REPORTAJE
Salud Hernández-Mora está en Israel. Este es su impactante relato y sus imágenes sobre cómo se vive la guerra contra Hamás. Informe especial
La periodista recorrió el país y retrató las estremecedoras historias de dolor que sacuden a ese pueblo, las razones que alegan para mantener la fuerte ofensiva militar, pese a las críticas de la comunidad internacional y las ansias de venganza que genera la devastación en Gaza.
*Texto y fotos por Salud Hernández-Mora
Quise viajar a Israel para conocer las razones de una respuesta militar tan devastadora al ataque terrorista del 7 de octubre. Resultaba incomprensible que el repudio de la ONU, así como el de la inmensa mayoría de países que la integran y de la opinión pública internacional, no alterase su intensidad.
La primera sorpresa que tuve fue encontrar un Israel completamente distinto al que conocí 30 años atrás. Lo recorrí entonces en varias ocasiones y no había fronteras interiores ni edificios altos; atravesabas kilómetros de tierras desérticas salpicadas de cultivos dispersos y poblaciones pequeñas.
Hoy en día te asombra la cantidad de rascacielos y autopistas, los extensos sembradíos, las construcciones de nuevas viviendas y oficinas por doquier, la arborización de las calles, los trancones y las aglomeraciones en las horas pico de Tel Aviv. También, los muros y verjas que bordean Cisjordania y Gaza.
Lo más leído
Si no fuese por las sirenas que alertan de los misiles y cohetes que el Domo de Hierro no pudo interceptar y las explosiones posteriores, un turista ocasional no advertiría en estos momentos que los israelíes libran una cruenta guerra con su más acérrimo enemigo. Ni que el admirable progreso convive con la incertidumbre propia de un conflicto bélico de vieja data que se antoja interminable.
“Son ellos o nosotros”, fue la frase más repetida para explicar las bombas que destrozan Gaza. Admiten que podrían ser miles los civiles muertos, aunque no creen las cifras de Hamás, y que sus aviones han arrasado buena parte de la Franja. Pero no ven salida distinta a mantener la ofensiva militar hasta eliminar la capacidad del grupo terrorista de golpearlos de nuevo.
Nueve semanas después de la matanza, tuve la impresión de que Israel seguía en estado de shock, traumatizado por lo sucedido. En cuanto entablas conversación con un judío, enseguida saca a relucir las atrocidades del 7 de octubre. Lo relatan con una mezcla de profundo dolor, angustia, miedo y rabia. Y no ocultan el temor a que vuelva a suceder lo mismo si no logran neutralizar a una organización que, indican, solo pretende borrar del mapa a Israel. Tras la declaración de guerra, el grupo terrorista lanzó desde Gaza 11.500 misiles a Tel Aviv y otras poblaciones, según fuentes militares.
“Hamás debería emplear los miles de millones de dólares que recibe del exterior (10.000 millones de dólares en una década, solo de Qatar) en mejorar la vida de su gente, que usan como escudos humanos, y en modernizar Gaza, en lugar de construir túneles y comprar y fabricar armamento para destruirnos”, argumentan militares, reservistas y ciudadanos del común que entrevisté. “Ningún país aceptaría vivir con un vecino así”.
Visité dos de los kibutz que sufrieron de lleno la barbarie de Hamás. Hoy deshabitados, pegados a la valla de la Franja, y con huellas de las atrocidades aún visibles: unas viviendas quemadas, otras con las paredes acribilladas a balazos, otras derruidas por los cohetes.
En el primero que recorrí, Kfar Aza, en donde residían unas 700 almas, mataron a 76 personas y secuestraron a 17. Me guiaba un empresario en la sesentena que se alistó en la reserva militar para ayudar en lo que fuese, como acompañar a un periodista. Prefirió que no diera su nombre por no ser vocero autorizado. “Fui soldado en 1973 y vi a mis amigos morir. Ahora veo a mis nietos ir a la guerra”, comentó. “Si no acabamos con Hamás, si no quebramos su capacidad de atacarnos, nunca viviremos tranquilos. Hamás nos ganó una batalla y tenemos que demostrar que quien se mete con Israel paga un precio muy alto. No me importa lo que piense el mundo”.
Un compañero suyo, también reservista voluntario, agregó que en buena parte de los kibutz sus pobladores son de izquierdas, de los que defienden –o defendían, puntualiza– dos Estados y la coexistencia sin problemas con palestinos. “No son religiosos, varios no tienen sinagoga, incluso hay ateos. La gente solía decir de los kibutz que eran 95 por ciento de paraíso y 5 por ciento de infierno”.
Lo complicado será, indican, que mantengan los mismos porcentajes y vuelvan a habitarlos. “Unos nos dicen que nunca retornarán, otros que más adelante y solo si el Ejército los cuida. Pero tenemos que repoblarlos con ellos o con otras personas. De lo contrario, el terrorismo creerá que con esos ataques consiguen sus objetivos”, dicen.
El señor Benny Kutz es uno de los que dudan del camino que tomarán en el futuro. Perdió a su hijo Aviv, su nuera y sus tres nietos, de 18, 16 y 14 años. Murieron en el cuarto de seguridad de su hogar, abrazados los cinco, cosidos a balazos.
“Mi esposa y yo escuchábamos disparos, hablar en árabe. Estuvimos el sábado escondidos 12 horas, hasta que oímos a soldados israelíes en hebreo. Intentamos contactar con mi hijo, que vive cerca, pero no contestaban el teléfono y no podíamos ir a buscarlos. El domingo nos ordenaron evacuar en un vehículo del Ejército y solo supimos que habían muerto el lunes por la tarde”, relata con infinita tristeza en el hotel donde los ha refugiado el Gobierno. “Mi hijo estaba organizando un festival de cometas de paz, que liberarían también en Gaza”.
Le pregunto si mantiene la esperanza de una coexistencia armónica entre los dos pueblos. “Ahora es un tiempo muy difícil para contestar esa pregunta. Mi hijo era muy optimista, creía que se podía convivir, buscaba establecer vínculos y había gazatíes que trabajaban en el kibutz”.
Sobre el regreso a su hogar, afirma que su comunidad lo está analizando. “El trauma es tan grande, la masacre fue tan fuerte, que no sabemos cuántos están dispuestos a arriesgarse nuevamente”, apunta. Mientras desgrana sus pensamientos, su esposa me muestra los álbumes de fotos familiares. Se nota que su mundo, su vida, quedó sepultada para siempre en la habitación de seguridad de su hijo.
En otro momento seguí hasta la explanada donde los terroristas convirtieron el Festival de Música Electrónica en una orgía de horror y sangre.
En un descampado colocaron decenas de fotografías de las víctimas, tanto las que murieron como las secuestradas. Una de ellas es la de Elkana Bohbut. Casado con la colombiana Rebeca González, con la que tiene un hijo de 3 años, estaba trabajando con dos amigos en el evento que congregó a cientos de jóvenes. A ellos los mataron y a él se lo llevaron a Gaza. En uno de los videos difundido por Hamás, se le ve en el platón de una camioneta, golpeado, asustado, las manos atadas a la espalda.
“No sabemos si está vivo y cómo lo tendrán”, me dijo el día que me cité con Rebeca en la casa de sus suegros, cerca de Jerusalén. Había esperado que lo canjearan por presos palestinos en el único acuerdo sellado hasta la fecha, pero solo liberaron a niños y mujeres. “Estará sufriendo por su hijo, tienen una conexión muy especial”.
La vuelta de los secuestrados es una cuestión vital en Israel. Sus rostros y la frase “Bring Them Home Now!” (¡Tráiganlos de vuelta a casa!) está por todas partes, empezando por el corredor de entrada del aeropuerto Ben Gurion. Con el pasar de los días, los familiares hicieron de la plaza del Museo de Arte de Tel Aviv su tribuna para recordarlos y presionar al Gobierno. Consideran que no hace lo suficiente para rescatar a los suyos, que corren el riesgo de morir en los bombardeos de Gaza. Anhelan otra tregua para intercambiarlos por reclusos palestinos.
Pero no todos los israelíes aceptan detener la guerra siquiera unos días. Temen que Hamás recupere oxígeno y lo que necesitan, declaran con rotundidad, es asfixiarlo por completo. Además, antes se creían inexpugnables, seguros, y ya no lo están. La soberbia les jugó una mala pasada.
En lo que coinciden todos con los que conversé y lo avala una encuesta del diario Ma’arir, es que el 80 por ciento de los israelíes considera que el Gobierno Netanyahu deberá responder por “la debacle” del 7 de octubre. “Tienen que irse todos al día siguiente de terminar la guerra”, oí por boca de varios entrevistados, para añadir a continuación que “primero es ganar la guerra. Las diferencias políticas las dejamos a un lado porque Israel está en peligro”. De ahí que Benjamín Netanyahu y el centrista Benny Gantz olvidaran sus agrios enfrentamientos y acordaran crear “el gabinete de gestión de la guerra”.
Cabe recordar que antes del 7 de octubre cientos de miles de manifestantes protestaban en las calles contra la reforma de la Corte Suprema que pretendía llevar a cabo un primer ministro acusado de corrupción y muy cuestionado.
“No podemos darnos el lujo de perder, es vencer, vencer o vencer, no hay otra alternativa. Si no, las consecuencias serían desastrosas para nosotros y toda la región”, afirma el embajador Jonathan Peled, director de la División de Latinoamérica y el Caribe del Ministerio de Exteriores. Le entrevisto en el edificio de la Cancillería, frente a la Corte Suprema, enclavados en una bella y moderna área de Jerusalén. “Todavía sigo creyendo en la vía de la paz entre árabes e israelíes, pero nadie ha encontrado la solución”.
En el este de la ciudad santa para cristianos, musulmanes y judíos, los árabes israelíes con los que hablo tampoco ven la salida. “Son bombardeos sin sentido. No van a poder matar a todos los de Hamás y dentro de unos años los niños que ahora sobreviven bajo las bombas, que han visto morir a toda su familia, querrán vengarse. Además de que viven en una gran prisión, no son libres, no pueden hacer lo que quieran. Estamos condenados toda la vida a la guerra”, susurra con desaliento un comerciante del este de la Ciudad Vieja de Jerusalén.
Aparte de su situación personal, al borde de la ruina por la ausencia de turistas, su principal fuente de ingresos, le preocupa el cierre de la frontera, que afecta a los cerca de 150.000 palestinos que trabajaban en Israel. Cada mañana debían hacer largas filas para superar los controles de las autoridades israelíes y retornar por la noche a sus hogares en Cisjordania o Gaza, tras la jornada laboral. No tienen permitido pernoctar en suelo judío.
Y después del 7 de octubre la confianza se resquebrajó por completo. No será fácil ni pronto que puedan volver a sus puestos, sobre todo los trabajadores procedentes de Gaza. Los militares israelíes aseguraron que hubo complicidad de empleados de los kibutz en el asalto del grupo integrista islámico, y las imágenes de los civiles en la Franja celebrando los muertos y secuestrados acrecentó el recelo hacia todo el pueblo palestino. No encontré a nadie que estuviera dispuesto a recibirlos de nuevo.
Crucé a Cisjordania desde Jerusalén, primero a Belén y luego a Ramallah, a través de pasos fronterizos sin control alguno ante la ausencia de palestinos. Y palpé idéntico resquemor y cólera hacia sus vecinos. “Prohibida la entrada a los ciudadanos israelíes. Es peligroso para sus vidas”, reza un cartel de la Autoridad Nacional Palestina en cada punto de acceso a Cisjordania.
En el moderno edificio de la Universidad Árabe Americana de Ramallah, me recibe el doctor Shadi Abu Ayyash, de la Facultad de Comunicación. Hijo y nieto de refugiados palestinos, habla pausado sobre los acontecimientos recientes y no augura un final esperanzador.“Atacar civiles no es aceptable”, puntualiza. “No puedo hablar por Hamás, no sé cuáles fueron sus motivaciones. Pero Gaza ha estado sitiada durante décadas; Israel controla todo, comida, gasolina, electricidad, y llegó a un punto en que se advirtió que era una olla a presión que podría estallar”.
Analiza como erróneo e inaceptable que Israel abandonara Gaza en 2006, pero siguiera controlando “la frontera, el agua, la energía. Eso no es libertad”. A su juicio, por tanto, lo sucedido el 7 de octubre podría ser “una reacción a 20 años de sitio, aunque nadie esperaba que estallara de esa manera”, añade. “Los palestinos no deberían aceptar nada diferente a terminar la ocupación israelí. Si no, el conflicto seguirá otros 20, 30 años o más. Es miope creer que puedes terminar la guerra”.
En un pueblo cercano a Ramallah, converso con Aman Nafa en su hogar. Detenida cuando tenía 22 años, pasó una década tras las rejas y ahora aguarda a que su esposo, Nail Barghouti, que lleva 43 años preso por matar a un oficial israelí, recupere la libertad en un próximo canje.
Tilda a Israel de nación terrorista “bombardean niños, familias, destruyen edificios, hospitales, matan médicos, periodistas”. Y le parece ilusorio que Netanyahu clame que eliminará a Hamás. “Está en todas partes, no se puede acabar”.
Cuando le pregunto acerca de la barbarie de Hamás, niega que perpetraran las atrocidades que le adjudican. “No cometió las masacres, fue la aviación israelí la que mató a su propia gente”, afirma rotunda. Tampoco le merecen crédito los videos que exponen el salvajismo de Hamás y me aconseja que investigue antes de avalar su autenticidad.
Yo había visto el documental de 45 minutos sobre los hechos del 7 de octubre, que el Ejército israelí exhibe en pases reservados a periodistas. Se trata de una recopilación de videos, de una crueldad extrema, sacados de los celulares de víctimas y sobrevivientes, así como de terroristas dados de baja y las cámaras tanto de casas como de calles de los kibutz, sumados a los que difundió Hamás en redes sociales.
No dudo de que son imágenes auténticas. Igual de verdaderas que las que muestran la aterradora devastación de Gaza, a donde no pude ir porque, de momento, no permiten el paso a la prensa internacional.
Por desgracia, todo hace presagiar que no será la última guerra.