Elecciones
¡You are fired!: se acabó el reality de Trump
Los cuatro años de Donald Trump no fueron un gobierno, sino un reality. Pero uno que le hizo mucho a los Estados Unidos y al mundo. Afortunadamente no hubo segunda temporada.
El martes pasado a las once de la noche el mundo estaba en shock. Lo impensable estaba a punto de suceder: Donald Trump iba a ser reelegido. Todas las encuestas, los medios de comunicación y los analistas se habían equivocado. La pesadilla de hace cuatro años se iba a repetir.
Al día siguiente todo cambió. La gente se había ido a dormir con Trump como presidente y se despertó con Biden en la antesala de la Casa Blanca. Era tal el suspenso alrededor de ese cambio que los colombianos se volvieron expertos en el complejísimo sistema del Colegio Electoral, del cual no entendían nada dos días antes. Con la mayor propiedad, las conversaciones sociales giraban alrededor de los 20 votos electorales de Pensilvania, los 16 de Georgia, los 11 de Arizona y los 6 de Nevada. Entre miércoles y viernes no se hablaba de otra cosa.
A todas estas, Trump cumplió a cabalidad el libreto que se anticipaba de él. Se anunció ganador cuando no se sabía el resultado y denunció el fraude cuando todo parecía indicar que había perdido. En otras circunstancias, un anuncio del robo de unas elecciones viniendo del presidente de los Estados Unidos hubiera sido una bomba como noticia. Pero la cosa era tan absurda que la mayoría de las cadenas decidieron cortar la intervención, y los periódicos tradicionales minimizaron la noticia simplemente presentándola como la última mentira de las 17 diarias que se le atribuyen al presidente.
El show de despedida de Trump fue delirante. Mandó trinos diciendo primero “PAREN EL CONTEO” y, posteriormente, “PAREN EL FRAUDE”. Paralelo a eso, su equipo de abogados demandó las elecciones en varios estados. La mayoría de las cortes estatales no le pararon bolas, pero en algunas los procesos siguen abiertos. Los litigios van desde pedir un reconteo hasta no contabilizar los votos que llegaron por correo, pasando por exigir la entrada de observadores republicanos a las urnas. Que el presidente de los Estados Unidos ponga en tela de juicio la legitimidad del sistema electoral es algo de una inmensa gravedad. Pero como a Trump ya le perdieron el respeto, nadie lo tomó en serio.
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El derrotado presidente denunció una conspiración en su contra, fraguada por los medios, por los gigantes de la tecnología, por los grandes capitales y por las firmas encuestadoras. En esas acusaciones había de todo. Lo de los medios era verdad. Con excepción de Fox News, todos estaban amangualados contra él. Pero no por perseguirlo, sino porque lo consideran un peligro para el país. Lo mismo pasó con los gigantes tecnológicos. Era poco probable que los genios de blue jeans detrás de Facebook, Twitter, Google y otros fueran a ser trumpistas. Mark Zuckerberg y su generación están en otra cosa.
En cuanto a los grandes capitales, la chequera estaba dividida. Silicon Valley estaba con Biden, aunque Wall Street estaba con Trump. Pero las firmas encuestadoras sí se equivocaron estruendosamente. Evidentemente no por estar en una conspiración, pues su prestigio y su clientela dependen de acertar en las elecciones. La explicación parece ser que una parte importante del voto por Trump era vergonzante.
A pesar de los litigios que vienen, el resultado no va a cambiar. Biden tiene una ventaja lo suficientemente grande como para que los reconteos puedan reversar su elección. Como en realidad no hubo fraude, las diferencias de votos que encontrarán serán insignificantes como han sido siempre en el pasado. Para que Trump pueda ganar se necesitaría que Biden perdiera en tres o cuatro estados de los que le dieron mayorías en el primer conteo. Eso no va a pasar.
El final del gobierno de Donald Trump acabó siendo melancólico. La frase que lo hizo famoso en su programa de televisión, The Apprentice, se la aplicaron a él los electores: YOU ARE FIRED! La analogía es adecuada, pues en realidad Trump tuvo, más que un gobierno, un reality. El planeta entero seguía día a día cada salida en falso del presidente y pocos recuerdan momentos de sensatez. Desde el día de su inauguración en que afirmó que la asistencia fue la más grande de la historia hasta el jueves pasado que denunció el supuesto fraude electoral, el reality nunca paró.
Algunos de los capítulos eran folclóricos. Había escándalos sexuales con actrices porno; apodos a los contradictores (Pocahontas, Little Rocket Man, Sleepy Joe); mentiras como la de que había pagado “millones y millones” de dólares en impuestos; exageraciones ridículas como cuando dijo en las Naciones Unidas que su gobierno había sido el mejor de la historia o cuando se comparó con Abraham Lincoln como el hombre que más había hecho por la comunidad negra. Como era de esperarse, las mentiras abundaron. Un día decía que el cambio climático era un “invento de China”; al otro, que los mexicanos iban a pagar el muro entre los dos países, pero tuvo sus mayores exabruptos en relación con el coronavirus. Primero aseguró que no era un peligro; luego, que estaba controlado; posteriormente, que la vacuna estaría lista antes de las elecciones, y hasta llegó a decir que inyectarse desinfectante podía curarlo.
Sin embargo, mucho más grave de todo lo que dijo fue todo lo que hizo. En política exterior desmanteló el sistema de alianzas con que los Estados Unidos habían liderado el mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Se hizo enemigo de sus antiguos socios, y amigo de los dictadores, como Putin y Kim Jong-un. Se salió de la Organización Mundial de la Salud, del Acuerdo de París sobre cambio climático, de la Alianza Transpacífica, entre otros. En casos como el de las relaciones con Cuba, echó para atrás los avances de la administración Obama y volvió a las tensiones de la Guerra Fría. Y en su campaña contra Biden llegó a pedirle a Ucrania que le abriera una investigación a este como condición para darle a ese país un desembolso de millones de dólares ya aprobado. Este chantaje lo llevó al proceso de impeachment, que pudo neutralizar por sus mayorías en el Congreso.
Trump ejerció una presidencia autoritaria, tramposa y nepotista, tratando siempre de pasarse por la faja la separación de poderes. Eso es frecuente en el tercer mundo, pero no en la cuna de la democracia en el continente. No solo sus opositores sintieron su arbitrariedad, sino también sus subordinados. Atacó al FBI, al Departamento de Justicia, a la CIA y a la mitad de sus asesores. Nunca en la historia de los Estados Unidos los altos funcionarios de la Casa Blanca y del gabinete habían durado tan poco en sus cargos. Esta rotación permanente le dio al Gobierno una inestabilidad de principio a fin. Llegó a destituir por Twitter a su secretario de Estado, Rex Tillerson. Su secretario de Prensa, Anthony Scaramucci, duró solo 11 días. Y de no ser porque el doctor Fauci, el gurú del coronavirus, es un funcionario de carrera administrativa lo habría botado hace meses.
Todo lo anterior ha llevado a Estados Unidos al nivel más alto de desprestigio en su historia. El presidente de la primera potencia mundial se convirtió en un objeto de burla y de desprecio universal. Cada vez que en alguna conferencia de jefes de Estado quedaba por accidente abierto algún micrófono, el comentario que se escuchaba reflejaba esos sentimientos. En Estados Unidos, Trump logró contar con el respaldo de casi la mitad de la población. En todos los otros países del mundo, el 90 por ciento de la gente lo veía como un bufón racista, corrupto, xenofóbico y mentiroso.
El último capítulo del reality apenas empieza. Trump ha dejado la impresión de que no ha pensado irse de la Casa Blanca, pues según él le robaron las elecciones. Su hijo Donald Jr. mandó el jueves pasado un trino para llamar al pueblo norteamericano a una “guerra total, para exponer todo el fraude, las mentiras y los votos ilegales” con que quieren sacar a su papá de la presidencia. Eso llevó a un portavoz de la campaña de Biden a afirmar que el Servicio Secreto está en plena capacidad de sacar a un intruso de la Casa Blanca si esto llega a ser necesario.
El espectáculo de un presidente arrastrado a la fuerza del palacio de gobierno de Estados Unidos ya está en la mente de algunos de sus críticos. Hasta allá no va a llegar la cosa, pero tampoco va a ser a las buenas. Salir de él definitivamente no fue fácil. No muchos norteamericanos votaron por Biden con entusiasmo o por convicción. Lo hicieron simplemente porque encarnaba la única oportunidad de regresar a la normalidad. El presidente electo tendrá la difícil responsabilidad de sanar las heridas de un país que no había estado tan polarizado desde la guerra civil. Como no hay mal que por bien no venga, las instituciones norteamericanas mostraron su fortaleza y su solidez al superar el reto más difícil que han tenido en la historia reciente: sobrevivir a Donald Trump.