El mundo entero deja de importar cuando un hijo de 7 años con parálisis cerebral acaba de caerse a las inciertas aguas del mar Egeo, en medio de un naufragio durante una noche cerrada. Faltaban muy pocos metros para tocar tierra cuando se volcó la patera en la que viajaba Aata Mohammad Aatai con su esposa y sus tres hijos, entre ellos Osman, el niño discapacitado. Venían de las costas de Turquía rumbo a la isla de Lesbos, en Grecia, un trayecto de más o menos 10 kilómetros que ha puesto una buena cuota de las 3.770 personas que murieron el año pasado cruzando el Mediterráneo, o de las 737 de este año, de acuerdo con lo que ha calculado la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Sin contar el espantoso naufragio de principios de abril, acaecido entre las costas de Libia e Italia y en el que según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) pudieron haber muerto 500 migrantes, casi todos ellos somalíes. El agua convertida en un cementerio.Osman se hundió mientras Aata Mohammad intentaba desesperadamente –en medio de las olas, en medio de una angustia imposible de explicar– tocar una mano, un pie o acceder al roce de tan siquiera un pedacito de vida de un hijo con limitaciones en riesgo de ahogarse. Qué importa al final llegar o no a Europa huyendo de una guerra en Afganistán, qué importa que los documentos se los haya llevado el agua, qué importa el hambre o la sed, cuando lo que está en juego es enfrentar al mar para arrebatarle a un hijo que no se puede defender.Ni el mismo Aata Mohammad sabe explicar cómo hizo para sacar a Osman del agua para que pudiera respirar, ni tampoco sabe decir exactamente qué pasó durante los minutos que demoraron los cuerpos de rescate en llegar.Qué importa si la gente cree o no en milagros si al final Osman sobrevivió aun cuando todas probabilidades jugaban en su contra. Qué importa, al menos por un momento, no tener un euro en el bolsillo ni tener casa, dice Aata Mohammad, si últimamente su hijo no hace sino reírse con los voluntarios que vienen a visitarlo a esta carpa en la que hace algunas semanas duerme junto a su familia, a pocos metros de la frontera con Macedonia. Lo que verdaderamente importa en adelante es la salud de Osman, sus convulsiones epilépticas, su parálisis cerebral, sus apenas 12 kilos de peso, la atención médica que necesita y que nunca encontraría en un campamento como este, pese a los esfuerzos de una ONG como Bomberos en Acción, unos españoles que han estado ahí siempre al pie del cañón.Son las historias, así, sin filtros, que llevan sobre sus hombros unos 13.000 refugiados que acampan en Idomeni, un pequeño pueblo de Grecia cercado en su extremo norte con una malla alambrada con púas, y vigilada día y noche por tanques de guerra y hombres de la Policía de Macedonia, siempre listos a lanzar gases lacrimógenos y balas aturdidoras a quien intente traspasar la frontera.Idomeni es el crudo retrato de la colisión de dos mundos: una Europa que cierra sus fronteras ante la desbandada de refugiados y un Oriente Medio descuadernado por una crisis humanitaria que hace rato tocó fondo. Se trata del desplazamiento humano más grande desde la Segunda Guerra Mundial. Solo en Grecia hay 53.824 refugiados varados, de los cuales 20.000 son niños que han tenido que entender a las malas que el mundo está en guerra y que, por lo pronto, no tiene un lugar para ellos.Pero la magnitud del drama por momentos parece insondable, incuantificable. En cinco años de guerra en Siria ha muerto el 10 por ciento de su población. Ese país ha puesto (hasta marzo pasado) 4,8 millones de desplazados que ahora deambulan por Egipto, Irak, Jordania, Líbano, Turquía y Grecia. Sin embargo, estos números se refieren solo a personas registradas por Acnur. Se calcula que son más de 7 millones de sirios los que han escapado de un territorio destruido por una guerra multifocal y compleja. Es como si se hubiera desocupado dos veces un país con el número de habitantes de Uruguay.Pero en campos como Idomeni también confluyen refugiados pakistaníes, iraquíes, afganos –como Aata Mohammad y Osman–, allí donde solo este año han muerto 600 personas en medio de bombas y combates entre las fuerzas del gobierno y los grupos talibanes.La sensación que deja caminar por entre la miseria que salta a la vista en Idomeni es que Europa no está invirtiendo lo suficiente en ayudas humanitarias para los refugiados que allí pasan los días. Aparte de Acnur y Médicos sin Fronteras, cuyo trabajo es titánico y silencioso, son las ONG y los voluntarios venidos de países como Italia, España o Alemania los que no han permitido que la gente se muera literalmente en el intento de entrar a Europa. Cuarenta baños y una ducha para 12.000 personas son una muestra del abandono en el que se halla el campamento.Un día en Idomeni es una prueba de resistencia mental y física. Hay necesidades por doquier: desde la falta de comida, medicamentos y abrigo para las noches, hasta la premura para conseguir una botella de agua. Todo eso hace que los días se tornen insufribles y que los ánimos broten tensos. Aún no comienza el verano y el sol ya oprime, con toda su fuerza, los días que comienzan a dibujarse con largas filas para acceder a un té o a un chequeo médico. No parece que esto fuera Europa, pero lo es. Así de crudo.Los voluntarios hacen lo que pueden. Es imposible no sentir tanto respeto por un ser humano que deja todo lo que tiene en la comodidad de su país, para venirse a dar clases de inglés o alemán a los niños, o para ayudar recogiendo basura en los campamentos, o para cocinar alimentos todo el día dentro de un carro equipado con cocina. Y aún así, no es suficiente. De vez en cuando los mismos voluntarios se derrumban, se quiebran hasta ver salir las lágrimas, ante una realidad que se les sale de las manos. Los refugiados, por su parte, ponen su mejor cara. Aún faltándoles todo, no es extraño verlos sonreírle a un desconocido para luego hacerlo pasar a su tienda y ofrecerle un café hecho en un fogón enterrado en la tierra. “Hello, my friend”, es lo primero que aprenden a decir los niños.Grecia no es precisamente un país hostil con los refugiados. Pero sencillamente no da abasto. Gaby Poblet, antropóloga e investigadora de fenómenos migratorios, explica esta situación en el hecho de que Grecia también vive su propia crisis, en parte, gracias al ahogamiento económico que le prodigan sus propios vecinos europeos. Cinco años de recesión y una deuda insostenible con el Fondo Monetario Internacional (FMI) hacen, a juicio de Poblet, que el drama de los refugiados se haya convertido en una moneda de cambio o de presión por parte de la Unión Europea (UE). “La crisis económica y la crisis política y de ingobernabilidad es la misma crisis y los refugiados están en la mitad”, dice.Dicho de otra forma, la UE ha preferido pagarle a Turquía para que atienda y retenga a los refugiados, que poner a disposición todas las herramientas políticas para que Grecia acceda a un salvavidas económico con sus acreedores. De hecho, gracias a un acuerdo firmado en marzo pasado, todo migrante que llegue a las costas griegas puede ser retenido y expulsado a Turquía, país que recibirá dos desembolsos de 3.000 millones de euros para que sirva de albergue y de muro de contención.El limbo de IdomeniEl día en que aviones caza de la Otan sobrevolaron Idomeni, Ramosh Al Qaseem, una chica siria de 20 años que en la ciudad Sheikh Miskeen estudiaba para ser traductora de inglés, se tiró boca abajo sobre la tierra y comenzó a llorar hecha un manojo de nervios. Uno llega a entender el trauma que lleva consigo solo cuando se entera que toda la familia de sus tíos murió, de un tajo, durante un bombardeo. Ramosh creyó por un momento que los aviones habían regresado por ella.Casi cada sirio en Idomeni carga con el vacío y el dolor que deja haber enterrado a uno o varios familiares. Sheikh Miskeen, en la región de Daraa, es ahora una ciudad fantasma, a la que le sobrevive apenas el cascajo de lo que fueron sus edificios. Es lo que muestra en fotografías Mohamed Al Gezawi, de 28, mientras habla de su escuela destruida por una bomba, luego convertida en cementerio pues no hubo donde sepultar tantos cadáveres y, además, cuenta la historia de su hermano Mahran Al Deeri, un periodista de Al Jazeera asesinado a tiros, un suceso que le dio la vuelta al mundo en diciembre de 2014 y que pasó desapercibido en medio de las hordas de malas noticias.Tanto Ramosh como Mohamed, primos y compañeros de viaje, están varados con toda su parentela en Idomeni sin un peso en el bolsillo, sobreviviendo de la caridad. Si no fuera por la guerra cada uno de ellos estaría en la universidad. Adb Al Rahman All Kasen, de 12 años, el menor de todos, seguiría en la escuela.El problema con el refugiado que alcanza a llegar a Idomeni es que queda atrapado en un limbo geopolítico. Según el Convenio de Dublín, los migrantes pueden solicitar asilo únicamente en el primer Estado miembro de la comunidad Schengen que alcancen a pisar. Pero hacerlo en Grecia es prácticamente perder el tiempo, no solo por la situación económica en la que está sumergido el país sino porque el procedimiento es tan lento como imposible de llevar a cabo.Lo que hacen muchos, entonces, es no registrar sus huellas en Grecia para intentar llegar, como pueden, a Hungría, Austria o Alemania. Pero si se mira el mapa, antes tienen que atravesar Macedonia, Kosovo, Serbia o Croacia, países que, además de no pertenecer a la comunidad Schengen, han construido vallas de contención como si Europa estuviera encarcelada. Las palabras del papa Francisco, pronunciadas la semana pasada en Lesbos, parecen a final de cuentas una ironía: “Europa es la patria de los derechos humanos y cualquiera que ponga pie en suelo europeo debería poder experimentarlo”.Es casi un chiste de mal gusto preguntar qué va a pasar con los refugiados de Idomeni. Nadie sabe. Nadie responde. Están allí lanzados al albedrío de la nada o de lo que pueden hacer, con las uñas, hombres como José, un filólogo y clown nacido en Granada, España, que prefiere no dar su apellido por miedo de lo que sucedió con 29 voluntarias detenidas por la Policía de Grecia acusadas de incitar a los refugiados a protestar. José llegó hace un mes y medio con su gato llamado Gargolín. Todos los días este hombre le da clases de inglés a los hermanitos de Osman: Munir y Jamil de 8 y 9 años, respectivamente. Pero siempre que puede, José se convierte en el clown que le arranca carcajadas a Osman. Y el gato, aunque parezca increíble, también pone su cuota de servicio como si trabajara tanto como un verdadero voluntario: presta su mullido y peludo lomo para que Osman lo acaricie, a modo de terapia, haciendo más llevaderos los días que parece que aquí no avanzan.