Ollas raspadas, lágrimas y icebergs
Las reformas económicas de 2002 traerán nuevos sacrificios para el gobierno, los empresarios y los trabajadores. ¿Será que, esta vez sí, el ajuste rendirá frutos?
Los colombianos completaron cuatro años oyendo hablar de lo mismo. En 1998 el entonces ministro de Hacienda Juan Camilo Restrepo empezó con el tema de la olla raspada, de la necesidad del ajuste fiscal, de las reformas y, más adelante, del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Dos años más tarde su sucesor, Juan Manuel Santos, empleó un lenguaje más crudo: sudor y lágrimas. Este año, con el nuevo gobierno, el ministro de Hacienda, Roberto Junguito, habló otra vez de la olla, no ya raspada sino rota y soldada. Y Santiago Montenegro, director del Departamento Nacional de Planeación, fue el más dramático de todos: comparó la economía del país con el Titanic.
¿No se suponía que con el ajuste de los últimos años la economía volvería a crecer a un ritmo saludable? ¿Qué pasó? Que el ajuste fue incompleto. Esto queda en evidencia al revisar el acuerdo original que suscribió Colombia con el FMI en 1999. En ese entonces se proyectaba que en 2002 el déficit del sector público sería de 1,3 por ciento del PIB. En 2001 esa cifra ya se había revisado al 2,5 por ciento, pero a mediados de este año quedó claro que ni siquiera eso se lograría. El déficit en 2002 cerrará por los lados del 4 por ciento, según las proyecciones más recientes.
Parte de la explicación está en que se hicieron muchas reformas para enderezar las finanzas públicas pero no todas las que se requerían -la más importante que quedó pendiente fue la pensional-. Pero la principal razón del descuadre es que la economía no creció. En 2002 el PIB de Colombia a duras penas alcanzará el nivel que tenía en 1998, con la diferencia de que ahora hay muchos más colombianos, y por lo tanto el ingreso per cápita es menor.
El estancamiento económico ha sido un problema común a muchos países de América Latina que vieron cómo, apartir de 1997, los capitales extranjeros se fueron y con ellos se fue también la bonanza que habían traído a principios de los 90. En Colombia, sin embargo, las cosas resultaron más graves por cuenta de la inseguridad. ¿Quién se arriesga a invertir en un país donde al año secuestran 2.500 personas, matan 25.000 y vuelan cientos de oleoductos y torres de energía? Sin estas garantías básicas de seguridad no debe sorprender que la inversión privada, que es el motor principal de crecimiento, haya caído a niveles irrisorios. La inversión pública, que sería la alternativa, también se redujo a su mínima expresión por cuenta del problema fiscal.
Precisamente en mayo de este año los colombianos eligieron como presidente a Alvaro Uribe con el mandato de recuperar la seguridad. Los demás temas de la campaña se volvieron secundarios frente a esta promesa, que es además el punto central de su estrategia de crecimiento económico. Una conversación con cualquier empresario bastaría para confirmar que el diagnóstico es acertado: "Si quiere arreglar la economía, empiece por la seguridad".
Pero lo difícil del asunto es que no hay tiempo de sentarse a esperar a que haya seguridad y ésta redunde en mayor inversión y crecimiento. En el mejor de los casos esto tardaría varios años. Para ese entonces, de no hacerse nada para frenarla, la deuda pública se habrá vuelto insostenible y habrá dado al traste con todo. Con una complicación adicional y es que la seguridad cuesta mucha plata, que no hay.
De hecho, este había sido un motivo de preocupación durante la campaña. Uribe, como candidato, no había sido claro en lo que tiene que ver con las finanzas públicas. Había hecho muchas promesas de gasto, en la seguridad democrática y la revolución educativa, por ejemplo, y había hecho algunos anuncios puntuales de recorte en consulados y embajadas, más que todo simbólicos. Al mirar los números era evidente que los recortes anunciados no compensaban los mayores gastos, y mucho menos alcanzaban para tapar el hueco fiscal. ¿De dónde sacaría Uribe la plata? Esa era la pregunta del millón.
Desde la campaña era claro que aumentar el endeudamiento de la Nación no era prudente. Cuando el Presidente se posesionó las cosas habían empeorado, pues ya se habían cerrado las fuentes externas e internas de crédito. Una cosa es que no sea aconsejable contraer nueva deuda y otra muy distinta que sea imposible. Esta fue la primera realidad que le tocó enfrentar a Uribe el 7 de agosto.
Para esa fecha la posibilidad de que Luiz Inacio 'Lula' da Silva, candidato poco amigo de los mercados, ganara las elecciones presidenciales en Brasil tenía alborotado el mundo financiero. La prima de riesgo que exigen los inversionistas por prestarle plata a ese país, y a otros que como Colombia sufrieron el contagio, se disparó al punto que era impensable acudir a las fuentes privadas de recursos. La angustia para el gobierno colombiano era doble. No sólo necesitaba la plata para financiar el déficit fiscal de 2003, sino que además tenía que amortizar deudas anteriores por 16 billones de pesos.
Sólo le quedaba conseguir recursos endeudándose internamente. Pero esta posibilidad también se cerró en los primeros días del gobierno, por cuenta del descalabro de los TES. Esta crisis cogió fuera de base a los comisionistas de bolsa, administradores de fiduciarias, banqueros y tesoreros que le habían apostado a estos papeles, y perdieron hasta la camisa cuando su precio se desplomó. Pero el más preocupado fue el propio gobierno porque no podía emitir nuevos títulos de deuda a tasas razonables. De tiempo atrás el déficit fiscal había sido un problema manejable en la medida en que había quién prestara la plata para financiarlo. Esta vez, no obstante, el gobierno se enfrentó a la posibilidad real de no tener con qué hacer sus pagos. Ahí fue cuando Montenegro gritó: "¡Iceberg a la vista!".
Este susto se dio a pesar de que el gobierno había madrugado a tomar medidas. Antes de posesionarse Uribe anunció la fusión de ministerios como un primer mensaje de austeridad. Después, con base en las facultades que el Congreso le otorgó para reestructurar el Estado, tomó la decisión de desvincular a 10.000 trabajadores del sector público y de no reemplazar a otros 30.000 que se jubilarán durante el cuatrienio. El ahorro, una vez pagadas las indemnizaciones a los que salgan, será de más de un billón de pesos al año.
Durante la primera semana de gobierno Uribe decretó la conmoción interior y al amparo de ésta creó el impuesto del 1,2 por ciento sobre el patrimonio, que recaudará cerca de 2,4 billones de pesos. Pese a que se trató de una suma considerable, por tratarse de un impuesto para la seguridad éste fue bien recibido, aunque también ayudó la popularidad del nuevo Presidente. Con este impuesto Uribe despejó las dudas sobre cómo financiaría su principal promesa.
Sin embargo, a pesar de estas medidas, las cuentas no terminaban de cuadrar. El gobierno empezó a calibrar el alcance de la anunciada reforma tributaria. Había que conseguir todos los recursos que hicieran falta para volver sostenible la deuda pública. Es decir, para impedir que el endeudamiento de la Nación, como proporción del PIB, siguiera creciendo. Para esto hacía falta mucha plata, y el Presidente consideró que una reforma tributaria de ese calibre sería demasiado recesiva. Decidió entonces bajarle el alcance y recortar más el gasto. Y encontró en el referendo un nuevo vehículo para hacerlo. Incluyó en éste una pregunta que busca congelar los gastos de funcionamiento del Estado por dos años. Con esta medida Uribe se arriesgó pues deja buena parte del ajuste en manos de los votantes.
La propuesta económica del referendo deja en evidencia, una vez más, que en Colombia la política fiscal se ha convertido en una lucha permanente contra la Constitución. Al revisar el presupuesto nacional todo ministro de Hacienda encuentra que hay dos tipos de partidas: unas pequeñas y flexibles que ya están en los rines, y unas enormes e inflexibles que están amarradas por Constitución. Por eso es imposible recortar en grande sin tocar la Carta del 91. Esta contempla que una de las partidas presupuestales más importantes, las transferencias que le hace la Nación a las regiones, crezca cada año. De ahí que para obligar a las regiones a que no gasten todas las transferencias que reciben Uribe haya tenido que apelar a un referendo que modifique la Constitución .
En sus primeros meses de gobierno Uribe también se movió rápido para conseguir el crédito de las entidades multilaterales, fundamental para cubrir las necesidades de financiamiento en 2003. Obtuvo todas las promesas de desembolso que necesitaba, algo que bastó para contener la devaluación, que venía disparada desde junio, y para calmar los mercados de deuda pública y los famosos TES. Lo que logró el gobierno con las multilaterales fue comprar tiempo, pues los desembolsos están sujetos a la firma de un nuevo acuerdo con el FMI y, más importante, a la aprobación por parte del Congreso de un ambicioso paquete de reformas.
De éstas, al cierre de esta edición, el Congreso ya había aprobado el texto del referendo y las facultades para reestructurar el Estado. Estaba a punto de salir la reforma laboral, aunque ésta no tiene un efecto directo sobre las finanzas públicas. La gran incógnita era cómo iba a salir la reforma pensional. Esta es la más importante para cuadrar las finanzas públicas. Lo que se acuerde en ella puede ahorrarle al país varias reformas tributarias durante las próximas décadas.
Al proyecto de reforma impositiva le faltaba el paso por las plenarias, aunque se daba por descontada su aprobación. De acuerdo con el texto preliminar que salió de las comisiones del Congreso, esta reforma al parecer obtendrá los recaudos que se propone (14 billones en los próximos cuatro años), pero se quedará corta en la tarea de simplificar y eliminar los muchos huecos que hay en las normas tributarias. Queda claro entonces que en un futuro, así no se necesite la plata, alguien tendrá que hacer una reforma para dotar al país de un estatuto tributario más simple, transparente y equitativo.
Las reformas de Uribe exigirán esfuerzos para todo el mundo. Para los empresarios hay impuesto al patrimonio y les sube el de renta, para los consumidores hay más IVA, y los empleados tendrán que trabajar más años por cuenta de la reforma pensional. No era nada fácil venderle estos sacrificios a una población cansada de oír hablar de ajuste durante cuatro años sin que haya llegado la anunciada reactivación. Uribe lo logró porque encarna una nueva promesa -la seguridad- y porque empezó por dar ejemplo personal de austeridad y trabajo. La pregunta ahora es si todos estos sacrificios bastarán para sacar el país adelante. Más vale que sí, pues el discurso se gasta y dentro de unos años los colombianos no se aguantarán que lleguen nuevos presidentes y ministros a hablar otra vez de ollas raspadas, lágrimas y icebergs.