CHINA

China: El nuevo emperador

Desde Mao, ningún gobernante había acumulado tanto poder como Xi Jinping. En la edición 19 del Congreso del Partido Comunista Chino fue confirmado como líder del partido por un segundo mandato.

21 de octubre de 2017
Xi Jinping exaltó la bonanza económica, reflejado en el crecimiento de megápolis como Shanghai. Foto: AP

En su discurso de 205 minutos, con el que inauguró el Congreso del Partido Comunista de China (PCCh), el presidente Xi Jinping les recordó a sus compatriotas por qué se ganó el apodo del Nuevo Mao en los cinco años que lleva en el poder. Tras hablar de los triunfos económicos de las últimas décadas y exaltar la “gran revitalización de la nación”, afirmó que ya es hora de que su país se convierta en “una fuerza poderosa” que lidere al mundo en los campos político, económico, militar y ambiental.

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En ese largo discurso ante los 2.300 delegados en el Gran Palacio del Pueblo, Xi destacó también que durante su gobierno China se convirtió en la segunda potencia económica del mundo, se metió en la carrera espacial, organizó varias cumbres internacionales, recuperó parte de su influencia regional y ahora “tiene brillantes perspectivas de rejuvenecimiento”. Si el PCCh se mantiene y persiste en sus políticas, dijo, en 2050 China “se erguirá entre todos los países”. Una referencia apenas velada a una frase célebre del propio Mao, quien tras ganar la guerra civil a los nacionalistas de Chiang Kai-shek dijo en 1949: “El pueblo chino se ha puesto de pie”.

Timonel 2.0

Los paralelismos del fundador de la República Popular de China y Xi son profundos, complejos y en ocasiones contradictorios. El padre del actual líder, el general Xi Zhongxun, combatió junto a Mao, estuvo entre los fundadores del PCCh y fue una figura destacada del gobierno. Esos orígenes convirtieron al joven Jinping en uno de los ‘principitos rojos’, es decir, en herederos naturales del gobierno.

A su vez, durante el último lustro Xi ha resaltado en sus discursos y en otras apariciones públicas sus semejanzas con Mao, con quien comparte muchos más que unos párpados siempre caídos, una sonrisa entre afable y burlona, y un rostro inescrutable. De hecho, desde hace un tiempo la televisión estatal se refiere a él como “líder supremo” y la agencia oficial Xinhua lo llama “comandante supremo”, títulos hasta ahora reservados a Mao. A su vez, como hizo este durante sus masivas purgas políticas, Xi ha aislado, perseguido e incluso eliminado todo lo que huela a disenso y ha promovido la lealtad absoluta al PCCh.

En enero de este año, en la cumbre de Davos, Xi le hizo incluso un homenaje al Gran Timonel y a todo lo que él significa al decir que “la realización del comunismo es su ideal más alto como él y el objetivo final de su lucha”. Semejante afirmación podría parecer paradójica en la cita anual del capitalismo mundial, sobre todo viniendo del líder del país que se ha convertido en el portaestandarte de la economía estatal de mercado. Pero lo cierto es que el recurso a la figura de Mao es coherente dentro del plan de Xi. “La sociedad china se siente desarraigada, piensa que ha perdido sus tradiciones. Así que Xi ha apelado a ideas y creencias tradicionales tan disímiles como el confucianismo o el comunismo para alcanzar sus propios fines”, dijo en diálogo con SEMANA Ian Johnson, autor de The Souls of China. Y en ese sentido, el líder ha usado con maestría los símbolos del poder histórico de China, no como elementos ideológicos de su doctrina política, sino sobre todo para aumentar su propia popularidad.

En efecto, Xi se ve como un heredero del principal logro de Mao de haberle devuelto a su país la dignidad tras las humillaciones sufridas a manos de las potencias occidentales, desde las guerras del opio a mediados del siglo XIX. Y si Mao pasó a la historia como el primero que levantó su puño frente a los opresores, Xi quiere convertirse en algo más. Como le dijo a esta revista Kyle A. Jaros, profesor de Economía Política China de la Universidad de Oxford, “él no quiere que China sea solo una potencia regional, quiere que se convierta en líder de la política global”.

En eso consiste justamente “el sueño chino”, una expresión que el gobernante usó 36 veces en su discurso del miércoles y que ya cuenta con varios argumentos para volver realidad. Por un lado, el país ha modernizado a pasos acelerados el Ejército Popular de Liberación (EPL), que ya cuenta con dos portaaviones, y este año inauguró en Yibuti (África) su primera base militar en el extranjero. Según dijo el propio Xi el miércoles, la misión del EPL es “ganar una guerra local en una era de la información”. Una frase ambigua que muchos leyeron como una referencia apenas velada al conflicto que ese país mantiene con Estados Unidos sobre el mar del Sur de la China.

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Por el otro, Beijing en el último lustro ha explotado también su soft power con enormes inversiones en América Latina y África, que le han permitido aumentar su poder diplomático en países clave como Venezuela, Brasil y Argentina, o Egipto, Sudáfrica y Nigeria. Y de cara al futuro, el gobierno de Xi tiene planeado consolidar la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda o Belt and Road Initiative, una enorme red de autopistas, aeropuertos, vías férreas, puertos y zonas industriales por toda Eurasia, que podría incluso desplazar hacia China el centro del comercio mundial, que Estados Unidos domina desde hace más de medio siglo.

Un camino largo, tortuoso y... afortunado

Para convertir a su país en la nación más poderosa de la tierra, Xi comenzó por someter a su sociedad aún más que sus antecesores. Durante su gobierno, el Estado ha refinado sus técnicas de coerción hasta el punto de acabar con las expresiones públicas de disenso. Si sus predecesores habían tolerado los periódicos locales, las pequeñas librerías y ciertos centros de estudio, con Xi esos espacios alternativos han desaparecido. Del mismo modo, su gobierno ha silenciado y aislado a los opositores con una severidad no vista desde los tiempos de la tragedia de la plaza Tiananmén. Por eso, uno de los momentos más representativos de sus primeros cinco años en el poder fue el deceso del premio nobel de paz Liu Xiaobo, quien murió de cáncer en julio después de que las autoridades le impidieron viajar para someterse a tratamiento médico.

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A su vez, las coyunturas internas de la política china han favorecido los planes de Xi. Hace cinco años, cuando llegó al poder, el PCCh atravesaba una profunda crisis y se hablaba incluso de una reforma para seguir el modelo de Singapur; hubo incluso rumores de un golpe de Estado. Por eso, Xi recibió el apoyo incondicional de gran parte de la dirigencia comunista, incluyendo a su antecesor, Hu Jintao. Esto le permitió emprender una arriesgada, pero exitosa campaña anticorrupción contra los mandos medios y bajos del PCCh. “Y a eso se agrega una gran habilidad para controlar los puestos clave del gobierno, aumentar la influencia del partido sobre el Ejército y tener la última palabra en las grandes decisiones económicas”, dijo Jaros.

En efecto, la mayoría de los analistas daban por sentado que el congreso del PCCh -en el que Xi fue confirmado como líder del partido por un segundo mandato- que llegó a su fin este martes sin que Xi habiera elegido un sucesor para que lo reemplace dentro de cinco años, como ha sido la costumbre desde finales de los años ochenta. Por el contrario, se espera que utilice su poder para reemplazar con aliados políticos el 70 por ciento de los cargos del Comité Central, que deben retirarse por la edad. En concreto, Xi está buscando concentrar la mayor cantidad de poder para afrontar reformas en el Ejército y sobre todo en la economía, que en los últimos años ha mostrado síntomas de desaceleración.

A todos esos factores internos, se agrega un contexto internacional cuyos vientos han soplado en los últimos tiempos a favor de China. Por un lado, el brexit y la Presidencia de Donald Trump llenaron de argumentos a Xi y otros detractores de las democracias liberales. Según la narrativa que han privilegiado los medios chinos, esos casos prueban que en un abrir y cerrar de ojos la ‘voluntad del pueblo’ puede crear caos y desestabilizar hasta a los países más equilibrados. Por el otro, la forma como las potencias occidentales han manejado las guerras de Oriente Medio ha puesto en evidencia los límites del poder de Estados Unidos y Europa.

A finales de septiembre, Trump les dijo a los asistentes de una cena en la Casa Blanca que Xi era “probablemente el líder chino más poderoso de los últimos 100 años”. Podría sencillamente haber dicho que era “el líder más poderoso”, pero del mundo.