POLÍTICA
Los inciertos tiempos de la ‘Facebookracia’
Hasta hace relativamente poco, el auge de Facebook prometía efectos positivos para sus usuarios alrededor del mundo. Ahora, voces alarmadas señalan la amenaza que representa esta red social para la democracia, en vez de fortalecerla. ¿Es posible controlar a la bestia?
Una de las bases del sistema democrático de cualquier sociedad consiste en que sus ciudadanos puedan acceder a la información necesaria para tomar sus decisiones: escoger al alcalde de la ciudad, refrendar un acuerdo político o revocar un cargo público. Hace dos décadas, el problema radicaba en la facilidad o dificultad para acceder a la información. Hoy, el problema saltó a la orilla opuesta: hay millones de noticias, datos, imágenes, encuestas, verdades y mentiras que circulan en la red. Facebook, la red social con más usuarios del mundo, simboliza a la perfección esta paradoja del siglo XXI.
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Los contrastes de Facebook hablan por sí solos. Por un lado, permite compartir recuerdos, crear eventos, movilizar grupos, unir a desconocidos para que luchen por una causa común. Por el otro, tiene acciones en la bolsa, produce millones de dólares, distribuye miles de anuncios publicitarios y, para una gran cantidad de personas, funciona como su principal fuente de información. La empresa de Mark Zuckerberg tiene ríos de información detallada sobre sus usuarios: qué comida prefieren, cuándo van a estudiar un posgrado, a quién quieren de presidente. Una olla de oro para cualquier comerciante, vendedor o político: saber qué quiere la gente. Sería ingenuo pensar que en ese contexto, Facebook no tiene un rol importante por jugar en las democracias del mundo entero.
Venenos y controles
En su edición impresa del 4 de noviembre, la revista The Economist escogió como portada la imagen de una mano sosteniendo la popular ‘f’ blanca de Facebook como si se tratara de un arma humeante. Para la publicación británica, la red social amenaza directamente la democracia, pues en vez de ser un espacio para enriquecer el debate público, se ha convertido “en un medio social que esparce veneno”.
The Economist se refiere a un caso muy concreto: desde enero de 2015 hasta agosto de 2017, 146 millones de usuarios de Facebook en Estados Unidos vieron o leyeron contenidos desinformativos producidos en Rusia. Solamente durante la campaña presidencial del año pasado, el 40 por ciento de la población de Estados Unidos recibió contenidos incendiarios o falsos (a manera de publicaciones o anuncios pagados) relacionados con las elecciones. En la mayoría de los casos, dicha información atacaba a la candidata demócrata Hillary Clinton y beneficiaba a Donald Trump. Por eso, el Congreso de ese país interrogó fuertemente a los representantes de Facebook, Google (dueño de YouTube) y Twitter el pasado primero de noviembre: después del alboroto electoral, había que asumir responsabilidades.
Ante ese y muchos otros señalamientos (Francia, Ucrania, España, Alemania y Kenia, entre otros), los representantes de Facebook se han lavado las manos con dos argumentos principales. En primer lugar, la empresa no debe asumir el rol de un “ministerio de la verdad”. Si lo hiciera, pondría en riesgo el derecho a la libertad de expresión, defendido a rajatabla por la sociedad norteamericana. En segundo lugar, Facebook afirma que si, hipotéticamente, aceptara y se comprometiera a controlar las noticias falsas o a censurar los discursos de odio, la tarea sería titánica y por el momento no existe un software o programa que permita hacerlo ante los millones de casos que aparecen cada día.
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Sin embargo, ante la presión de varios gobiernos, la empresa ha tomado medidas. Con respecto a los avisos publicitarios, Facebook intentará dejar completamente clara su diferencia con respecto a una noticia o a un comentario. Incluso, podrá revelar por qué un determinado anuncio apareció en el muro de un determinado usuario.
Países como Alemania han ido aún más lejos. En las pasadas votaciones generales, el partido nacionalista Alternativa por Alemania implementó una agresiva campaña en redes sociales, lo que en parte ayudó para que llegaran a la Bundestag por primera vez en décadas. Informes de organizaciones como ProPublica revelaron que muchos contenidos que circularon por la red buscaban manchar la imagen de políticos progresistas con mentiras y desinformación.
Por lo tanto, gran parte de los legisladores alemanes impulsaron la ley de control en la red. El objetivo es multar a las plataformas digitales (con más de 2 millones de usuarios) que no eliminen contenidos violatorios del Código Criminal Alemán, el cual castiga la incitación al odio o al crimen. Las multas contempladas llegan hasta los 50 millones de euros, y por el momento las empresas tienen un periodo de gracia hasta enero de 2018 para encontrar mecanismos efectivos que impidan a esos contenidos ilegales circular en sus plataformas.
Muchos países tienen el ojo puesto en el modelo alemán. Si funciona y reduce la proliferación de noticias falsas y otro tipo de contenidos sin afectar el derecho a la libertad de expresión, podrían replicarlo en otras latitudes. Si resulta un fracaso, habrá que seguir trabajando hombro a hombro con Facebook y otras plataformas, e incluso con los mismos ciudadanos.
Lo nuevo y lo viejo
Señalar a Facebook o Twitter como los únicos culpables del brexit, el auge de los partidos nacionalistas o la victoria de Trump reduce considerablemente el problema. Para los expertos en redes sociales, Facebook no implanta ideas en la cabeza de la gente, sino que, más bien, se ha convertido en un espacio donde las posturas que ya tienen los usuarios se refuerzan con los ‘me gusta’ o con las noticias compartidas muchas veces. Para decirlo en pocas palabras: si alguien es conservador, el algoritmo de Facebook le mostrará contenido que lo haga aún más conservador.
La polarización de grupos sociales no es nueva ni Facebook la produce, pues responde a problemas estructurales y culturales de cada país. Entonces, ¿qué es nuevo?: la eficiencia de las redes sociales (sobre todo la de Zuckerberg) por captar la atención de sus usuarios y acumular influencia.
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En su momento, como lo asegura The Economist, muchos señalaron a la televisión y a la radio como amenazas a la democracia. Rápidamente, “los controles aparecieron y renovaron el alambrado del cuerpo político”. Sería contraproducente obviar los beneficios o potencialidades de las redes sociales, como afirma Serge Desmarais, profesor de la Universidad de Guelph e investigador del impacto de Facebook en la sociedad. “Las redes sociales son complejas y multidimensionales. Propician el compromiso público con distintas causas y animan a que la gente participe en la sociedad de distintas maneras”, afirmó Desmarais a SEMANA.
El primer paso, entonces, depende tanto de los ciudadanos como de sus gobiernos: debe haber un esfuerzo por comprender cómo funciona Facebook, a qué intereses responde y qué tanto puede controlar la empresa (Facebook Inc.) a la plataforma digital utilizada por millones de usuarios, tal como subraya Alexis Madrigal en un reciente artículo publicado en The Atlantic. Es el camino que tomó Alemania, y probablemente Estados Unidos entenderá la importancia de hacerlo tarde o temprano.
Facebook, al consolidarse como la novedad tecnológica más revolucionaria del siglo XXI, ha logrado agrandar su influencia en proporciones globales. Mientras gobiernos de todo el mundo tratan de definir los límites que debe tener la red social, ciudadanos de todas partes toman decisiones trascendentales a partir de lo que leen y comparten en esta red social. Los efectos de las decisiones que se tomen o dejen de tomar decidirán si, por el bien de la democracia, esta logró, o no, domar a la bestia.