AMÉRICA LATINA
Decálogo del populismo
El autor mexicano Enrique Krauze escribió la siguiente columna en la que analiza un fenómeno que atraviesa a América Latina. Aunque lo hizo en 2005, sus planteamientos mantienen una candente actualidad.
El populismo en Ibero américa ha adoptado una desconcertante amalgama de posturas ideológicas. Izquierdas y derechas podrían reivindicar para sí la paternidad del populismo, todas al conjuro de la palabra mágica ‘pueblo’.
Populista quintaesencial fue el general Juan Domingo Perón, quien había atestiguado directamente el ascenso del fascismo italiano y admiraba a Mussolini al grado de querer “erigirle un monumento en cada esquina”. Populista posmoderno es el comandante Hugo Chávez, quien venera a Castro hasta buscar convertir a Venezuela en una colonia experimental del “nuevo socialismo”. Los extremos se tocan, son cara y cruz de un mismo fenómeno político cuya caracterización, por tanto, no debe intentarse por la vía de su contenido ideológico, sino de su funcionamiento. Propongo diez rasgos específicos.
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1) El populismo exalta al líder carismático.
No hay populismo sin la figura del hombre providencial que resolverá, de una buena vez y para siempre, los problemas del pueblo. “La entrega al carisma del profeta, del caudillo en la guerra o del gran demagogo –recuerda Max Weber– no ocurre porque lo mande la costumbre o la norma legal, sino porque los hombres creen en él. Y él mismo, si no es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, ‘vive para su obra’. Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el discipulado, el séquito, el partido”.
2) El populista no solo usa y abusa de la palabra: se apodera de ella.
La palabra es el vehículo específico de su carisma. El populista se siente el intérprete supremo de la verdad general y también la agencia de noticias del pueblo. Habla con el público de manera constante, atiza sus pasiones, “alumbra el camino”, y hace todo ello sin limitaciones ni intermediarios.
Weber apunta que el caudillaje político surge primero en las ciudades-Estado del Mediterráneo en la figura del “demagogo”.
Aristóteles (Política, V) sostiene que la demagogia es la causa principal de “las revoluciones en las democracias”, y advierte una convergencia entre el poder militar y el poder de la retórica que parece una prefiguración de Perón y Chávez: “En los tiempos antiguos, cuando el demagogo era también general, la democracia se transformaba en tiranía; la mayoría de los antiguos tiranos fueron demagogos”. Más tarde se desarrolló la habilidad retórica y llegó la hora de los demagogos puros: “Ahora quienes dirigen al pueblo son los que saben hablar”.
Hace 25 siglos esa distorsión de la verdad pública (tan lejana de la democracia como la sofística de la filosofía) se desplegaba en el ágora real; en el siglo XX lo hace en el ágora virtual de las ondas sonoras y visuales: de Mussolini (y de Goebbels), Perón aprendió la importancia política de la radio, que Evita y él utilizarían para hipnotizar a las masas. Chávez, por su parte, ha superado a su mentor Castro en utilizar hasta el paroxismo la oratoria televisiva.
3) El populismo fabrica la verdad.
Los populistas llevan hasta sus últimas consecuencias el proverbio latino “Vox populi, vox dei”. Pero como Dios no se manifiesta todos los días y el pueblo no tiene una sola voz, el gobierno ‘popular’ interpreta la voz del pueblo, eleva esa versión al rango de verdad oficial, y sueña con decretar la verdad única. Como es natural, los populistas abominan de la libertad de expresión.
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Confunden la crítica con la enemistad militante, por eso buscan desprestigiarla, controlarla, acallarla. En la Argentina peronista, los diarios oficiales y nacionalistas –incluido un órgano nazi– contaban con generosas franquicias, pero la prensa libre estuvo a un paso de desaparecer. La situación venezolana, con la ‘ley mordaza’ pendiendo como una espada sobre la libertad de expresión, apunta en el mismo sentido; terminará aplastándola.
4) El populista utiliza de modo discrecional los fondos públicos.
No tiene paciencia con las sutilezas de la economía y las finanzas. El erario es su patrimonio privado, que puede utilizar para enriquecerse o para embarcarse en proyectos que considere importantes o gloriosos, o para ambas cosas, sin tomar en cuenta los costos.
El populista tiene un concepto mágico de la economía: para él, todo gasto es inversión. La ignorancia o incomprensión de los gobiernos populistas en materia económica se ha traducido en desastres descomunales de los que los países tardan decenios en recobrarse.
5) El populista reparte directamente la riqueza.
Lo cual no es criticable en sí mismo (sobre todo en países pobres, donde hay argumentos sumamente serios para repartir en efectivo una parte del ingreso, al margen de las costosas burocracias estatales y previniendo efectos inflacionarios), pero el populista no reparte gratis: focaliza su ayuda, la cobra en obediencia. “¡Ustedes tienen el deber de pedir!”, exclamaba Evita a sus beneficiarios.
Se creó así una idea ficticia de la realidad económica y se entronizó una mentalidad becaria. Y al final, ¿quién pagaba la cuenta? No la propia Evita (que cobró sus servicios con creces y resguardó en Suiza sus cuentas multimillonarias), sino las reservas acumuladas en décadas, los propios obreros con sus donaciones ‘voluntarias’ y, sobre todo, la posteridad endeudada, devorada por la inflación.
En cuanto a Venezuela (cuyo caudillo parte y reparte los beneficios del petróleo), hasta las estadísticas oficiales admiten que la pobreza se ha incrementado, pero la improductividad del asistencialismo (tal como Chávez lo practica) solo se sentirá en el futuro, cuando los precios se desplomen o el régimen lleve hasta sus últimas consecuencias su designio dictatorial.
6) El populista alienta el odio de clases.
“Las revoluciones en las democracias –explica Aristóteles, citando ‘multitud de casos’– son causadas sobre todo por la intemperancia de los demagogos”. El contenido de esa “intemperancia” fue el odio contra los ricos; “unas veces por su política de delaciones… y otras atacándolos como clase, (los demagogos) concitan contra ellos al pueblo”. Los populistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a “los ricos” (a quienes acusan a menudo de ser “antinacionales”), pero atraen a los “empresarios patrióticos” que apoyan al régimen. El populista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.
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7) El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales.
El populismo apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece ‘su Majestad el Pueblo’ para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra ‘los malos’ de dentro y fuera. ‘El pueblo’, claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un Parlamento; ni siquiera la encarnación de la “voluntad general” de Rousseau, sino una masa selectiva y vociferante que caracterizó otro clásico (Marx, no Carlos sino Groucho): “El poder para los que gritan ‘¡el poder para el pueblo!’”.
8) El populismo fustiga por sistema al ‘enemigo exterior’.
Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera. La Argentina peronista reavivó las viejas (y explicables) pasiones antiestadounidenses que hervían en Iberoamérica desde la guerra del 98, pero Castro convirtió esa pasión en la esencia de su régimen: un triste régimen definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra. Por su parte, Chávez ha llevado la retórica antiestadounidense a expresiones de bajeza que aun Castro consideraría (tal vez) de mal gusto. Al mismo tiempo, hace representar en las calles de Caracas simulacros de defensa contra una invasión que solo existe en su imaginación, pero que un sector importante de la población venezolana (adversa, en general, al modelo cubano) termina por creer.
9) El populismo desprecia el orden legal.
Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la ‘ley natural’ y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez), el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la ‘justicia directa’ (“popular”, “bolivariana”), remedo de una Fuenteovejuna que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso y la judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en Argentina lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y depuraron, a su conveniencia, el Poder Judicial.
10) El populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal.
El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la ‘voluntad popular’. En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la Vicepresidencia de la República.
Perón se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su horizonte mínimo es el año 2020.
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¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala hierba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de ‘soberanía popular’ que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios españoles, y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente ‘moderada’ o ‘provisional’: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso, alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.
Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es ‘subvertir la democracia’.