavoz. Samuel Adams, antiguo analista de la CIA en asuntos de Vietnam, aportaba también su testimonio sobre el posible ocultamiento de datos por parte de Westmoreland ante el Presidente de la República, Lyndon B. Johnson, y el secretario de Defensa, Robert McNamara: algo tan grave en la instancia militar como en el plano político, si llega a probarse, pues indica timoratez en el primer caso (el peor de los defectos militares) y una especie de ablandamiento de la vida institucional en el segundo... mientras caen vidas en un remoto campo de batalla.
Con el título de Los enemigos no contados: una decepción en Vietnam, se lanzó al aire el programa del escándalo. Westmoreland le salió al cruce varias semanas más tarde, con una demanda por 120 millones de dólares: cifra nada escalofriante si tenemos en cuenta que purgaría "la mayor calumnia de la historia en este país, y posiblemente en el mundo. Más de 400 mil folios ya se han acumulado en el despacho del juez Leval, quien pronosticó unas diez semanas de trabajo al iniciar su labor, pero ya acepta que esto "puede durar 12 años".
Entre los testigos que convocó Dan M. Burt, el abogado de Westmoreland, figuran Richard Helms y William Colby, antiguos dirigentes de la CIA, y Walt Rostow, quien fue consejero de Seguridad Nacional del Presidente Johnson. Entre los documentos que presenta David Boies, el joven y sonriente abogado de la CBS, hay una filmación del propio Wesemoreland, reconociendo en forma pública que a Lyndon Johnson "no le agradan las malas noticias". Un cuarto testigo aportado por la acusación, Robert W. Komer --representante civil de Johnson en Vietnam-- no le hizo mucho beneficio a ésta, al reconocer que en una reunión de trabajo el General había expresado por aquel entonces: "¿Qué le voy a decir a la prensa, al Congreso y al Presidente?". El asunto que lo preocupaba era su tardía evaluación sobre la magnitud de las fuerzas del enemigo, pues al concluir la ofensiva del Tet (a principios de 1978) ya no cabían dudas de que eran más de 400 mil, como mínimo cien mil más de los aceptados por el comandante en jefe oficialmente.
Nacido en Carolina del Norte, miembro de la 70a promoción de West Point, el robusto e impávido General más parece un burócrata uniformado que un espíritu abierto al cambio de los tiempos: jamás se interesó en conocer la lengua o las costumbres de sus enemigos, no combatía los fines de semana pues desde siempre había sabido que esos eran los dias de descanso... Instalado en ese importantísimo cargo, por decisión del Senado, mantuvo su altivez en los reveses hasta que fue relevado por el General Abrams en 1968, con el sólo objeto de concluir esa contienda sin gloria. Hoy, retirado de la actividad, Westmoreland inicia una batalla jurídica para salvar su honor y responsabilidad en tres puntos: 1. haber estimado erróneamente a sus enemigos durante una lucha armada; 2. haber suprimido o alterado información que debía brindar a sus jefes naturales: el Presidente y el secretario de Defensa, más el propio Congreso; 3. haber ordenado o permitido que un oficial de su servicio de inteligencia interceptara y ocultara una información más fidedigna que se había cursado por vía cablegráfica.
"Han convertido una discusión académica en un escándalo público", dijo su abogado ante la corte judicial. Pero, la discusión no era académica sino operativa, cuando se daba entre sus propios agentes y los de la CIA, en la evaluación de la guerrilla vietnamita. Y el escándalo, por otra parte, ya es incontenible: a la iniciativa del Times, que sigue los sucesos desde el penúltimo sábado, se fueron sumando otros órganos de información: la revista Newsweek, en su último número le dedica 10 páginas al importante suceso.
Lo que está en juego es, ante todo, un sistema de vida y de valores: el que gravita sobre un funcionario acostumbrado a dar a sus jefes las noticias que éstos desean --nos afirmaba un periodista local--. Pero también hay otro aspecto en el "caso Westmoreland": es el derecho de los órganos periodísticos a informar, a opinar, e inclusive a equivocarse, siempre y cuando no se vea en ellos una flagrante mala intensión. Así lo percibió el propio Newsweek al acompañar su comentario con una sucesión de casos en los que los editores debieron enfrentar fuertes demandas económicas tras la publicación de inquietantes artículos.
Claro que no siempre eso termina mal: el Washington Post se benefició con dos millones 200 mil dólares tras salir airoso de un juicio que le iniciara la Mobil Oil Corporation. El Wall Street Journal, en cambio, prefirió expulsar a su reportero Foster Winas, antes de enfrentarse a un conflicto de esa especie y optó por pagar 800.000 dólares a dos dirigentes de un movimiento huelguístico, antes que ser llevado a la Corte por los mismos. Publicaciones como Penthouse tienen ya una rutina establecida en materia de litigios, pero se trata más bien de una vía promocional generalmente referida a las fotos de cierta joven que quiso o no quiso posar desnuda, o que en todo caso sólo quería halagar la vista de sus dilectos amigos, no de un millón de lectores.
Como una forma de censura --civil, legal e independiente, pero censura al fin-- se está interpretando esta tendencia jurisprudencial en el campo periodístico norteamericano. Mientras tanto, la CBS afirma que está defendiendo el derecho a informar y que "nosotros no debemos demostrar que ellos actuaron mal (sino) ellos deben demostrar que nos hemos equivocado".
Al salir de cada audiencia, el robusto General mira el otoño neoyorquino --más cálido de lo habitual-- y recuerda, tal vez, otra humedad, otros calores: los de Saigón y aquellos años bajo otros atardeceres, cuando descubría una falla en su formación militar: los profesores de West Point nunca le habían dicho que entre sus futuras obligaciones como jefe superior estaría la de contar fantasmas...--