FRANCIA
Macron enfrenta una cólera amarilla en Francia
Las vibrantes protestas de los ‘chalecos amarillos’ en Francia muestran un movimiento heterogéneo que oscila entre legítimas reivindicaciones y el populismo de extrema derecha. Su impresionante determinación hace temblar al gobierno de Emmanuel Macron.
A diferencia de la mayoría de las revueltas que han marcado la historia francesa de insurgencia, las recientes protestas contra la política del gobierno galo no nacieron en París, sino en las regiones olvidadas, en los campos, en las zonas periurbanas y ciudades medianas. No emergieron de la burguesía heredera del Siglo de las Luces que acompaña y moviliza a un pueblo en cólera. Brotaron del seno de una clase trabajadora que se dice asfixiada por los impuestos de un Estado del que se siente abandonada.
Obreros, artesanos, vendedores, desempleados, vigilantes, transportadores, agricultores, ganaderos, entre muchos otros, desembocaron en la avenida de los Campos Elíseos la semana pasada para protestar contra el aumento de los impuestos al diésel. Todos lucían el chaleco reflectante amarillo, obligatorio en el equipo de carretera, que se ha convertido, para ellos, en el símbolo de la lucha contra un poder que no los escucha. Barricadas, piedras, tiendas despojadas e incendios espectaculares adornaron la que algunos consideran la avenida más bella del mundo. En total, 106.000 ‘chalecos amarillos’ se manifestaron ese día en todo el país. Una semana antes lo habían hecho 287.000, en la primera jornada de protesta marcada por interminables bloqueos en las autopistas.
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El gobierno de Emmanuel Macron detonó esta furia popular cuando decidió aumentar los impuestos sobre el diésel, cuyo litro oscila hoy en alrededor de 1,5 euros, 30 céntimos más que hace un año. El presidente busca suprimir las ventajas fiscales sobre este carburante, que desde la posguerra ha recibido un tratamiento tributario favorable. En 2022, este combustible, utilizado por cerca del 61 por ciento de los automovilistas franceses, tendrá los mismos impuestos que la gasolina.
Las protestas escalaron desde hace dos semanas, cuando Macron decidió aumentar los impuestos sobre el diésel, cuyo litro oscila hoy en alrededor de 1,5 euros. El 61 por ciento de los usuarios franceses usa ese combustible.
Esa política fiscal busca desincentivar el carro de motor de combustión interna y financiar la transición ecológica. El gobierno no cesa de repetir que la contaminación provoca anualmente 48.000 muertos en Francia y, por eso, esta medida es indispensable. Sin embargo, esa tasa ‘verde’, sumada al aumento del precio del barril de petróleo, cuyo valor se ha triplicado en dos años, diezma el poder adquisitivo de una parte de la población. Justamente, la que vive alejada de los ejes de transporte público depende del carro y no tiene suficiente dinero para invertir en medidas ecológicas, como un carro eléctrico.
La exasperación tributaria de los ‘chalecos amarillos’ se mezcló rápidamente con otras reivindicaciones, originadas en un sentimiento de abandono y de inequidad a cargo de un Estado más presente en las ciudades que en las zonas periféricas y rurales. “Es un movimiento profundamente variopinto que reúne una experiencia compartida y descontentos diversos, como el costo de vida o el sentimiento de injusticia sobre una política que privilegia a los más ricos y obliga al resto a hacer esfuerzos”, explicó a SEMANA la historiadora Mathilde Larrère, especialista en movimientos revolucionarios y profesora de la universidad Paris-Est Marne-la-Vallée.
Si Macron no logra convencer a los manifestantes, abrirá las puertas para que los extremistas ganen terreno
Por eso, los ‘chalecos amarillos’ expresan un malestar general sobre sus condiciones de vida y acusan a Macron de haber empeorado la situación desde que llegó al poder en mayo de 2017. Una de las primeras decisiones de este antiguo banquero consistió en suprimir el impuesto de la solidaridad sobre la fortuna (ISF), que gravaba a los más ricos. Casi al mismo tiempo, disminuyó las subvenciones de vivienda que favorecen a los más pobres y redujo las pensiones, lo que provocó la ira de los jubilados.
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Sus medidas sociales, como la supresión del tributo sobre la vivienda para las clases medias y bajas, y la disminución de los costos laborales que aumentó automáticamente el salario de los empleados, no compensan, para los manifestantes, su política a favor de las clases altas. Los estudios parecen confirmar ese sentimiento. Según el Instituto de Políticas Públicas (IPP), organismo independiente de investigación, el total de reformas del gobierno representará una pérdida de ingresos de alrededor del 1 por ciento para las clases bajas. Del otro lado, el poder adquisitivo de los millonarios franceses aumentará 6 por ciento.
Para salir de la crisis, luego de dos semanas de silencio, Macron aprovechó un encuentro con actores comprometidos por el clima para pronunciar un discurso dirigido a los ‘chalecos amarillos’. “Quiero decirles a aquellos que se dicen ‘el gobierno habla del fin del mundo y nosotros del fin de mes’ que nosotros vamos a tratar los dos”. Prometió modular el impuesto sobre el diésel en función de los precios del petróleo y así evitar un aumento desmesurado de su precio. También afirmó que llevará a cabo un gran diálogo democrático durante tres meses con los representantes de las revueltas para escuchar sus preocupaciones y encontrar soluciones a sus problemas.
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A pesar de esa señal de apaciguamiento del Elíseo, al cierre de esta edición, los ‘chalecos amarillos’ ya habían anunciado nuevas manifestaciones. En efecto, las medidas del gobierno no responden a los problemas estructurales que hacen que el Estado parezca invisible en las regiones donde nació la ira popular. “La mejor solución sería luchar contra el esparcimiento de las ciudades y contra la desaparición de los servicios privados y públicos de proximidad, pero el gobierno actual hace lo contrario, como los precedentes”, explicó a esta revista Fabrice Flipo, profesor miembro del Laboratorio de Cambio Social y Político de la Universidad París-Diderot.
Marine Le Pen, líder del extremista Frente Nacional, busca capitalizar el descontento francés para convertirlo en votos. Su cruzada por una Francia xenófoba y racista tiene en los ‘chalecos amarillos‘ la oportunidad para acumular el apoyo que precisa su partido.
Si Macron no responde correctamente a ese clamor, el movimiento podría ser explotado por los partidos populistas. Marine Le Pen, cabeza de Reagrupamiento Nacional (antes Frente Nacional) no ha dejado de apoyar la sublevación. La ex candidata presidencial sabe que entre los ‘chalecos amarillos’ se encuentran muchos de los excluidos que ella dice representar. Según un estudio de la Fundación Jean-Jaurès, 68 por ciento de sus electores defienden con fervor las protestas.
Algunos episodios demuestran que una parte de los ‘chalecos amarillos’ ha derivado en un populismo violento. Recientemente, un grupo de manifestantes bloqueó una empresa porque su patrón había contratado tres extranjeros, y otro denunció a seis inmigrantes que se escondían en un camión. Además, en las dos últimas semanas, se registraron varios ataques contra periodistas. Según el Ministerio del Interior, principalmente, grupúsculos de extrema derecha han instigado los desbordamientos en las protestas.
Estas manifestaciones coinciden con el momento en el que Macron prepara las elecciones europeas de mayo de 2019. El presidente quiere liderar un gran movimiento continental para que su idea de una Unión Europea abierta gane contra el populismo que gobierna Italia, Polonia, Hungría, Austria, y que podría instaurarse en Francia.
La ecuación es simple. Si Macron no logra convencerlos en los tres meses que se dio para dialogar y negociar con los ‘chalecos amarillos’, no solo decepcionará a una parte del país que se considera olvidado. También abrirá las puertas para que los movimientos extremistas aprovechen el sufrimiento y la cólera de los ciudadanos para ganar terreno, en Francia y en Europa.