CHILE
Plebiscito constitucional: ¿un segundo aire para la democracia chilena?
Los chilenos irán a las urnas el 25 de octubre para decidir si quieren una nueva carta política que reemplace la que heredaron de la dictadura. El plebiscito promete darle una bocanada de oxígeno a un sistema democrático desgastado.
Hace 32 años Chile llevó a cabo el plebiscito más importante de su historia. En unos comicios convocados para el 5 de octubre de 1988, un poco más de siete millones de chilenos, que equivalían al 97 por ciento de las personas habilitadas para votar, asistieron a las urnas para decidir el futuro de la dictadura de Augusto Pinochet. Contra viento y marea, el 54,7 por ciento de los votantes le dijo “no” al régimen autoritario instalado a bala desde 1973. Así, la población empujó al país a un nuevo periodo democrático que se materializó en las elecciones presidenciales de 1990.
Tres décadas más tarde, la ciudadanía ha vuelto a exigir un proceso participativo de iguales dimensiones. Esta vez no en medio de una dictadura, pero sí de un descontento social latente y una crisis de legitimidad de la clase política y las instituciones que estalló con toda su fuerza en octubre del año pasado. Miles de personas se tomaron las calles para protestar, inicialmente, por el aumento del pasaje del metro en 30 pesos chilenos. Con el paso de los días y la respuesta violenta del Gobierno, otros sectores sociales se fueron sumando, desde colectivos feministas hasta grupos estudiantiles y organizaciones de pueblos originarios. Con ellos se diversificaron las demandas y esta ola social terminó convertida en un movimiento multitudinario que reclamaba desde cambios puntuales hasta transformaciones estructurales. En esta convergencia de intenciones, los sectores sociales movilizados coincidieron en exigir una reforma a la carta política que permitiera un nuevo pacto social sobre el futuro de Chile.
El presidente, Sebastián Piñera, ya acorralado por la presión de las calles, que solo aumentaba con el paso de las semanas, terminó por reconocer el malestar social, ofreció disculpas a la gente y cedió en la principal exigencia de la movilización. El 27 de diciembre, tras una serie de reuniones con las fuerzas políticas, anunció la convocatoria a un plebiscito para decidir sobre el cambio de Constitución y la naturaleza del órgano que se encargaría de redactarla. En el tarjetón habrá dos opciones. La primera, una convención constitucional elegida por voto popular, a la que podrá aspirar cualquier chileno y será paritaria. La segunda, una convención mixta compuesta en 50 por ciento por miembros elegidos por voto popular de manera paritaria y el otro 50 por parlamentarios sin este último requisito. A ese llamado responderán millones de chilenos el próximo domingo 25 de octubre.
No es una casualidad que la gente haya exigido por encima de todo el cambio de la Constitución. La vigente era el sapo que habían tenido que tragar para sacar al militar del poder. La Constitución de 1980 se acomodaba a los intereses del general para blindar su ‘legado’ y hasta le daba un escaño vitalicio en el Congreso, que utilizó hasta 2002. A partir del regreso de los Gobiernos democráticos en 1990, la carta permaneció intacta salvo algunas modificaciones específicas y sus artículos aún cargan el peso del autoritarismo. Además, según sus críticos, se ha convertido en una traba para las reformas estructurales que sectores de la población exigen desde hace años y que llevaron al estallido social de octubre del año pasado.
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Julieta Suárez Cao, doctora en Ciencia Política y profesora de la Pontificia Universidad Católica de Chile, explicó a SEMANA que bajo la actual carta política es imposible hacer modificaciones profundas a asuntos como el sistema de salud, de pensiones o el educativo. “La Constitución vigente eleva el derecho de propiedad casi por encima de todo. Un montón de iniciativas que implican, por ejemplo, un mayor rol del Estado son consideradas inconstitucionales”. Otros expertos como la socióloga Marta Lagos, fundadora de organizaciones de medición de opinión pública en Chile, señalan la dificultad que hay con el actual sistema político para aprobar en el Congreso una nueva legislación clave para el país. En un artículo de Deutsche Welle señaló: “Muchos temas como salud, educación o pensiones hoy exigen mayorías calificadas altísimas, casi imposibles de alcanzar”.
Por ello, los sectores que apoyan una nueva Constitución la ven como una oportunidad de abrir un espacio de diálogo en el que puedan abordar las exigencias sociales acumuladas en los últimos años. En primer lugar, están aquellas vinculadas a la desilusión con el modelo económico neoliberal que, según sectores sociales, solo ha aumentado la desigualdad en el país. Entre ellas se cuentan transformar el fallido sistema pensional privado, nacido en Chile y diseminado por otros países; brindar educación gratuita; instaurar el derecho al agua y a la salud; medidas para redistribuir más equitativamente la riqueza, entre otras. En segundo lugar, están aquellas relacionadas con la discriminación de género, la invisibilización de las comunidades indígenas y la modificación del sistema político para, por lo menos, entregarles a esos pueblos la representación de la que carecen. De todo ello, aún nadie sabe qué entrará a la agenda en caso de que gane la opción por redactar una nueva carta política.
Pero hasta el momento las encuestas señalan que así será y, además, por una abrumadora mayoría. El sondeo TúInfluyes del 8 de octubre prevé que el 69 por ciento de los votantes apruebe el proceso frente al 18 por ciento de rechazo. En cuanto al órgano encargado, la encuesta señaló que la convención constitucional cuenta con 61 por ciento en intención de voto, mientras la mixta, popular y parlamentaria, solo con 21 por ciento. Además, augura una masiva participación en las urnas, que contrasta con el alto abstencionismo que ha dominado los procesos electorales en los últimos años. El sondeo prevé que participará el 76 por ciento de los votantes habilitados. De ser así, el plebiscito sería el llamado a las urnas más exitoso desde el referendo de 1988.
En perspectiva, si los augurios se cumplen, quedarían en evidencia los pobres números con los que Piñera ganó la Presidencia en 2017. En esos comicios votó solo el 50 por ciento de la población habilitada y, de ese porcentaje, el presidente consiguió el 54 por ciento de aprobación, lo que significa que un poco más del 25 por ciento de la gente lo puso en el cargo. Para Suárez esto explica, precisamente, la crisis de representación política. “No hay ningún liderazgo ni partido o grupo de élite que pueda o esté capitalizando el descontento ciudadano”. En esta medida, el plebiscito del 25 de octubre será un histórico ejercicio de democracia participativa que evidenciará la desconexión entre los gobernantes y la población.
La división de la derecha y la coalición de Gobierno frente al referendo también explica la abrumadora mayoría de los partidarios de cambiar la carta. Liderazgos reconocidos dentro del espectro político oficialista han expresado su apoyo a esta. Mientras tanto, en la otra esquina, una minoría de partidos como Renovación Nacional, Partido Republicano y Unión Demócrata Independiente (UDI) rechazan el proceso. La presidenta de esta última organización, Jacqueline van Rysselberghe, ha dicho que el plebiscito es resultado de “arrebatos populistas” y la “amenaza de grupos violentistas”. Para ellos, no es necesaria una nueva Constitución para realizar las reformas exigidas por los sectores movilizados. Por su parte, Piñera ha intentado parecer neutral frente a las dos opciones del plebiscito y en varias ocasiones ha dicho que ambos son caminos legítimos para Chile. Sin embargo, también ha reconocido que son reformas necesarias, aun si no se hacen por medio de una nueva carta política.
Chile, entonces, vive un momento histórico. El llamado a las urnas es la oportunidad de renovar los votos que hace 32 años hicieron las actuales generaciones de padres y abuelos por una vía democrática para el país. Con el paso de los años y los Gobiernos, dicha opción se ha desgastado, pero no significa que el trabajo que hicieron esté perdido. Una nueva Constitución podría ser una bocanada de oxígeno para el sistema democrático del país que aún carga lastres del autoritarismo militarista.