AMÉRICA LATINA

Mandatarios de la región, al banquillo

Nunca antes tantos mandatarios latinoamericanos habían estado en la mira de la Justicia o tras las rejas. Eso habla bien de las democracias de la región, pero también implica graves riesgos para el continente.

1 de abril de 2017

“¿Sabe lo que es levantarse todos los días pensando que la prensa está en la puerta de mi casa porque me van a encarcelar?”. No lo dijo un mafioso ni un estafador, sino nada menos que el expresidente brasileño Lula da Silva durante la audiencia que sostuvo hace unos días en Brasilia por el escándalo de corrupción de Odebrecht. El mismo que tiene imputados o tras las rejas a decenas de exministros, exdiputados y exgobernadores de su país.

Lula no es el único mandatario latinoamericano que se enfrenta a esa coyuntura. En su propio país, su predecesora y heredera política, Dilma Rousseff, fue destituida de la Presidencia en agosto por maquillar las cuentas públicas. Y el actual presidente, Michel Temer, podría correr la misma suerte, pues ha sido imputado por el Tribunal Superior Electoral (TSE) después de que varios arrepentidos de Odebrecht confesaron que su partido recibió donaciones ilegales de esa empresa.

En Perú el panorama es desolador, pues todos sus mandatarios de los últimos 30 años atraviesan líos judiciales graves. A la pena de prisión que está pagando Alberto Fujimori se suma que desde febrero la Justicia investiga a los expresidentes Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, lo mismo que a sus equipos de gobierno y a su entorno familiar. Esto por cuenta de los millones de dólares en sobornos que la compañía brasileña les dió para ganarse jugosos contratos de obras públicas, como el metro de Lima o la carretera interoceánica, que costaron mucho más de lo previsto.

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La sombra de Odebrecht también se ha acercado a los mandatarios de otros países, pues hay indicios de que la empresa financió varias campañas presidenciales, incluyendo la reelección de algunos mandatarios como el salvadoreño Mauricio Funes, el dominicano Danilo Medina, el venezolano Hugo Chávez y el colombiano Juan Manuel Santos. A su vez, los sobornos tienen dando explicaciones al mexicano Enrique Peña Nieto y a su antecesor, Felipe Calderón, pues la compañía ya admitió que repartió más de 10 millones de dólares entre funcionarios de ese país.

Es comprensible que la huella de Odebrecht esté presente en la mayoría de los casos de mandatarios con líos judiciales. Brasil es la mayor potencia de la región y durante la década pasada su proyección continental favoreció la exportación de las prácticas corruptas de esa empresa. Sin embargo, no es la primera vez que la Justicia latinoamericana les pisa los talones a sus mandatarios, ni mucho menos la única razón por la que hay tantos presidentes y expresidentes en el banquillo.

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Por un lado, están los antecedentes históricos de la destitución del brasileño Fernando Collor de Mello en 1992, y la caída del venezolano Carlos Andrés Pérez en 1993 y del peruano Alberto Fujimori en 2000, todos por casos de corrupción. Por el otro, los líos de los gobernantes actuales hacen parte de una tendencia que se ha ido consolidando en la última década y que en tiempos recientes condujo a las destituciones del hondureño Manuel Zelaya, del paraguayo Fernando Lugo y del guatemalteco Otto Pérez Molina, que hoy se encuentra tras las rejas junto con la exvicepresidenta Roxana Baldetti.

Esa tendencia se ha agudizado en el último lustro. En Argentina Mauricio Macri fue imputado a principios de año por conflictos de interés, y la expresidenta Cristina Fernández está siendo investigada junto a sus hijos y a varios personajes de su órbita de lavado de dinero. Y en América Central, el expresidente panameño Ricardo Martinelli está prófugo desde finales de 2015, el salvadoreño Antonio Saca está preso desde enero de este año y su sucesor, Mauricio Funes, se asiló en 2016 en Nicaragua tras conocerse que la Justicia le había abierto cinco procesos.

Esa situación se explica por varios factores, comenzando por el económico. Tras la crisis de 2008 y el fin del boom de las materias primas, las economías se desaceleraron. Y si en las bonanzas la gente se hace la de la vista gorda con la corrupción, en épocas de carestía su tolerancia es mucho menor. Si hace una década el promedio de aceptación de los líderes latinoamericanos era del 60 por ciento, hoy es inferior al 40 por ciento.

Además una serie de factores políticos, sociales, económicos e incluso tecnológicos han empoderado a los ciudadanos. Como dijo a SEMANA Eduardo Engel, especialista de la Universidad de Chile, “hoy hay una clase media más numerosa y empoderada, redes sociales que facilitan organizar protestas masivas, teléfonos inteligentes que transforman a cada manifestante en un potencial denunciante de abusos policiales, y acceso a los detalles de los escándalos que ilustran de manera nítida cómo operaban las redes de corrupción”.

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A eso se suma una situación que afecta específicamente a los mandatarios y que el informe de Latinobarómetro de 2016 define como “el fin del hiperpresidencialismo”. Esto significa que para los gobernantes ya “nada está garantizado”, en particular las altas tasas de popularidad de las que gozaron durante la década pasada. Por el contrario, estos han tenido que bajarse “de su torre de marfil para pasar a ser simples mortales” y tienen que ganar a diario el apoyo de los ciudadanos, que además son más escépticos y no les dan largas a las “lunas de miel” que solían concederles tras las elecciones.

Aunque nada indica que la corrupción haya aumentado ni que la calidad del liderazgo haya disminuido, la “hiperparticipación” de los ciudadanos sí ha vuelto más severos los criterios con los que estos evalúan a sus mandatarios. “En los últimos años, el nivel de indignación ha crecido de tal manera que ya no basta con la caída de unos ministros o de un gobernador. Hoy, los casos de corrupción se personalizan en el máximo mandatario”, dijo en diálogo con esta revista Sergio Caballero Santos, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Madrid.

Esta situación es alentadora. Por un lado, significa que la conciencia política de los ciudadanos ha madurado y que están cada vez menos dispuestos a dejarse engañar por líderes inescrupulosos. Por el otro, como dijo Engel, demuestra que hay “una mayor transparencia en las actividades del Estado, una legislación que está siendo aplicada y Ministerios Públicos, Fiscalías y Contralorías que cumplen su función”.

Sin embargo, estos procesos también implican riesgos, pues al desprestigio de los políticos lo acompaña un menor apoyo a la democracia, que según Latinobarómetro se encuentra en uno de los niveles más bajos de las últimas décadas. Y eso les abre las puertas a aventureros con vínculos mafiosos como Silvio Berlusconi, que aprovechó la autopista que le abrió la operación Mani Pulite (que paradójicamente enfrentó la corrupción mafiosa en las altas esferas del gobierno italiano). O como el propio Donald Trump, que llegó al poder tras presentarse como la antítesis de los políticos corruptos, y hoy está llevando al extremo sus malas prácticas en medio de una improvisación sin precedentes.