Un mundo por venir
El próximo será quizás un año de importantes definiciones que abrirán en firme otro capítulo de la humanidad, sin utopías y nuevas incertidumbres. Estará dominado por la guerra contra Irak y el terrorismo.
Václav Havel, el dramaturgo que lideró la rebelión contra el régimen comunista en Checoslovaquia, reflexionaba hace unos meses sobre la política, en anticipación a su despedida del poder. En febrero de 2003 dejará la presidencia de su país, después de 14 años. La fotografía que acompañó la publicación de sus reflexiones, en el New York Review of Books, lo retrata de espaldas, mientras sus pasos dejan unas huellas marcadas en la arena. Al frente suyo, un horizonte en apariencia despejado.
Mi vocación de historiador me llevó a fijar la mirada en el simbolismo de esas huellas visibles, a pensar en su legado: con Havel se cierra un breve capítulo de la historia en el que, tras el derrumbe del imperio soviético y del comunismo, se alimentaron las ilusiones de paz, libertad y bienestar mundial. La tarea encomendada por SEMANA, sin embargo, me invita a mirar en dirección contraria, por encima de los hombros del líder checo, para dilucidar un horizonte nada despejado.
Eventos y predicciones
La agenda de 2003 nos anuncia hechos que ocurrirán con alguna certidumbre, de mayor o menor significado. El retiro de Havel es uno de ellos. Grecia tomará las riendas de la Unión Europea. Los chinos estrenarán gobierno. No faltarán las cumbres: en septiembre se reanudarán en Cancún las rondas ministeriales para diseñar el futuro del comercio internacional. Ni faltarán las celebraciones: los 150 años de Van Gogh, el centenario de la adquisición de Nueva Orleans, los tres siglos de San Petersburgo.
No será un año de grandes elecciones en el mundo occidental, pero los belgas elegirán un nuevo Parlamento, como los mexicanos. Lo mismo harán los suizos, que también elegirán presidente. Estas elecciones serían de rutina, sin amenazas de traumatismos. Ni tendrán el carácter decisorio que podrían adoptar en Argentina, si sus elecciones presidenciales de marzo próximo lograsen resolver el vacío de liderazgo político que sufre esa nación.
Un calendario así nos sirve apenas para registrar eventos por venir. Deja abiertos los interrogantes sobre sus resultados. Y está sujeto siempre al azar y a los acontecimientos que insisten en torcer el curso de la historia.
Podrían adelantarse predicciones, como lo hace la edición especial de The Economist para 2003. Algunas son positivas: la economía mundial crecerá más que en el año que termina. Los asiáticos no repetirán milagros, pero una tasa de crecimiento del 6 por ciento es allí prometedora. Otras predicciones ensombrecen el panorama: "La violencia en el Medio Oriente no cesará"; la calidad de vida en Liberia, el país más desolado del Africa, "empeorará aún más"; "es una apuesta segura de que el año estará dominado por la guerra contra el terrorismo y sus aliados putativos".
Bush, Irak y el mundo
-"Guerra avisada no mata soldado"-, era el dicho en mis juegos de infancia barranquillera. Pocas guerras tan avisadas como la que se anuncia contra el régimen amenazante de Saddam Hussein. No pueden perderse esperanzas frente a la misión de las Naciones Unidas que en estos momentos intenta verificar si existen o no armas de destrucción masiva en suelo iraquí. Todos los indicios, no obstante, apuntan a una confrontación casi inevitable.
La discusión sobre el futuro de Irak ya se anticipó durante el año que termina. Si hay o no guerra contra Saddam Hussein parece un tema secundario, ante las perspectivas de un descontrol regional en ausencia de su tiránico dominio. Tras la eventual derrota de Hussein, los planes de reconstrucción de Irak incluyen desde fuerzas de ocupación por largos años hasta diseños de ingeniería democrática. Pero los riesgos de desestabilización en todo el Golfo Pérsico, marcado por una geografía llena de fronteras precarias, son altísimos.
Tales riesgos explicarían en parte los cambios de estrategia de la administración Bush hacia Irak, desde mediados de 2002 cuando tomó la decisión de trabajar con la ONU. Esto no significa que Bush se haya convertido en apasionado amigo de una política multilateral. Mucho menos que haya abandonado la determinación de seguir liderando, con o sin amigos, la guerra contra el terrorismo, después de los trágicos eventos del 11 de septiembre.
Michael Hirsh, ex editor de Newsweek, advierte que es un error tratar a Bush simplemente como un 'vaquero' abriéndose paso en el globo, y sugiere interpretarlo dentro de una tradición muy norteamericana, donde los presidentes han acostumbrado involucrarse en asuntos mundiales con renuencia. De cualquier forma, no parece muy claro cómo evolucionará la posición de Bush frente al mundo.
El reacomodo internacional al nuevo balance global del poder seguirá su curso en 2003, más allá de las guerras contra Irak y el terrorismo. Estados Unidos cuenta hoy con un poderío militar sin paralelos. Su reto no está en imponerse a la fuerza, sino en convencer a sus aliados sobre las bondades de defender conjuntamente unos valores universales. Es lo que el profesor de Harvard Joseph Nye ha popularizado con la expresión "uso del poder suave".
Europa: ¿visiones encontradas?
La alianza entre Estados Unidos y Europa que dominó desde fines de la Segunda Guerra Mundial vive un proceso de redefiniciones. Los europeos siguen buscando identidad propia, que se hará más confusa en la medida en que se extiendan las fronteras de la Unión -de 15 a 25 países-, en una lista que incluiría a Polonia, Hungría y la República Checa. La convención constitucional, presidida por Valery Giscard d' Estaing, aspira a darle a la Unión Europea una nueva carta de navegación en 2003 -un tratado que sustituiría a todos los existentes, desde la etapa iniciada en Roma en 1957-.
Los defensores más radicales del proyecto europeo verían con buenos ojos la adopción de una política exterior común, la elección de un presidente y el atribuirle poder a una autoridad central para decretar impuestos. Tanta ambición puede romper el saco. Sólo hay que observar la proliferación de movimientos populistas que agitan la bandera nacionalista, y sus relativos éxitos en algunos países, para apreciar las dificultades.
Cualquiera sea el resultado de la convención constitucional, el debate sobre el papel externo de la Unión Europea, en particular frente a la hegemonía de Estados Unidos, adquirirá intensidad.
"Es hora de dejar de pretender que europeos y americanos comparten una misma visión del mundo", escribió el analista Robert Kagan en un ensayo reciente. Los europeos, al conquistar para sí la 'paz perpetua', parecen haberse retraído del ejercicio de la fuerza en su política externa. Estados Unidos, al contrario, ha reafirmado su decisión de ejercer el poder en este anárquico mundo 'hobbesiano', donde todavía prevalece "la ley de la selva".
Kagan encuentra parte de la explicación en la debilidad europea, su pérdida quizás irreversible del poderío militar que le caracterizó por siglos, y en nuevos factores ideológicos, basados en las experiencias bélicas del siglo XX que desolaron el continente. Las divergencias con Estados Unidos y las manifestaciones de 'antiamericanismo' serían también el reflejo de la 'envidia melancólica' de viejos imperios, como lo ha descrito el editor del Economist, Brian Beedham. Muchas de las decisiones finales de política externa en la última década tenderían además a darle la razón a Estados Unidos, no a Europa: en los Balcanes, en la Otan, en Afganistán.
No todos comparten esa dicotomía. La Gran Bretaña que dirige Tony Blair sigue favoreciendo una alianza Atlántica, ya tradicional. Y, frente al terrorismo y otras formas de crimen organizado como la industria global de las drogas, podrían esperarse mayores convergencias que divergencias.
El mundo sin Latinoamérica
En este panorama mundial, Latinoamérica seguirá perdiendo relevancia. A juzgar por el contenido de la edición especial de Newsweek sobre las perspectivas de 2003, la región casi no existe -con la excepción de algunas referencias al futuro de la economía del Brasil, y otras marginales al papel que pudiesen tener las reservas petroleras latinoamericanas en la búsqueda de alternativas al Medio Oriente, o a los mensajes políticos de la música hip-hop-.
No parecen abundar las razones en Latinoamérica para ser optimistas en el año venidero. Los venezolanos tienen muy pocas, incluso si Chávez acepta adelantar las elecciones. Todo el mundo andino sufre incertidumbres, aunque el nuevo Presidente de Colombia ha infundido confianza. Los argentinos tampoco tienen grandes esperanzas de superar en el corto plazo una pesadilla económica que han sentido sus vecinos.
Hay que ser, sin embargo, cautelosos con las generalizaciones. La excepción notable sigue siendo Chile, donde la política cabalga al ritmo pausado de la democracia, y la economía aspira crecer más con el tratado de libre comercio que negocia con Estados Unidos.
Los ojos sobre la región están puestos en el Brasil. Su nuevo presidente, Luiz Inacio 'Lula' da Silva, tomará posesión el primero de enero de 2003. Su elección puede ser ejemplarizante para la democracia latinoamericana, sobre todo entre sectores que se reconocen de izquierda: por la paciencia electoral en la conquista pacífica del poder, o por el liderazgo en la organización de su partido. Cualquier lección será vana si 'Lula' no obtiene resultados en el manejo de la economía, cuya crisis -de predecibles efectos desastrosos-, temen los mercados financieros internacionales. Aquí, como en las relaciones con sus vecinos en el continente, abundan incógnitas que 'Lula' deberá despejar pronto.
La marginalidad creciente de Latinoamérica de la agenda mundial no debería ser motivo de preocupación si tantos países en la región no estuviesen sufriendo de tan serias señales de inestabilidad política, económica y social. Por eso Michael Reid, editor del Economist para Latinoamérica, ha sugerido que 2003 estará marcado en el continente por "muchos ejercicios de introspección", al tratar de averiguar, una vez más, dónde está el mal, cómo romper de una vez por todas ese "ciclo destructivo de deuda y depresión". Y, habría que añadir, de populismos.
Un año sin utopías
Las miradas de corto plazo suelen ser por su naturaleza estrechas. Una visión así de 2003 nos podría ofrecer apenas un porvenir apocalíptico, de mayores horrores y miserias.
La guerra con Irak tendrá efectos impredecibles sobre las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán. Osama Ben Laden, y su organización terrorista, amenazan con nuevos actos de destrucción, como los de Bali y Kenia. Otros conflictos, como el que enfrentan los rusos en Chechenia, o el que sufrimos los colombianos, sugerirían también que pese a todas las señales de progreso, la modernidad sigue siendo una ilusión, si acaso el privilegio frágil de unas minorías.
Sin embargo, 2003 será quizás un año de importantes definiciones. Podría decirse que con él culmina ese período de transición que siguió al fin de la Guerra Fría, simbolizado por la expansión de las fronteras de la Unión Europea a los antiguos países de la Cortina de Hierro, y por el mismo retiro de Vaclav Havel del poder. Y se abrirá en firme otro capítulo, sin utopías, con nuevas incertidumbres, y con tal vez mayores dosis de realismo y responsabilidad internacional para enfrentar los retos eternos de la humanidad.