Crónica

Desert Trip, el superconcierto de las leyendas del rock

Bob Dylan, The Rolling Stones, Neil Young, Paul McCartney, The Who y Roger Waters se presentaron en el festival de música en California durante los dos primeros fines de semana de octubre.

Matilde Acevedo
19 de octubre de 2016
Roger Waters toca acompañado de un coro infantil con camisetas que dicen 'derriba el muro' el 16 de octubre en Desert Trip. Crédito: Kevin Winter/Getty Images/AFP.

No hace tanto calor como esperábamos. Son las seis de la tarde y todavía quedan restos de arena seca, fruto de la jornada intensa de calor que pega todos los días desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde en Indio, un pueblo desértico de California. Poco a poco se va humedeciendo la tierra. Son las seis de una tarde azul, llena de luces del mismo color. En media hora abre Bob Dylan el festival de música Desert Trip, que se celebra del 7 al 9 y del 14 al 16 de octubre, y entre otras cosas, supo reunir a la juventud. Los viejos llenos de nostalgia parecen haberla transferido a los jóvenes que quisimos acercarnos lo máximo posible a lo que habría sido vivir la década del rock de los sesenta. Nuestra versión de un Woodstock está por empezar con el nuevo Premio Nobel de Literatura.

Un compañero fanático y conocedor de Dylan trata de no ilusionarse demasiado al recordarnos que sus conciertos en vivo históricamente han sido, bien podría decirse, aburridos. Nos es inevitable pensar que esta vez será distinto.

De un momento a otro, como si fuese a abrir un telonero -por su infaltable puntualidad-, un grupo musical toca sin titubeo y sin previa introducción una canción cuya melodía no me es aún familiar. Rainy Day Women #12 & 35: es Bob Dylan. Buscamos y buscamos entre todas esas prendas de negro en el escenario. Y revuelto entre la gente, lejos de estar en el centro de la tarima y camuflado contra el piano, aparece el cantautor que en su momento fue la voz de una generación, por más de que detestara serlo.

En medio de una pareja romanticona sin sentido rítmico alguno y un par de gringos extravagantes cuya única motivación es gritar "Bobby Dylan we‘re not worthy" luego de haberle perdido el hilo al Nobel de Literatura, suena algo semejante a Don‘t Think Twice, It‘s Alright. Semejante, porque dado que su voz a duras penas recuerda la forma original de las canciones, no se entiende casi nada. Me toma hasta el coro para reconocerla. Su rostro esquivo e impenetrable a la cámara –que no permite primeros planos– incrementa el misterio.

Parado, Dylan se aferra al piano para que la estabilidad de sus cuatro patas le permita mover su cintura al ritmo de Tangled Up in Blue. En la esquina una luz blanca y potente enfoca su pelo crespo y, por poco, su nariz chueca. Y eso es todo lo que nos deja ver de él: su silueta. Su voz solo la conocemos dentro de las canciones.

Veo los labios de las personas: morados -como sus caras- bajo la manta leve de luces azules, definitivamente extraviados. Excepto por Fernando, el joven de veinticuatro años que al comienzo de cada canción se agarra la cara, boquiabierto, y abre los ojos sorprendido tratando de sincronizar la versión de esa misma canción con la que  Dylan ahora presenta. Dylan no permite una apreciación superficial de su trabajo. Demuestra, una vez más, que está por encima de la fama. Que para apreciarlo a él, como lo hace Fernando, es necesario haber conocido de qué está hecho este hombre de Minnesota.

"Lo de él siempre ha sido un juego con la audiencia a ver cómo cambia la letra", dice Fernando -rápidamente entre una canción y otra- sin asombro y, de hecho, con fascinación por ese comportamiento inusual. Como en la versión de Sara que toca en vivo en 1975 (una de las varias canciones -tal vez la más linda- que le compuso a la que fue su esposa por mucho tiempo, Sara Lownds) que cambia el verso original de:

Sleeping in the woods by a fire in the night

While drinking white rum in a Portugal bar.

Them playing leap frog and hearin‘ about Snow White

And you in a market place in Savanna La Mar

a:

Sleeping in the woods by a fire in the night

Where you fought for my soul and went up against the odds.

I was too young to know you were doing it right,

But you did it with strength that belonged to the gods.

Y entonces suena la voz carrasposa que ha dejado de cantar y ha pasado a narrar sus canciones ya no por destreza sino por el aburrimiento de siempre tener que cantarlas igual. Así transcurre el tiempo: de adivinanzas a grandes momentos llenos de nostalgia con guitarras de mesa y armónicas. En uno de esos instantes, ya al final, suena de la manera más inesperada el piano de Like a Rolling Stone, que basta para emocionar a un público que cada vez entendía menos dónde conserva este hombre la gloria que tanto lo rodea.

Pero la porción de ese público que se había emocionado con la única canción que era capaz de cantar –la otra porción estaba algo cansada–, se choca al darse cuenta de que el grandioso fin no lo marcaría Rolling Stone sino una canción aparecida (o al menos a su parecer) que no va por las líneas de lo que es Dylan para los ojos de la mayoría: un rebelde. Así, sin ofrecer un momento corto de catarsis, se oye la guitarra lenta de Why Try To Change Me Now, una de las canciones de su último disco: Shadows in the Night, una recopilación de covers de Frank Sinatra.

Bob Dylan, el joven contestatario y poeta desencantado con la vida –pero que podría estar potencialmente encantado con ella (como en Tambourine Man)–, el inaccesible romántico que sólo conocemos a través de sus canciones no es ya el mismo Bob Dylan que tengo en frente. La imagen que ofrecen las luces es de un viejo tocando armónica, emocionado a su manera y tremendamente cambiado por todas las cosas que ha vivido. Me dice que es, ante todo, una persona.

A diferencia de las anteriores canciones, Dylan canta el cover con toda la potencia de su voz. Los vibratos que tal vez solo él conocía salen a la luz con la interpretación majestuosa de Sinatra. El Bob Dylan que veo es uno que ha descubierto en la música y en la melodía una profundidad mayor que, incluso, la de las letras. Así como entra, sale. Sin venia, sin presentar a su banda: sin decir una sola palabra.

*

Día 2

Neil Young es el artista que probablemente todos alrededor mío conocen menos, pero es, hasta ahora, el que más descresta. La música empieza a sonar en una tarde naranja y venteada. Young saca su guitarra acústica y toca las canciones por las cuales es más reconocido, algunas de protesta, casi sin hacer ningún esfuerzo pero que le salen de la manera más pulcra. Veo a la gente aferrarse al momento en el que el pelo largo de Young se posa sobre su armónica bajo el viento del desierto mientras toca Heart of Gold. La gente no sabe si cantar o apreciarlo. Optan por la primera.

A pesar de que era prohibido entrar banderas –como muchas otras cosas que de igual forma la gente logró meter de manera clandestina– la gente las usa para proclamar que son de Argentina, de México, España, Inglaterra, entre muchos otros lugares. Están esperando a ver a Paul McCartney luego de un momento intenso de rocanrol: el final del concierto de Neil Young es el que más se asemejó a un Woodstock.

Las guitarras eléctricas comenzaron a salir de a pocos y la música pasó de ser acústica y folk a improvisaciones y solos de notas agudas y aceleradas, que se contrastaba con el ambiente bluesero que habían traído los Rolling Stones y Bob Dylan.

La hora que hay entre cada artista, que más para descansar es para conservar el puesto, permitió una digestión del sin número de momentos eufóricos que había ofrecido Young. Sabemos que sin duda McCartney sabrá hacerle competencia.

Lo logra.

A Hard Day’s Night basta para enmudecer a setenta y cinco mil personas y ponerlas a brincar. Con la seguridad de que no tocará Maybe I’m Amazed, una canción que le compuso a su esposa Linda, luego de haber tocado My Valentine que le compuso a su esposa actual, Nancy Shevell, nos preparamos para escuchar algo distinto. Sin embargo, el piano suena. Se oye un grito masivo.


De izquierda a derecha, los músicos Rusty Anderson, Paul McCartney el 15 de octubre 2016 en Indio, California. Crédito: Kevin Winter/Getty Images/AFP. 

Suenan joyas imprevistas como And I Love Her y Blackbird, canciones que los miembros del público que rondan los cincuenta-sesenta años sienten hasta en lo más profundo de sí, pues son canciones que hacen referencia a su juventud. Para nosotros esa juventud apenas comienza. Se siente la tensión de las edades de una manera poco agresiva.

Instantes después de que se acaba Hey Jude hay una duda masiva de si el concierto terminó. Correspondiente a esa duda, hay una necesidad masiva para hacerle a saber a McCartney que nos ha conquistado: a pesar de que no hay espacio cerrado que permita construir un eco –el festival es al aire libre–, el público logra hacer vibrar el piso con el legendario final de Hey Jude. Miles de “na na”, y muy potentes, hacen salir rápidamente a McCartney para anunciar que el concierto aún no ha terminado. El sentimiento de pertenencia cada vez se acentúa más: todos somos de lados, edades y gustos distintos pero este momento es universal. Y con esa sensación acaba el concierto de McCartney.

*

Día 3

Dos días después de haber visto leyendas del rock y no haber tenido suficiente tiempo para digerirlo, de repente –y después de una presentación muy humilde de The Who– llega Roger Waters.

De manera similar a la de Bob Dylan, Waters entra con un misterio intrigante. La pantalla corpulenta del fondo nos permite ver diseños galácticos e imágenes transitorias con la música que suena a la par con ellas. Antes de entrar a cantar cada canción, Waters se asegura de anticipar y construir la canción hasta el clímax de tal forma que cuando llega la letra, ya cantarla ‘a todo pulmón’ es insuficiente para sentir la experiencia completa: a veces simplemente el instinto es a quedarse inmóvil y observar la cara de Waters cantando con victoria, creando.

Los acordes de Wish You Were Here nos llegan casi secretamente, pues sus canciones no están separadas la una de la otra completamente. Nos damos cuenta de que es esa, en efecto, y el ánimo colectivo se dispara: veo caras confundidas entre el llanto y la ilusión.

Son esos momentos trascendentales los que a menudo interrumpe para mandar un mensaje con trasfondo político, que en este festival trata el tema desesperanzador de la política estadounidense: Donald Trump.

Trump is a pig sale en la pantalla al tiempo en que toca la primera parte de Pigs (Three Different Ones), la canción de Pink Floyd. Fotos políticamente incorrectas del candidato salen por cinco minutos, recogiendo en el público la ira más profunda. Se siente la pasión.

Y con esa misma ira colectiva reciben las masas el cerdo inflable, descomunal y de color rojo que recorre toda la arena con mensajes anti-Trump: Fuck Trump and his Wall, dice, y a la vuelta un mapa de los Estados Unidos con una frase encima: Together we stand, divided we fall.

El cerdo de Roger Waters, el 16 de octubre 2016 en Indio, California. Crédito: Kevin Winter/Getty Images/AFP. 

La turba, calentada, agarra con decisión el inflable que ha pasado ya alrededor de unas tres veces frente a nosotros y lo destruye con The Wall sonando en el fondo. La ira de la gente se contagia rápidamente y nos encontramos en medio de la energía intentando quebrar el plástico que queda del inflable.

Esto hasta que Brain Damage baja la alta intensidad de tensiones y, como tomar un vaso de agua en el desierto, relaja paulatinamente al tumulto.

Y no es hasta que toca Comfortably Numb que por fin toda la gente se halla en el mismo cuento: cantando el himno de todas las generaciones.

Se acaba el concierto de Roger Waters con gloria y comprendo por qué Bob Dylan abre el festival y Roger Waters lo cierra.

Bob Dylan no es un recreador, un animador, es una figura de contemplación (a diferencia de Mick Jagger o Paul).

Y Waters es todo lo anterior.