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Informe especial: el punto final de la guerra con las FARC

El acuerdo al que llegó el gobierno con esa guerrilla puede no significar la paz total, pero es un enorme paso hacia ella.

27 de agosto de 2016
Iván Márquez y Humberto de la Calle estrechan sus manos el martes 23, en presencia del canciller cubano Bruno Rodríguez. | Foto: Omar Nieto

Todo está acordado”, dijo el presidente Juan Manuel Santos al anunciar que las largas negociaciones con las Farc habían llegado al final. Una frase esperada con impaciencia en los últimos años. El proceso no fue “de meses”, expectativa que alcanzó a crear el primer mandatario, y el paso del tiempo se convirtió en enemigo de la confianza y de la credibilidad en los diálogos.

Pero todo esto quedó atrás el miércoles pasado cuando las delegaciones de paz del gobierno y de las Farc le pusieron el punto final a las 297 páginas de acuerdos. En líneas gruesas, la guerrilla se compromete a abandonar la lucha armada, dejar atrás la violencia, acatar el Estado de derecho y deponer las armas para convertirse en una fuerza política. A cambio, el Estado se compromete a otorgar garantías de todo tipo para que los excombatientes puedan competir por el poder político sin armas. En líneas delgadas, los extensos textos contemplan centenares de compromisos obligatorios para las dos partes con un nivel de detalle poco común en los pactos de este tipo. Muchos de ellos, en forma individual, generan polémica y pueden resultar, para algunos, incluso inaceptables.

Pero, como dijo la Corte Constitucional, los ciudadanos deberán evaluar el acuerdo como un todo, y discernir entre los aspectos que comparten y los que no, para definir su posición en el histórico plebiscito del 2 de octubre. Pasada la compleja página de la negociación, se abre un nuevo capítulo en el que el país tiene una oportunidad que le fue esquiva durante décadas. La de profundizar su democracia y enterrar para siempre el ejercicio de la política armada por parte de las Farc.

Se abre una ventana para realizar reformas en materias como la tenencia de la tierra, la sustitución de cultivos de drogas, la precariedad de la democracia y la impunidad. El fin del conflicto con las Farc debe conducir a concretar objetivos que no han sido posibles a causa de la guerra. A partir de allí, el país podrá comenzar a construir una paz sostenible, un desafío que puede necesitar el trabajo de toda una generación. 

El proceso de La Habana llegó al buen puerto que nunca alcanzaron el del Caguán, el de Tlaxcala y el de La Uribe, gracias a múltiples factores. Algunos llegaron con el entorno mundial. Estados Unidos, que vio siempre con desconfianza los anteriores contactos con la guerrilla comunista, en la era Obama se jugó por un apoyo entusiasta y activo para derrumbar uno de los últimos rezagos de la Guerra Fría. En América Latina la izquierda ha dejado en claro que el acceso al poder es más factible por medio de elecciones que de la lucha armada. Los gobiernos de Venezuela y de Cuba contribuyeron a que las Farc aterrizaran en esa realidad. Les ayudaron a entender que el fin de la violencia es mejor, para sus propios intereses, que la prolongación de una guerra que tenía perdida desde hace varios años.

El proceso de La Habana fue el primero intentado después del ingreso de Colombia a la Corte Penal Internacional. Y por esa razón, no contó con instrumentos que fueron útiles en la desmovilización del M-19, el Quintín Lame, el EPL y la Corriente de Renovación Socialista en los años noventa. Entre ellos, la amnistía general, el perdón y el olvido. En su lugar, los equipos encabezados por Humberto de la Calle e Iván Márquez diseñaron un complejo sistema de justicia transicional, que excluye la cárcel con barrotes pero impone restricciones a la libertad y obligaciones de contribuir con la verdad y con la reparación. Algunos lo llaman impunidad, porque hay una dosis inevitable de ella si se compara con la vigencia plena de la justicia penal ordinaria. Para los negociadores, en cambio, se logró un equilibrio realista entre la justicia viable y la desmovilización de la guerrilla. Pero este, iba a ser sin duda, el punto más polémico.

Sobre todo en un panorama político tan polarizado como el actual, que gira en torno a la confrontación entre Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe. Se había considerado siempre que un pacto con la insurgencia requería de un consenso entre las elites y la gran paradoja es que el acuerdo con las Farc –el único concretado– se firmó en el punto de mayor polarización que se recuerde en Colombia. En todo caso, la pugnacidad política fue uno de los grandes problemas que enfrentaron los diálogos y también puede ser uno de los peores obstáculos para la puesta en marcha de lo pactado.

Uno de los factores más importantes de la negociación fue haber involucrado a actores claves antes siempre excluidos. A las Fuerzas Armadas, que fueron enemigas de anteriores acercamientos, a las que Santos involucró con la participación de generales en retiro –Jorge Enrique Mora, del Ejército y Oscar Naranjo, de la Policía– en calidad de plenipotenciarios, y posteriormente con la vinculación de generales activos –encabezados por el general Javier Flórez– en la subcomisión que acordó con las Farc las condiciones del cese al fuego. Las víctimas también quedaron incorporadas, por primera vez. Todo un capítulo se refiere a ellas y hubo delegaciones que en diez ciclos se enfrentaron cara a cara con la mesa que estaba pactando el fin del conflicto que las había golpeado directamente.

La comunidad internacional, otro elemento propio de este proceso, ayudó a hacerlo viable. El gobierno Santos empezó con un esquema mínimo de intervención foránea –dos países garantes, Cuba y Noruega, y dos acompañantes, Chile y Venezuela–, pero en la medida en que las negociaciones lo requirieron fue involucrando nuevos actores: el Consejo de Seguridad de la ONU, que liderará la verificación del cumplimiento de los acuerdos; el papa y el secretario general de esa organización, quienes contribuirán al nombramiento de los magistrados del Tribunal Especial de Justicia; el Consejo Federal Suizo, donde se depositará el texto de los pactos como un “acuerdo especial” de los que están contemplados en los Convenios de Ginebra.

Uno de los problemas del proceso de La Habana es que ha sido vendido como el final de la guerra o la llegada de la paz. Esos dos conceptos son verdades a medias. Colombia es un país de muchas guerras y la de las Farc era la principal, pero no es la única. Por lo tanto, la desmovilización de ese grupo subversivo representará una mejoría sustancial en materia de orden público, pero no necesariamente la paz.

En las grandes ciudades la vida no va a cambiar mucho pues la guerra impactó sobre todo en el ámbito rural. Pero en las zonas más golpeadas todo definitivamente cambiará. Lo paradójico es que la mayoría de los votos están precisamente en los centros urbanos donde la crueldad de las Farc ha sido, para muchos, más una imagen de televisión que una experiencia en carne propia. Esa distancia es una de las razones por las cuales el No ha encontrado un terreno abonado para rechazar los acuerdos. Para un bogotano del norte de la ciudad puede ser indignante que los jefes guerrilleros no vayan a la cárcel o puedan acabar en el Congreso. Para un habitante de Bojayá, esa consideración es insignificante frente a la tranquilidad de saber que su pueblo no va a volver a ser masacrado.

El acuerdo al que se llegó la semana pasada es imperfecto pero es mejor de lo que se esperaba. Se había rumorado que se le iban a conceder a las Farc 15 o 20 curules sin tener que presentarse a las elecciones. También se había dicho que a cada guerrillero se le pagaría una mensualidad de 1.800.000 pesos tan pronto se desmovilizara. Esas dos predicciones resultaron exageradas. El tema de las curules acabó siendo cinco en la Cámara y cinco en el Senado (y solo en dos legislaturas), lo cual no debería asustar si se tiene en cuenta que en la primera hay 166 miembros y en la segunda 102.

La perspectiva inmediata, y más aún en un país polarizado, no debe empañar una visión con sentido histórico. Superar un conflicto de 52 años es todo un hito. No es la paz total, pero sí es un gran paso hacia ella.