BRASIL
Lula Da Silva: jaque al rey
Con la ratificación de la condena contra el expresidente se acerca el cierre de un ciclo político en Brasil, mientras el gigante continental da otro paso hacia la incertidumbre.
Multitudes de seguidores de Lula da Silva esperaban en las calles el veredicto del Tribunal de Apelaciones de Porto Alegre, mientras el expresidente se mantenía a la expectativa. Sabían que estaba en vilo el futuro político no solo del exdirigente sindical, sino el del país entero. Y cuando se conoció el resultado, estallaron las protestas. Lula se sumó al insistir en que desafiaría la sentencia que lo inhabilitaría, y seguiría adelante con sus planes de presentar su nombre a las elecciones presidenciales de octubre. De ese modo, comenzó el jueves un capítulo que podría significar la muerte política del expresidente, o un desenlace que aún resulta incierto.
Es que, a pesar de los procesos judiciales en su contra, Lula sigue siendo el político más popular de Brasil, con 36 por ciento de intención de voto a menos de 9 meses para las elecciones presidenciales. Su casi inevitable salida de la competencia deja un vacío difícil de llenar: el segundo en la fila es ni más ni menos el polémico candidato evangelista y de extrema derecha Jair Bolsonaro, con un 18 por ciento de preferencias, según Datafolha. El actual presidente, Michel Temer, también acusado de sobornos, alcanza apenas un 5 por ciento de popularidad. Con la mancha de la corrupción que todo lo tiñe en Brasil, no se vislumbra la figura que pueda compensar el carisma del líder caído en desgracia.
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El obrero metalúrgico que llegó hace 15 años a la Presidencia de Brasil cambió la política continental. Como tantos millones de nordestinos, Lula abandonó su empobrecido Pernambuco para dirigirse a São Paulo, donde a los 12 años empezó como limpiabotas para luego trabajar como obrero metalúrgico en el famoso cinturón industrial del ABC. A fines de los años setenta, fundó en ese enclave la poderosa central sindical CUT y el Partido de los Trabajadores (PT), toda una novedad en la política continental y mundial. Al frente de los obreros del pujante cinturón industrial paulista, encabezó las enormes manifestaciones y huelgas que tiraron abajo la dictadura militar a mediados de los años ochenta.
En sus dos gobiernos (2003-2010), 30 millones de personas salieron de la pobreza extrema y surgió una nueva clase media, se mejoró la educación, la economía creció con fuerza empujada por los altos precios de las materias primas. Al terminar los mandatos presidenciales, su popularidad era envidiable: un 80 por ciento. Pero el milagro se agotó. Su sucesora, Dilma Rousseff, terminó destituida por el Congreso en 2016 por una incorrección administrativa, aunque varios de sus acusadores tenían un prontuario de corrupción impresionante.
Lula parecía intocable, pero lo alcanzaron las denuncias de la Operación Lava Jato, el esquema de sobreprecios y sobornos pagados por Odebrecht y otras empresas de la construcción para conseguir contratos con el Estado en Brasil y América Latina.
El cuestionado juez Sergio Moro lo acusó de corrupción pasiva y lavado de dinero por la supuesta compra de un apartamento en el balneario de Guarujá, estado de São Paulo, a cambio de favorecer a la constructora OAS, aunque no existe ningún documento a su nombre. Lula fue condenado en primera instancia en julio de 2017, y la sentencia quedó ratificada por unanimidad este 24 de enero por un tribunal de segunda instancia que aumentó la condena a 12 años y 1 mes de prisión.
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Vacío político
El analista brasileño Murillo de Aragão, profesor de la Universidad de Columbia, dijo a SEMANA desde Nueva York que “fue una decisión judicial con bases, no un juicio político sino técnico, pero que lamentablemente tendrá una repercusión muy importante”. Según el experto, hay que separar las dos cuestiones: por un lado, “un proceso judicial con pruebas” y, por otro lado, “la repercusión porque Lula es un ícono de la política brasileña y está al frente en las encuestas”. “Si fuera a la segunda vuelta contra Jair Bolsonaro, Lula ganaría. Contra otro candidato perdería porque él también tiene la más alta tasa de rechazo, casi un 40 por ciento”, expresó el experto.
La decisión judicial abre un camino incierto, pues el carisma del obrero presidente ha sido el pivote de la política brasileña en este siglo. “Sin Lula se abre el campo para un candidato nuevo”, pero todavía es muy temprano para hacer pronósticos, ya que faltan casi nueve meses para las elecciones.
Según Murillo de Aragão, “la estrategia del PT es forzar una situación en la cual él sea el candidato” y esperar a que la justicia defina. En efecto, el partido lanzó su candidatura al día siguiente de conocerse la sentencia. Sin embargo, hay muchos obstáculos por delante. “Probablemente, después de la decisión de los tres jueces, su nombre va a quedar vetado porque de acuerdo con la ley de ‘ficha limpia’, aprobada durante su mandato en 2010, un candidato no puede tener una condena en segundo grado”, señaló el analista.
Todavía existen varias instancias judiciales, pero el camino se cierra cada vez más. En últimas, el Tribunal Superior Electoral (TSE) definirá si Lula puede registrar su candidatura, mientras se agotan los recursos en el ámbito penal. Por el fervor popular que Lula provoca, tampoco se lo puede descartar de plano. Otros políticos condenados han vuelto al ruedo, como el expresidente Fernando Collor de Mello, que renunció en 1992 ante la amenaza de juicio político y ganó una curul de senador en 2006.
Además, entre los enormes casos de corrupción juzgados en Brasil, el de Lula parece una pequeñez: en septiembre de 2017 el exgobernador de Río de Janeiro Sergio Cabral, del PMDB, el partido del presidente Temer, fue condenado a 45 años y 2 meses de cárcel por los delitos de corrupción pasiva, lavado de dinero y asociación ilícita por un escándalo que envuelve más de 50 millones de reales (16 millones de dólares).
Hasta Temer fue acusado de corrupción y obstrucción de la justicia, con grabaciones encubiertas en las que avala el pago de un soborno,. Pero el Congreso, dominado por sus partidarios, evitó que fuera juzgado y separado del cargo, al tiempo que muchos de sus ministros y compañeros de partido han sido procesados.
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Pero el daño está hecho. A pesar de que la popularidad de Lula se mantenga alta, sobre todo en el nordeste, el exmandatario perdió su capacidad de atraer el voto no petista, el de la clase media urbana, asqueada de los escándalos de corrupción y muy desconfiada, pues no cree que estos entramados delictivos no lo hayan rozado.
Para el PT, reducir la campaña electoral a la defensa de Lula también es riesgoso porque le puede impedir llegar a los sectores de clase media que perdió en los últimos años. La situación es que, si bien el PT no supo construir una alternativa a Lula para ofrecer a la ciudadanía, el centro político tampoco promete una figura atractiva, dividido como está entre varias alternativas. De esta manera, surgen espacios para variantes extremas, como la de Bolsonaro, pero que difícilmente arrastren a la clase media y al nuevo electorado.
Hoy por hoy, Brasil es un país polarizado, en el cual una parte sigue viendo a Lula como el ídolo que le permitió salir de la miseria, y otra parte lo acusa de la corrupción que llevó al país a la grave crisis política que atraviesa. Entre los dos extremos, todavía no surge una nueva estrella.