Desde hace más de una década venían las advertencias de que el colapso podía llegar

VENEZUELA

Noche apocalíptica para Venezuela

El apagón de la semana pasada en Venezuela confirma el colapso del país bajo el régimen de Nicolás Maduro. El corresponsal de SEMANA describe esos días de angustia y penumbra.

Víctor Amaya
16 de marzo de 2019

En la Venezuela chavista no es novedad que los servicios públicos no estén garantizados. Pero lo ocurrido a partir del jueves 7 de marzo rompió todo antecedente. La historia del país con las mayores reservas certificadas de petróleo en el mundo, cuyo desarrollo eléctrico llegó a envidiar el continente, se partió ese día a las 4:50 de la tarde.

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Desde hace más de una década venían las advertencias de que el colapso podía llegar. En 2007, por primera vez en la historia, la generación eléctrica en Venezuela dejó de cubrir la demanda nacional y el país nunca pudo recuperarla. Por eso vive apagones descentralizados, intermitentes. No puede permanecer del todo encendido, pero hasta ahora nunca se había apagado por completo.

El miedo de tantos especialistas se cumplió ese jueves, cuando un suspiro de asombro, de tristeza, de duda, se escuchó en Caracas. En otras ciudades como Maracaibo la reacción fue otra: de hastío, de “otra vez lo mismo”; en Carora, el “hoy no tocaba” se impuso como evidencia de que allá están más acostumbrados.

Nicolás Maduro culpa a Estados Unidos y a Juan Guaidó de un “ataque electromágnetico”, del que dice mostrará pruebas que aún no hace públicas. El líder opositor acusa al régimen chavista de ineptitud en el mantenimiento de la infraestructura y llamó a sus seguidores a tomarse las calles.

“Ojalá llegue rápido para irme a mi casa, en el metro”, soltó una mujer en la capital antes de acomodarse en el último resquicio de un banco de concreto a las afueras de la estación Miranda del subterráneo caraqueño. Aquel vestigio de urbanidad, siempre desocupado y manchado, ofrecía refugio a los varados.

El servicio eléctrico cayó totalmente. Adiós luz, y también señales de los celulares. Solo algunas zonas quedaron cubiertas gracias a plantas de reserva en antenas de transmisión, particularmente en los alrededores de edificios sedes de las dos empresas del sector que el Estado no controla. Nadie lo sabía, pero se iniciaba una historia que pondría a prueba a todos y que, aún hoy, no ha terminado de escribirse.

La tarde terminó de caer el jueves cuando las calles aún estaban inundadas de transeúntes huérfanos de transporte público. En la capital, el servicio superficial ya estaba golpeado de muerte, pues solo circula el 20 por ciento de la flota de autobuses. En los últimos tres años, la tarifa controlada y el galope de la hiperinflación han hecho imposible mantener rodando unidades que dependen de repuestos importados y de lubricantes impagables.

Marianella llegó a la estación de tren en la que tomaría el vagón que la llevaría hasta Charallave, en las afueras de la capital. Pero como los rieles nunca se energizaron, le tocó dormir en el suelo, al amparo de la Policía Nacional Bolivariana que se mantuvo de guardia, tan asustada como los demás.

Algunas líneas telefónicas fijas aún servían, pero no había a quién llamar. En Venezuela, el 40 por ciento del consumo de datos digitales –reporta la Comisión Nacional de Telecomunicaciones– es para usar la plataforma WhatsApp, pieza clave en el intercambio entre quienes se fueron y quienes aún están, en una nación con una diáspora mayor a los 3,3 millones de personas. Ese 10 por ciento de la población no pudo comunicarse con los suyos.

Y pasaron las horas. Cada quien viviendo su particular era premoderna. Quienes tenían velas aprovechaban la penumbra. Quienes no, lo lamentaban en la oscuridad.

Solo algunos privilegiados podían mecerse en la felicidad de contar con planta eléctrica, amén de la mínima porción de hospitales y clínicas que mantenían sus lámparas funcionando.

Patricia sonríe ahora, pero entonces lloraba. Pasadas las diez de la noche del jueves, el dolor le sacaba lágrimas. Había iniciado trabajo de parto y temía que el suministro de emergencia se agotara en cualquier momento. Dio a luz sin ella. Ana María tenía programado un procedimiento quirúrgico en el Hospital Universitario de Caracas, sin embargo no la atendieron. Una planta auxiliar apenas alimentaba la sala de urgencias y otra la Unidad de Cuidados Intensivos. Si una fallaba, movían a los pacientes a la otra hasta que lograran reconectar.

Tener suministro alterno no garantizaba nada. En el hospital Domingo Luciani, al este de la capital, el generador de gasoil tardó tres horas en comenzar a funcionar, y lo hizo al cuarto intento.

Ninguna de esas realidades era colectiva. El primer día de un apagón es una experiencia casi individual, que significa ajustarse, afinar la vista, esperar el destello. Los siguientes son de comunidad, de solidaridades, de encuentros, de la obligatoria certeza de contar con el otro. De sobrevivir.

Cuando comenzó el viernes en las calles de la capital ya había personas caminando, no sabían que el Gobierno de Nicolás Maduro había decretado el día no laborable a escala nacional. Después de todo, las transmisiones oficiales por los medios de comunicación le hablaban casi a la nada. Y sin conectividad, el 60 por ciento de la población que habitualmente se informa por las redes sociales, según estadísticas de la ONG Espacio Público, estaba a ciegas.

La falla se había registrado en la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar, conocida simplemente como Guri. Caracas se surte también de otras fuentes generadoras, al menos en teoría. La planeación original del Sistema Interconectado Nacional deja en manos de las tres centrales hidroeléctricas al sur del país el 60 por ciento de la generación nacional, con un entramado de 21 termoeléctricas que suple el resto. Así se alimenta un enjambre de cables que transmite y distribuye la energía a todo el país.

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Pero la falta de mantenimiento, los planes de desarrollo nunca concretados, los proyectos dejados a su suerte y las corruptelas asociadas a la inversión en el sector han dejado minusválido al sistema. Por eso Guri provee el 80 por ciento de la electricidad, como admitió el Gobierno. Por eso una falla allí deja a oscuras a buena parte del país.

El resto se apaga porque la generación térmica es absolutamente insuficiente. En octubre de 2018, la Asociación Venezolana de Ingeniería Eléctrica había advertido que menos de la mitad de las 20 turbinas de Guri estaban operando y que las termoeléctricas estaban paralizadas u operaban tan solo al 15 por ciento. Crónica de una muerte anunciada.

Y no llegó antes porque la economía chavista ha destruido las empresas básicas de Guayana –otrora principales beneficiarias de Guri– y otros parques industriales, y por lo tanto convirtieron la demanda en un asunto residencial. “Así cambió violentamente la estructura del mercado, que ahora es como en Cuba, luz para vivir y no para trabajar”, ha dicho el exviceministro de energía eléctrica Víctor Poleo.

Todo estaba advertido, incluso desde 2010, en un documento de la Universidad Simón Bolívar: el colapso podía ocurrir. La sordera gubernamental retumbó el viernes 8 de marzo, cuando a las 11:38 de la mañana se fue la luz en toda Caracas de nuevo para no volver más durante al menos 48 horas, en el mejor de los casos.

Ahora sí que no había escapatoria y comenzaban el miedo y la contingencia. Mientras el Estado movilizaba camiones de combustible para surtir los pocos centros de salud con planta generadora, de los cuales solo funcionaba el 50 por ciento, según la ONG Médicos por la Salud, en las casas se preocupaban por la comida.

Caracas vivió su noche más oscura. Tenía la estampa de una ciudad posapocalíptica, muerta. El complejo Parque Central era una sombra, la silueta apenas de una modernidad perdida. La avenida Bolívar, que se extiende desde allí hasta El Silencio, escenario de tantas consignas de revolución victoriosa, era un pasillo ciego. Algún vehículo cruzando el asfalto, una motocicleta a toda velocidad, y silencio. Las únicas luces del trayecto, fugaces y en desbandada. Al fondo, los retratos de Simón Bolívar y de Hugo Chávez coronando la estructura nunca terminada del Palacio de Justicia, un “elefante blanco”, pero negrísimo esa noche.

En la avenida Urdaneta, que conduce al palacio presidencial, había otro ambiente: igual de oscuro, aunque más bullicioso. Tampoco había luz, pero sí muchas personas en la calle. Civiles resguardando esquinas, ‘coletivos’ reunidos con sus motocicletas como guardianes de una pax tenebris. Cada mirada era un escrutinio. La desconfianza era norma. Las armas al cinto parecían un requisito.

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Habían ampliado a dos cuadras el cerco de seguridad en Miraflores, la sede del Ejecutivo. Desde la última esquina, a lo lejos, se veía un palacio en penumbras, pero con ventanas iluminadas gracias a una planta eléctrica y su ronroneo de privilegiados.

En la plaza O’Leary no había un alma. El sueño modernista del arquitecto Carlos Raúl Villanueva, permanecía vencido por el delirio del chavismo. Pero desde allí se abría un portal hacia San Martín, donde imperaba la intranquilidad. La avenida estaba llena de escombros, botellas rotas, piedras. Allí libraron una guerra saqueadores y vecinos que defendieron los comercios a sabiendas de que si quedaban destruidos, no renacerían. La situación escaló con la policía y sus blindados, hasta que llegó la calma unas cinco horas después.

Al este, en Petare, la favela más grande del continente, algún vehículo con sus luces altas iluminaba fugazmente la fachada de la miseria. Una escena quizá irrepetible: en terreno fértil para la violencia y la delincuencia, esa noche descansaron los gatillos.

En 2007, por primera vez en la historia, la generación eléctrica en Venezuela dejó de cubrir la demanda nacional y nunca pudo recuperarla.

El contraste total estaba en Altamira, donde los edificios de clase media servían de telón de fondo de un encuentro sobrevenido e insólito. Allí había señal de celular y decenas de vehículos se apostaban para que conductores e invitados pudieran tener cómo comunicarse hacia afuera del país (adentro casi nadie podría contestar). Entretanto, unos carros encendidos ponían la luz y la música de una discoteca improvisada, mientras sus dueños bebían y navegaban las redes sociales.

Por el río Guaire, en Caracas, fluye un agua tan sucia que casi parece petróleo, dijeron varios venezolanos a los pocos periodistas que pudieron informar sobre la situación desde la ciudad.

El domingo amaneció con muertes. Ya se calculaba una decena de personas fallecidas en el país por causas vinculadas directamente con el apagón. La cuenta llegaría a 21 en total. En las redes sociales comenzaban a circular videos de espanto, incluyendo el de unos médicos que mantenían con vida a un pequeño con ventilación manual, pues el respirador automático dejó de funcionar cuando su batería interna no aguantó más espera. Así también le ocurrió a Gabriela con su niño prematuro, que sobrevivió gracias a que ella hizo turnos con un médico de guardia para apretar aquel globo de plástico.

Pasaban las horas: 72, 96. Cambió la manera de contar el tiempo. De horas y minutos, a víctimas, lágrimas, ‘pordioses’.

Mientras, con cada nueva caída se producía una oscuridad distinta: las pocas emisoras de radio de la ciudad con planta eléctrica las tenían exhaustas y el dial se fue vaciando hasta que solo se escuchaban apenas cuatro señales, dos con música para bailar y dos con propaganda chavista.

El domingo en la noche comenzaron destellos, y algunos sectores de Caracas se iluminaron. El Gobierno derrochó el canto de ‘victoria’ ante el supuesto sabotaje imperial cibernético y electromagnético sobre un sistema que, según los expertos, es analógico. Es decir, inalcanzable para los hackers.

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Los días siguientes fueron de intermitencias, de sentir que llegaba la lotería, de diferenciarse de quienes quedaban atrás a la espera de un rayito de luz. La capital se encendió, se apagó y se volvió a encender, pero algunos estados sobrepasaron las 120 horas sin flujo. Incluso en la urbe aún hay sectores muertos, desesperanzados ya, cada vez más solos.

El servicio eléctrico manejado por el chavismo quizá nunca vuelva a la ‘normalidad’ previa al 7 de marzo, marcada por la inequidad en el servicio, los constantes apagones en las regiones y la prioridad de Caracas. Una decisión política ahora marcada por esquemas de racionamiento más fuertes. Vargas sigue sin luz, luego Trujillo, después Táchira. Y así.

Los caraqueños jamás olvidarán el apagón más largo de su historia, ni tampoco la consecuencia más directa: la ausencia de agua que ha obligado a buscar el líquido en fuentes naturales y en torrentes con dudosa calidad, como el sitio donde Willmer la recogió el martes en la mañana, al borde del contaminado río Guaire… “Pero ni de vaina me la tomo”. Dos heridas que seguirán frescas y abiertas porque el Estado no tiene cómo suturarlas.

Cuando salió el sol, cuando los bombillos sonrieron, el drama era y es otro: las secuelas humanas y materiales de una ciudad colapsada, de un país arruinado, de una sociedad al borde, de un Gobierno en las últimas.