Seminario internacional de Música y Transformación Social
La música es urgente en la guerra y en la paz
En esta última entrega de los especiales Batuta, con motivo de la celebración de los 25 años de la fundación que ha insistido en el poder transformador de la música en el conflicto que vive Colombia, este recuento de un seminario que reunió, durante cuatro días, del 4 al 7 de octubre, a decenas de expertos y experiencias que, con sus palabras, animaron a pensar cómo la música es capaz de cambiar el mundo, así muchos no lo crean.
No lo tuvo fácil el inicio del Seminario internacional Música y Transformación Social, convocado por la Fundación Nacional Batuta. Programado entre el martes y viernes siguientes a la victoria del no en el plebiscito por la paz en Colombia, los ánimos parecían recordar algunas líneas de esa canción de la Movida madrileña de Mecano, que aún le iban tan bien a muchos de los asistentes: “Hoy no me puedo levantar, el fin de semana me dejó fatal…”.
Y es que quién iba a estar entusiasmado en los avatares de la inclusión o la construcción de la paz cuando la realidad parecía tan cruda para artistas, académicos, gestores y periodistas, muchos de diversos continentes, que no comprendían cómo el país acababa de tomar esa decisión y le cuesta tanto dejar atrás medio siglo de estéril violencia. A los convocados por el British Council, institución por excelencia representante del soft-power del Reino Unido, la atmósfera les recordaba el Brexit y los juegos de ruleta de la democracia participativa.
Pero la realidad continuaba allí. Aunque afectado por el triunfalismo del sí y promocionado con el laudatorio hashtag #MusicaParaLaPaz, era el evento académico y cultural del año en torno a la música. La biblioteca Luis Ángel Arango y varios lugares de La Candelaria eran epicentro de más de 50 experiencias y 400 personas, que abordarían desde distintas miradas los vericuetos del desarrollo a partir de la música en países donde ha habido conflictos y actos de terrorismo que atentan contra el Derecho Internacional Humanitario. Cuatro conferencias magistrales, siete paneles, seis historias de vida, tres mesas de trabajo, siete talleres y tres conciertos gratuitos estaban en el programa. Aunque parecía un enorme barco por zarpar en medio de la tormenta, había que abordarlo y darle un compás de espera.
La música como espejo de la realidad
El profesor Keith Swanwick, formado en la Royal Academy of Music y autoridad mundial en educación musical, sentó las bases recordando con sencillez que la música tiene un enorme impacto desde lo formal y lo informal. Y que, cualesquiera sean sus usos, refleja la realidad de una manera inmediata como en ocasiones no lo logran otras artes. La música, dentro o fuera de lo institucional, constituye un importante discurso de formación, sensibilización y diálogo que vale la pena cuidar si la meta es la paz.
Con esta inspiración, los paneles concentraron buena parte de la socialización en las mañanas, complementando los formatos de exposición, diálogo, escucha y video. Parecían por momentos más un programa de radio o televisión en vivo que el típico encuentro cultural. El primer panel no se fue con rodeos y se tituló “Música, territorio y ciudadanía”, con tres proyectos disímiles: Matt Peacock y la Streetwise Opera de Londres; Henry Arteaga, de Crew Peligrosos, de Medellín, y Alejandra Quintana, de Mujeres, conflicto armado y resistencias desde la música en Bogotá, con moderación de la profesora Doris Sommer, de Harvard.
Sorprendió el contraste. Mientras la Streetwise Opera es una fundación benéfica concentrada en la puesta en escena de óperas y musicales para personas sin hogar en Inglaterra y Gales, empoderando a quienes sufren depresión o dificultades físicas, Crew Peligrosos es un colectivo de hip hop que usa el MCing, el DJing, el breakdance y el grafiti, desde el populoso barrio Aranjuez, pensando en los jóvenes. Por su parte, Alejandra Quintana se aburrió de limitarse al diagnóstico y decidió actuar visibilizando a las afrocolombianas Daira Elsa Quiñones Preciado, Virgelina Chará y Luz Aída Angulo, quienes han encontrado en la música un modo de denunciar y sanar las heridas de la guerra y el desplazamiento.
Así comenzaron a derrumbarse las preconcepciones entre música “culta” y popular, tara que aún arrastran conservatorios y universidades. Nadie sintió que la ópera fuese más importante que el rap, o que el repertorio de Mozart tenga más o menos posibilidades de alegrar los corazones que la discografía de The Clash. En los pasillos retumbó eso que recordó la profesora Sommer, especialista en Schiller, quien dijo que para el caso que nos convocaba, bastaba con citar una de las máximas del alemán: “El arte es urgente en la guerra”. Y para rematar, el paisa Henry Arteaga, en su desparpajo rapero, pidió disculpas a los asistentes extranjeros por el resultado del plebiscito. Un deshielo, entre aplausos, se anunciaba.
La cultura como jaula de hierro
El panel “Orquestas sin esmoquin” se concentró en pensar cómo revaluar en el mundo de hoy los paradigmas sobre la música clásica, a pesar de su complejidad y tradicionalismo. Trajo a la Orquesta de Instrumentos Reciclados de Cateura de Paraguay y su líder Fabio Chávez, quienes parten de los desechos de un vertedero y una increíble labor de reciclaje y lutería. La Paraorchestra del Reino Unido, con su nombre bien puesto, representada por el joven compositor Lloyd Coleman y su profundo acento del sur de Gales, se enfoca en el cambio de percepción de la discapacidad. Y la Orquesta Filarmónica de Bogotá, con Sandra Meluk, presentó sus programas en escuelas, hospitales, colegios y parques, en lo que es una reapropiación de la esfera pública.
Se demostró que las presentaciones tradicionales pueden romperse, que los repertorios están para abarcar desde lo canónico a lo popular, contribuir a la pedagogía, el entretenimiento y el trabajo social. Pholeun Prim, director del Cambodian Living Arts Center, se identificó con estas propuestas que le recordaron la reparación de las víctimas, la promoción económica y la reactivación cultural que vive su país tras el genocidio sufrido en el siglo XX. Y los resultados cuentan. La Orquesta de Instrumentos Reciclados ha pasado de tocar en lugares sin techo al Kennedy Center en Estados Unidos, la Paraochestra ha acompañado a Coldplay, y la Filarmónica de Bogotá ha deslocalizado la música en la capital. Si la cultura es una jaula de hierro, como la definía Max Weber, hay que romperle los barrotes.
Orquestas y sociabilidad
Una orquesta es una metáfora positiva de la sociedad, donde lo individual está sujeto a lo colectivo: sin sincronía, no hay música, señaló en una ocasión María Cristina Rivera del departamento de educación de Batuta. Esto se corroboró el miércoles en la conferencia sobre música y neurociencia del profesor Aniruddh Patel, que subrayó el valor de las emociones y las competencias comunicativas, y la certeza de que, como reconoció Darwin, somos musicales como la expresión más refinada de la evolución.
El primer panel lo ejemplificó gracias a cuatro experiencias de formación musical grupal. Las cruza la creencia de que su clave es el trabajo emocional construido desde la base de sus participantes. El Sistema de Orquestas de Venezuela, con Lennar Acosta; la orquesta juvenil Foji, de Chile, con Rodrigo Rubilar; el programa Guri Santa Marcelina del Gran San Pablo, en Brasil, con Paulo Zuben; la Escuela de Música Desepaz, de Cali, con Beatriz Barros, y la propia Fundación Nacional Batuta, con su presidenta ejecutiva, María Claudia Parias.
Y las une un modelo de sociabilidad. Foji, inaugurada en la década de los sesenta e interrumpida por la dictadura de Pinochet, fue inspiración del reconocido sistema venezolano que inauguró el maestro José Antonio Abreu. Sin este, apellidado hoy Simón Bolívar, no habría Batuta en Colombia. No obstante, Batuta se parece más al proyecto de Brasil, por su desempeño en poblaciones infantiles y juveniles más vulnerables, de lo cual Desepaz es un logro focal.
Si las emociones pesan más que las razones, Beatriz Barros no calló: “Estamos en tristeza, pero con un abrazo de futuro. La música nos ayudará a consolidar el proceso de paz, con ayuda de muchos extranjeros como los que están aquí”. De repente hubo algo de caos. Una leve explosión, olor a gas y una evacuación forzaron una animosa reunión en la plazuela de la Colección Botero. Al regreso el moderador, el maestro argentino Mariano Vales, no dejó de bromear, y aseguró que, en efecto, cualquier cosa puede pasar en América Latina.
La marcha del silencio y sus ecos
El jueves comenzó con una lectura musical de historia del arte por la española Carmen Pardo. Aunque habló de las vicisitudes de Orfeo y del contradictorio papel de la música en casos como los campos de concentración nazis, sus palabras más conmovedoras fueron sobre la marcha estudiantil que se había tomado la Plaza de Bolívar la noche previa para respaldar el proceso de paz, señalando que aun sin afinación o en armonía horizontal, el paisaje sonoro que rompió el silencio fue una experiencia ética y estética.
Y un panel realzó in crescendo el papel del arte. “Música para desprender la guerra” reunió al Afghanistan Institute of Music, dirgido por Ahmad Sarmast; la Escuela de Música Lucho Bermúdez, de Carmen de Bolívar, con Alfonso Cárdenas, y Beyond Skin, que opera en Belfast, con el liderazgo de Darren Ferguson y apoyada por el gran Peter Gabriel. Bajo la moderación de Cathy Graham, se solidarizó con la exclusión en Irlanda del Norte con la furia cegadora talibán, especialmente sobre las niñas, y con la violencia paramilitar en Colombia, donde recordando el rol siniestro del arte señalado por la profesora Pardo, las masacres se ejecutaron mientras sonaban las mismas gaitas que hoy han sido recuperadas para el folclor.
Vino un panel más dedicado al otro como experiencia creativa con la guía del gestor David Codling. Music in Prisions, con Sara Lee, mostró la música y formación en penitenciarías de Reino Unido; Buskaid, con Rosemary Nalden, la calidad de esta escuela de músicos de cuerdas en Diepkloof-Soweto, Johannesburgo, con apoyo internacional, y Musicians without Borders, fundada por Laura Hassler desde Amsterdam, el voluntariado musical en Kosovo, Palestina, Belgrado o Israel.
El viernes partió con lo inesperado: el Nobel para Juan Manuel Santos, interpretado como señal de que el seminario nunca había perdido su sentido y trayendo una oleada de entusiasmo. La conferencia sobre música y paz de Craig Robertson, de la Universidad de Leeds, cayó como anillo al dedo. Siguió un panel sobre música comunitaria, con Ecos de México y Diego Escobar; Ingoma Nshya, con Odile Gakire Katese, desde Ruanda, y la Red de Cantadoras del Pacífico Sur, con Paola Navia, bajo moderación de Gretchen Amussen, del Conservatorio Nacional de Música y Danza de París. Los invitados cantaron y se sumaron a historias de vida como la de Baldomero Anaya, víctima del conflicto y hoy cantautor desde Chiboló, Magdalena, en una jornada que remató con anuncios de alianzas grupales y la chirimía Rancho Aparte que puso a bailar al aire libre a la concurrencia.
Quedó la sensación de que la música, si bien no lo puede todo, es una variable de poderosa capacidad regenerativa. Hay desafíos y preguntas, como la sostenibilidad y medición de impacto de estos proyectos como políticas públicas, sean de origen estatal o de la sociedad civil. O el rol de la ingeniería de sonido in situ y las religiones. Claro, desde la realpolitik se le podrá tachar de idealista al seminario, pero este no era un encuentro para hipsters, intelectuales en momentum,hedonistas o quienes buscan negocios en nombre de algún festival. Sí, al fin interesaron la música y paz.
*Periodista y politólogo.