PUERTO RICO
Puerto Rico, una isla a la deriva
Casi cinco meses después del huracán María, el país no se recupera. El lento y torpe proceso de reconstrucción, los escándalos, el éxodo de miles y el abandono de Washington aumentan la angustia sobre el futuro.
En la casa de Ana Pérez no hay luz hace 146 noches. Desde que pasó el María, los días en Naguabo, al sudeste de Puerto Rico, empiezan y acaban con la luz del sol. Ahora, la lavadora es estorbo, las tablas de lavar son un bien de primera necesidad, el aire acondicionado es un recuerdo lejano y los televisores un lujo que pocos pueden disfrutar. Desde entonces las noches son más largas, los barrios más oscuros y los pocos generadores son un tesoro familiar. Demasiados meses han pasado ya desde que Naguabo quedó a oscuras.
Cuarenta kilómetros al sur, el panorama no es más alentador. La ausencia de electricidad es solo uno de los rastros que dejó el huracán por Maunabo. En este municipio el tiempo se detuvo y el paisaje sigue igual de trágico. Las casas sin techo, los escombros de lo que alguna vez fue una cancha de baloncesto y los restos de cientos de hogares destruidos testimonian en Maunabo que la tormenta ya pasó, pero la calma aún está lejos.
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En otro extremo de la isla, las linternas, candiles e incluso las baterías de los carros sirven para reconstruir lo que el María se llevó. En Dorado, en la costa norte, hasta las actividades más básicas de la vida diaria requieren un esfuerzo exagerado. La gasolina se convirtió en un bien tan valioso como el agua para los que cuentan con el privilegio de un generador, y quienes no lo tienen batallan cada tarde contra millones de mosquitos acostumbrados ya a la tenue luz de las velas.
El cuadro se repite en casi todas las ciudades de la isla. Incluso en San Juan, la capital, todavía hay gente que duerme en carpas armadas en una cancha de baloncesto. Desde que el ciclón arrasó Puerto Rico, el estado general de fracaso parece haberse estacionado en el país, mientras que el gobierno trata de mantener la esperanza con eslóganes publicitarios como “Puerto Rico se levanta”. Lo cierto es que aún no lo hace: los índices de inseguridad andan disparados, el desempleo aumenta, los negocios cierran, los servicios médicos empeoran, suben los problemas de salud mental, el 30 por ciento de la población está sin luz, el 10 por ciento sin agua y los puertorriqueños emigran por miles a Florida.
La reconstrucción, casi tan dolorosa como el paso del huracán, ha sido un proceso humillante para Puerto Rico. No solo porque la respuesta más acertada que encontró Donald Trump fue arrojar rollos de papel higiénico durante su visita, sino porque en términos comparativos Estados Unidos sí proporcionó la asistencia necesaria cuando el huracán Irma entró a Florida y cuando el Harvey inundó Texas. Incluso antes de la llegada de los vientos, la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por sus siglas en inglés) ya había desplegado suministros y personal en el Estado, mientras que en Puerto Rico la ayuda llegó varios días después. Hoy, las calles de Miami y de Houston no muestran recuerdo alguno del paso de un huracán, mientras que en Puerto Rico no hay casi ningún lugar que no refleje la magnitud de la crisis.
Trump dijo que la ayuda no llegó tan fácilmente a Puerto Rico porque había que atravesar “big water”, pero solo el jueves, casi cinco meses después de la tragedia, el Congreso de Estados Unidos aprobó un paquete de ayudas económicas para reconstruir y mejorar la infraestructura eléctrica. Además, como contó a SEMANA Joel Cintron, miembro del Centro de Periodismo Investigativo, que ha desplegado el operativo más completo sobre el huracán, “la burocracia entre las agencias federales, como FEMA y el Cuerpo de Ingenieros, la cuales inspeccionan los daños materiales y tienen una división de tareas que no está clara, retrasa aún más el proceso para que se asignen fondos para la reconstrucción”.
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Hasta la fecha, Puerto Rico no ha visto un solo centavo de los préstamos de emergencia del gobierno federal. A esto se le suma que la ayuda que sí entregó Estados Unidos a través de FEMA no ha estado exenta de fuertes críticas y escándalos. En noviembre, Associated Press reveló que más de 30 millones de dólares en contratos para carpas habían sido otorgados a una empresa que nunca los entregó. Esta semana, The New York Times destapó que la compañía contratada para entregar comida de emergencia en la isla, Tribute Contracting LLC, no solo no tenía experiencia en este tipo de tragedias, sino que además solo había entregado 50.000 comidas de las 18,5 millones que debía proporcionar.
El trato discriminatorio de Estados Unidos hacia Puerto Rico es apenas la punta del iceberg de una relación colonial que explica en gran medida su situación crítica, incluso antes de la llegada del huracán. Aunque constitucionalmente los puertorriqueños son ciudadanos estadounidenses, la isla tiene el equívoco estatus de territorio libre asociado. En concreto, eso significa que no es un estado más de la Unión, pero tampoco un país independiente. Al final, una Junta de Control Fiscal impuesta por el Congreso norteamericano vigila sus finanzas y la Constitución de Puerto Rico solo se aplica en lo que no entre en conflicto con las leyes y reglamentos de la metrópolis.
De ahí que la política de los últimos años se ha centrado en cuál debería ser la relación de la isla con Estados Unidos. Cuatro referendos se han votado sobre el tema y, pese a la poca participación, en los cuatro ha triunfado la opción de estadidad. El último se realizó dos meses antes del huracán, y aunque volvió a triunfar el deseo de ser el Estado número 51 de Estados Unidos, el Congreso de Washington no mostró ni la más mínima intención de tramitar el cambio. Puerto Rico no está en el radar republicano y sus ciudadanos poco le importan a la Casa Blanca.
Los 90.000 millones de dólares en daños convirtieron este ciclón en uno de los desastres naturales más costosos en la historia de Estados Unidos. Sin embargo, antes de la llegada del fenómeno, Puerto Rico ya enfrentaba una crisis económica y un proceso de quiebra. Como le explicó a SEMANA el profesor puertorriqueño Joel Colón-Ríos, experto en constitucionalismo latinoamericano, “la raíz del problema es la ausencia de autogobierno. Puerto Rico es incapaz de regular su economía y de participar en su propio derecho de organización”. Pero esto es apenas una parte de la crisis. La otra es, sin duda, la corrupción del poder local que ha caracterizado la vida política de la isla en las últimas décadas.
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Y es que el hecho de que lleguen los recursos no garantiza que se usen de forma adecuada. El primer escándalo empezó en octubre cuando se descubrió que se le había encargado la reconstrucción de la red eléctrica a una empresa con solo dos empleados. Esta semana, Nuevo Día, el periódico más importante de San Juan, reveló que la red eléctrica no solo se derrumbó por el huracán. Los postes no estaban afincados a la profundidad adecuada, se utilizaron materiales prohibidos y muchas compañías los sobrecargaron con conexiones no permitidas. En resumen: el servicio eléctrico ya era un desastre, pues la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE) ha funcionado como un botín político que cada cuatro años se reparten sin preocupación alguna por su funcionamiento.
La situación de la isla y el éxodo de más de 200.000 personas evidencian que los boricuas no conciben un futuro en Puerto Rico. A pocos meses del inicio de la época de huracanes, las condiciones económicas y políticas no auguran una pronta salida a esta crisis. Ana Teresa Toro, periodista puertorriqueña, describe a la perfección el sentimiento que invade a una isla cada vez más a la deriva: “La luz de vela es ahora un referente maldito, y mirar las estrellas es un recordatorio más de que llevamos demasiado tiempo a oscuras”. n