HISTORIA
El fin del horror en Europa
Por estos días se celebran 75 años del fin de la Segunda Guerra Mundial en este continente. Una semana que cambió la historia del mundo: Mussolini fue ejecutado, Hitler se suicidó, Stalin tomó Berlín y Alemania se rindió.
El 27 de abril de 1945, un grupo de partisanos comunistas italianos, que hacían parte de la resistencia contra el fascismo y el nazismo, detuvieron un convoy alemán que recorría una pequeña carretera que conducía a Dongo, un pueblo al norte de Milán, cercano a la frontera con Suiza. Entre los pasajeros se encontraba un hombre calvo, vestido con un abrigo y un casco de la Wehrmacht (nombre de las fuerzas armadas nazis), que al parecer estaba borracho. Lo acompañaba una mujer que parecía cuidarle la borrachera.
En el retén, los partisanos identificaron a medio centenar de líderes fascistas que intentaron escapar sin éxito. En medio de la confusión causada por las retenciones, uno de los miembros de la resistencia se dio cuenta de que el borracho en realidad era Benito Mussolini y la mujer que lo acompañaba, su amante, Claretta Petacci. El plan de fuga ordenado por Hitler para llevar al dictador italiano a Alemania había fallado y ambos fueron arrestados, llevados a Dongo y, al día siguiente, fusilados sin un juicio. Cuenta una de las tantas versiones de la historia que Claretta, en un último acto de amor, se interpuso entre el verdugo y su amante y recibió las balas que le ocasionaron una muerte instantánea.
Esta fotografía, registrada el 2 de mayo, se convirtió en el símbolo del triunfo del Ejército Rojo contra el nazismo y la toma de Berlín. Años después se supo que la foto había sido retocada para propósitos propagandísticos.
Los partisanos trasladaron los cadáveres de la pareja a Milán y los tiraron en la plaza de Loreto. Era la madrugada del 29 de abril, la noticia se difundió rápidamente por toda la ciudad y miles de italianos se dirigieron a la plaza para ver el cadáver del dictador que los había conducido a una ruinosa y sangrienta guerra. La ira se apoderó de los espectadores y empezaron a patear, escupir y orinar los cuerpos de Il Duce, su amante y sus compañeros, para luego colgarlos con sus caras totalmente desfiguradas.
Escondido en el búnker, ubicado debajo del Reichstag (Cancillería del Reich), Hitler se enteró de la muerte de Mussolini. Para ese momento el Führer había reconocido a su círculo más cercano la derrota alemana, pese a que Joseph Goebbels lo animaba diciéndole que el ejército alemán renacería de las cenizas en Berlín y derrotaría primero a los soviéticos y luego a los Aliados. Y le decía que un símbolo de ese buen augurio era la muerte por infarto del presidente estadounidense, Franklin D. Roosevelt, el 13 de abril de 1945.
Ante la inminente invasión del Ejército Rojo a Berlín, Hitler, que había cumplido 56 años el 20 de abril, concluyó que no había más camino que el suicidio y que por dignidad y orgullo toda la nación alemana debía morir con él, una idea que daba cuenta de su estado de locura. Al conocer los vejámenes recibidos por los cadáveres del líder italiano y su amante, Hitler decidió adelantar su muerte. En su testamento, del 29 de abril, el Führer escribió: “Quiero compartir mi destino con los otros millones de hombres que han decidido hacer lo mismo. Tampoco quiero caer en manos de un enemigo, que querrá presentar un nuevo espectáculo organizado por los judíos, para el regocijo de las masas histéricas”. E indicó que los cuerpos de él y Eva Braun, con la que se había casado horas antes, debían ser incinerados.
El 30 abril, Hitler se despidió de todos los que estaban en el búnker y cenó con algunos de ellos. Cuenta una de las versiones de la historia que el médico Werner Haase le recomendó las pastillas de cianuro. El dictador no quería una muerte lenta y agónica y para asegurarse del método probó las pastillas en Blondi, su perra pastor alemán a la que quería mucho más que a Eva Braun. Un soldado se encargó de la tarea. La perra se resistió a abrir la boca y a tragar la pastilla, pero casi de inmediato murió.
En la tarde, Hitler y Braun se encerraron en un cuarto y minutos después se escuchó un disparo. Soldados entraron y vieron el cuerpo del Führer en un sofá con un tiro en la sien; a su lado izquierdo yacía su esposa. Envueltos en unos tapetes, los cadáveres fueron trasladados al jardín del Reichstag y tirados a una fosa. Los soldados rociaron los cuerpos con gasolina y les prendieron fuego. Los combates en Berlín impidieron que los seguidores de Hitler cumplieran a cabalidad su último deseo, y los cadáveres fueron sepultados sin haberse calcinado totalmente.
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Al conocer los vejámenes hechos al cadáver de Mussolini, Hitler decidió suicidarse con cianuro.
Así, con solo dos días de diferencia, murieron los máximos líderes del fascismo. Su megalomanía y la idea de restablecer la grandeza europea de épocas antiguas habían llevado al mundo a una guerra que causó al menos 60 millones de muertos y la ruina de Europa, sin contar el exterminio sistemático de más de 6 millones de judíos, eslavos, gitanos, comunistas y opositores al fascismo.
"En la noche del 8 de mayo de 1945, en Berlín, los alemanes volvieron a firmar otra capitulación sin condiciones para satisfacer a Stalin".
La confrontación no acabó con la desaparición de ambos dictadores. Luego del suicidio de Hitler pasaron ocho días para que Alemania capitulara: primero ante los Aliados el 7 de mayo, y luego ante los soviéticos el 8 de mayo. Con la rendición sin condiciones del ejército nazi finalizó la guerra en Europa. Era el fin de una estrategia iniciada en el frente oriental por los soviéticos tras la derrota propinada a los alemanes en la batalla de Stalingrado en el invierno de 1942-1943; y secundada año y medio después por los Aliados con el desembarco de Normandía, el famosísimo Día D, y que tuvo su punto final en abril de 1945, cuando los ejércitos soviéticos entraron a Alemania por la frontera oriental y los Aliados por el lado occidental.
El inicio del fin
En abril de 1945, Alemania estaba rodeada. Por el oriente los rusos avanzaban hacia Berlín. Y en el frente occidental, los ingleses y canadienses, comandados por el mariscal de campo londinense Bernard Law Montgomery, entraban por el norte; los norteamericanos por el centro, y los franceses por el sur. El general George S. Patton, comandante de una parte de las tropas estadounidenses, quería ingresar rápido hacia Berlín y ganarles la carrera a los soviéticos, pero Dwight Eisenhower, el comandante general del Cuartel General Supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada (SHAEF, por su sigla en inglés), se lo impidió. Había razones para ello. Primero, en la Conferencia de Yalta, celebrada entre el 4 y el de 11 febrero de 1945, Iósif Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt acordaron repartirse Alemania en zonas de influencia, y Berlín había quedado en la parte que le pertenecería a la Unión Soviética.
Franceses y estadounidenses salieron a las calles de París y Nueva York al enterarse de que los alemanes habían firmado su rendición.
Así, Eisenhower creía que invadir Berlín supondría la baja de más de 100.000 soldados. No era justo y necesario sacrificar a tantos norteamericanos para luego entregarle la ciudad a Stalin. Entonces, su ejército se dedicó a derrotar a los nazis en el territorio que les sería entregado a ellos, a Inglaterra y a Francia, una vez terminara la guerra.
En los primeros días de abril, cuando las tropas liberaban la ciudad de Weimar, Patton llegó al campo de concentración de Buchenwald y le avisó a Eisenhower sobre los horrores vistos. Él viajó al lugar y también quedó espantado. En un telegrama en el que le avisaba al presidente Roosevelt sobre el asunto escribió: “Jamás en mi vida he visto algo semejante… se trata del mal absoluto”. Para que todo el mundo conociera las atrocidades hechas por los nazis y dejar un registro histórico innegable, Eisenhower mandó filmar una película documental e invitó a periodistas del mundo. Además, ordenó a los alemanes que enterraran los cuerpos del campo de concentración para que supieran del genocidio hecho por su líder. Las imágenes eran brutales: cadáveres de judíos en sus huesos en descomposición sobre carretas o abandonados en fosas comunes sin tapar, y miles de personas enfermas y desnutridas. Muchas no sobrevivieron después de su liberación.
Entretanto, en el frente oriental, a finales de marzo, el ejército soviético había liberado Polonia y parte de Checoslovaquia y se prestaba a entrar al corazón de Alemania. El primero de abril, Stalin y sus generales planearon la toma de Berlín, que debería culminar el 1 de mayo, la fecha más importante en la URSS en la que se celebraba el Día de la Solidaridad Internacional de los Trabajadores. La estrategia era simple: un frente comandado por el mariscal Gueorgui Zhúkov debía entrar por el centro, mientras otro, al mando del mariscal Iván Kónev, tenía que ocupar el sur y rodear Berlín. Stalin, amante de generar rivalidades en los miembros de su círculo más cercano para lograr su favor, creyó que esta estrategia era un juego perfecto para poner a competir a ambos oficiales por la toma de Berlín.
En la Conferencia de Yalta, celebrada entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, Iósif Stalin, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill acordaron repartirse Alemania en zonas de influencia una vez terminara la guerra.
La ofensiva comenzó el 16 de abril cuando Zhúkov ordenó invadir la pequeña población de Seelow, ubicada a 70 kilómetros de Berlín. Los alemanes resistieron el ataque de más de 20.000 cañones y lo que se pensaba iba a ser una ocupación fácil se convirtió en una cruenta batalla. Stalin, preocupado de que su plan propagandístico de ocupar la capital alemana el primero de mayo pudiera fallar, le dio vía libre a Kónev para adelantarse a Zhúkov, que logró doblegar a las fuerzas alemanas dos días después. El 20 de abril, en el cumpleaños de Hitler, la ciudad estaba prácticamente rodeada, pero Goebbels, experto en propaganda, emitió un mensaje para homenajear el onomástico de su líder y dar aliento a los alemanes. “Hitler será el hombre del siglo(…) En poco tiempo Alemania se salvará y sus jardines florecerán”. Los augurios de Goebbels estaban lejos de cumplirse. Cinco días después, el 25 de abril, ambos mariscales se encontraron y juntaron sus fuerzas para la ofensiva final.
A manera de anécdota, a 100 kilómetros del sur de Berlín, en la población de Torgau sucedió uno de los hechos que no se repetirá, por lo menos en 30 años. En cercanías a un puente destruido sobre el río Elba, un pelotón de reconocimiento de la infantería estadounidense se encontró con una división del Ejército Rojo. Entre cantos, trago y bailes, ambos bandos celebraron el inminente fin de la era nazi, una fiesta que se prolongó por varias horas. Este sería uno de los últimos gestos de amistad que se darían entre los soviéticos y los norteamericanos.
Para enfrentar la ofensiva soviética, Hitler, que ya había tomado la decisión de suicidarse, y sus generales decidieron reclutar a niños, ancianos y discapacitados para defender la ciudad. Pese al maltrecho estado del ejército nazi, la resistencia fue feroz. El combate fue casa por casa y a los soviéticos les tomó cinco días llegar al centro de la ciudad. El 30 de abril, mientras Hitler se suicidaba, un reducto de 5.000 de soldados defendía el Reichstag, derrotado el primero de mayo. Stalin lograba su propósito: darle la buena nueva al pueblo soviético de la derrota del fascismo el Día de la Solidaridad Internacional de los Trabajadores. Un acto de pura propaganda política.
Los alemanes se rinden
Algunas versiones de esta historia cuentan que Goebbels creyó hasta el final que Alemania ganaría la guerra; sin embargo, ante la cruda realidad no le quedó más remedio que optar por la vía que había tomado su jefe. En la noche del primero de mayo, Magda, esposa de Goebbels, envenenó a sus seis hijos para luego hacer lo mismo junto con su marido. En una carta que ella le dejó a su hijo mayor, escribió: “No merece la pena vivir el mundo que viene detrás del Führer. Por eso también he tomado a los niños, porque sería dolorosa la vida que llevarían después de nosotros. Un Dios misericordioso me comprenderá cuando yo misma les dé la salvación”.
Ese mismo día, el almirante Karl Dönitz, al que Hitler designó como su sucesor, formó el último Gobierno nazi en el puerto de Flensburg, ubicado al norte de Alemania. Y desde allí inició contactos con los Aliados para negociar su rendición. Su intención era acabar con el frente de guerra del oeste para lograr que civiles y soldados alemanes pudieran huir del avance ruso. Dönitz envió a Hans-Georg von Friedeburg al campamento donde se encontraba el mariscal de campo londinense Montgomery para acordar los términos de un armisticio. La negativa fue rotunda y a Friedeburg no le quedó más remedio que viajar a Reims, Francia, junto con Alfred Jodl, para firmar la capitulación sin condiciones. En la madrugada del 7 de mayo de 1945, los representantes del Gobierno de Flensburg firmaron la rendición, y Jodl dijo unas palabras que causaron indignación entre los Aliados: “El pueblo alemán y su ejército están en sus manos. Solo espero que el vencedor nos trate con generosidad”.
Los estadunidenses no avanzaron sobre Berlín para no irritar a Stalin. Se dedicaron a derrotar a los alemanes en otras zonas del país.
En la mañana de ese día, la noticia se conoció por toda Europa y al otro lado del Atlántico. Los periódicos franceses editaron ediciones especiales en las que se anunciaba el fin de la guerra, y los ciudadanos salían al Arco del Triunfo a festejar. Lo mismo sucedió en las principales calles de Nueva York. La felicidad de los occidentales contrastó con la furia de Stalin. Aunque en las capitulaciones de Reims había un representante soviético, para él era inadmisible que no se firmara una rendición de los alemanes en Berlín, centro político del fascismo y lugar donde el heroísmo del Ejército Rojo se había mostrado a plenitud. Como había sucedido con la toma de Berlín, el líder soviético tenía que sacarle el mayor provecho propagandístico a la situación, así que exigió que al día siguiente se firmara una nueva capitulación. Al fin y al cabo, ellos habían puesto más de 26 millones de muertos en la guerra. Pedido al que los Aliados accedieron.
El malestar de los alemanes era notable. Creían que una doble humillación era exagerada, pero, en la noche del 8 de mayo, no tuvieron más remedio que volver a firmar. Por la diferencia horaria, la noticia se conoció en Rusia en la madrugada del siguiente día, y un mensaje de radio difundido ampliamente decía: “El país de los sóviets ha salvado a la civilización del fascismo alemán. Viva el ejército y el pueblo soviético”. La celebración tuvo como protagonista a Stalin. Los rusos brindaban, bailaban y hacían representaciones en su honor.
Así terminó la Segunda Guerra Mundial en Europa. Pero esta era de reconciliación entre occidentales y soviéticos poco duró. En los meses siguientes, Stalin tomó el poder en Polonia, Checoslovaquia, Hungría y demás países de la franja oriental por medio de Gobiernos títeres. La expansión del dominio soviético llevó a Churchill a decir: “Desde Stettin, en el Báltico, a Trieste, en el Adriático, ha caído sobre el continente una cortina de hierro”. Comenzaría así una nueva guerra de baja intensidad. La Guerra Fría.