CRÓNICA

Proceso de paz: ¿Cómo lo imposible fue posible?

María Jimena Duzán cuenta el camino que recorrieron las delegaciones desde que se reunieron por primera vez en La Habana en 2014, hasta llegar a la histórica firma del acuerdo de paz.

27 de agosto de 2016
En la primera reunión pública, en Oslo, las delegaciones se enfrentaron con frialdad y desconfianza. Era claro que el proceso iba para largo. El discurso de Iván Márquez cayó como un baldado de agua fría. | Foto: A.P.

Este proceso de paz con las Farc podrá ser contado de mil maneras. Sin embargo, tras cuatro años de idas y venidas a La Habana, de innumerables entrevistas con los delegados del gobierno y de las Farc, he llegado a la conclusión de que en estos momentos en que aún no hemos salido de la perplejidad, la mejor manera de narrarlo no es hacer énfasis en la rigurosidad cronológica, sino en por qué lo imposible fue posible.

Desde mi primera visita a La Habana fue evidente que ambos lados se sentaron a la mesa con sus armaduras puestas. Pese a que en el recinto ovalado del centro de convenciones de La Habana los separaban escasos metros, en realidad a unos y otros los distanciaban 50 años de un conflicto que nadie había podido frenar. Estos años de guerra pesaban más en la mesa que el año de conversaciones exploratorias en las que, bajo la tutela de Sergio Jaramillo, se había logrado acordar con las Farc una agenda general que sirvió de hoja de ruta para el inicio de las conversaciones en la isla.

La primera vez que estas armaduras se enfrentaron y mostraron sus desconfianzas fue precisamente en la fase secreta que duró un año. Una palabra, “desarme”, ocasionó el primer gran desencuentro. La había pronunciado tranquilamente Sergio Jaramillo al decir que este acuerdo general debería concluir con el desarme de las Farc. Inmediatamente el comandante del bloque Oriental, Mauricio Jaramillo, jefe de la delegación de las Farc, se paró de la mesa y le dijo a Jaramillo que ellos no habían venido a desarmarse y que no eran una guerrilla derrotada. Insistió en que este proceso de paz no era un sometimiento, sino una negociación. Acto seguido, las Farc se levantaron de la mesa estrepitosamente. Para calmar los ánimos se pidió la intervención de los países garantes, Cuba y Noruega, quienes fueron claves para sortear esta primera crisis que casi acaba con el proceso antes de que hubiera comenzado. Para apaciguar las aguas, se apeló a las bondades de la semántica –luego de tantos años de conflicto el lenguaje se vuelve un arma de guerra– y de común acuerdo se cambió la palabra “desarme” por “dejación de armas”.

Con las armaduras puestas

Tras el anuncio de que se había pactado un acuerdo general entre el gobierno y las Farc que dio paso al inicio de las negociaciones, vino el discurso del jefe negociador de las Farc, Iván Márquez, en Oslo que cayó como un balde de agua fría entre una opinión pública que no creía en la voluntad de paz de las Farc, y que tenía frescas las imágenes de los secuestrados encerrados en campos alambrados, algunos de los cuales murieron en cautiverio. Las Farc en ese discurso no le hablaron al país, sino a su guerrillerada. Reivindicaron su lucha armada, señalaron al Estado colombiano como el enemigo de los pobres, se autoproclamaron víctimas del conflicto y se opusieron a cualquier justicia transicional porque los pusiera a ellos como victimarios.

Después de este discurso, escrito y revisado por todo el secretariado, quedó claro que estas negociaciones iban a tener que cocinarse a fuego lento y que no iba a ser un “proceso de paz rápido”, de meses, como lo había anunciado el presidente Santos días antes de que se iniciaran las negociaciones en Oslo.

Y así, a fuego lento, se cocinó esta negociación entre enemigos históricos que se conocían solo a través de la deformación que produce la guerra. El alto comisionado para la paz, Sergio Jaramillo, conoció por primera vez a un dirigente guerrillero en febrero del 2012 cuando se inició la fase exploratoria en La Habana. Se trataba del comandante del bloque Oriental, Mauricio Jaramillo, elegido por las Farc para encabezar esas negociaciones. Como viceministro de Defensa de Juan Manuel Santos, Jaramillo había entrevistado y escuchado a muchos de los guerrilleros que se habían desmovilizado y con el rigor que lo caracteriza los había estudiado muy detenidamente. Sabía quiénes eran los miembros del secretariado, conocía los crímenes de los que se les acusaba y hasta cuáles eran sus hábitos. Sin embargo, cuando conoció al comandante del bloque Oriental, en esa fase exploratoria, su percepción cambió. Descubrió que una cosa eran los mandos medios desmovilizados con los que se había entrevistado y otra los comandantes activos. Pese a que estaban en dos orillas opuestas, a Sergio Jaramillo le sorprendió su interlocutor por su seriedad. “Es un comandante de verdad”, me dijo cuando se lo pregunté hace poco.

Le hice la misma pregunta al comandante del bloque Oriental hace un mes cuando fui a entrevistarlo en las sabanas del Yarí, y me respondió que pese a su obsesión por la semántica la percepción que él tenía de Sergio Jaramillo antes de la fase exploratoria había cambiado luego de que se logró acuerdo de la agenda. “Reconozco que es una persona que no tiene ningún interés político distinto al de la paz”, me dijo.

El caso del jefe negociador en La Habana, Humberto de la Calle, fue muy distinto. A diferencia de Jaramillo, él si los conocía y sabía de sus resabios. Como ministro de Gobierno del presidente Gaviria había estado al tanto de las infructuosas negociaciones que hicieron en ese gobierno con las Farc. Y aunque él nunca me lo ha dicho, tengo la percepción de que entró a esta negociación con un pesimismo propio de su pasado de nadaísta. Sin embargo, en la medida en que las cosas fueron avanzando, cierto halo de optimismo le fue ganando al punto de que hoy se ha reencauchado como un posible candidato presidencial. Su facilidad de palabra ha servido mucho en un gobierno muy poco elocuente a la hora de informar sobre lo que sucedía en La Habana.

Las Farc también fueron cambiando no solo sus discursos sino sus formas. Poco a poco empezaron a entender el país y comprender que eso que ellos despreciaban –la mal llamada opinión pública– no era solo un invento de los medios que estaban al servicio de los grandes capitales. Se abrieron a la posibilidad de comprender por qué eran tan repudiados, y a no pensar que toda esa aversión que había hacia ellos era resultado de una campaña mediática orquestada por la mano negra. Los comandantes sufrieron también su propia transformación: Iván Márquez se convirtió en un experto de la Constitución de 1991, hasta el punto de que en algún momento Pablo Catatumbo me confesó que ellos estaban sentados en la mesa no porque querían cambiar el modelo de producción sino porque querían hacer cumplir esa Carta. Su jefe máximo, Timochenko, le dio la bienvenida a las empresas extranjeras y aseguró que su movimiento político no iba a tener nada que ver con el chavismo ni con Maduro, y hasta Santrich tuvo que aceptar que los periodistas que trabajamos para la gran prensa no éramos esbirros despreciables, como alguna vez me lo enrostró.

Sin embargo, algunas cosas nunca cambiaron. Hasta el día de hoy, ni Humberto de la Calle ni Sergio Jaramillo han logrado cambiar sus formas. Ellos todavía las guardan y nunca permitieron que en este proceso se repitiera lo que se dio en negociaciones como la de Irlanda, en las que hacia el final no había dos mesas sino una (eso se vio también en la negociación con el M-19). Durante cuatro años muy pocas veces estos negociadores se reunieron con las Farc por fuera de la mesa, y la única persona de los plenipotenciarios que decidió romper ese rígido esquema fue la canciller María Ángela Holguín, quien sí invitó en varias ocasiones a cenar a los delegados de las Farc para que se pudieran allanar los desacuerdos lejos de los avatares de la mesa.

No obstante, mis fuentes me dicen que en los últimos días, durante el cónclave que cerró la negociación, sí se llegó a percibir cierta sensación de que no había dos mesas, sino una.

Un proceso que cambió a los negociadores

Aunque el alto comisionado –cuya fama de gélido y distante nunca lo abandona– no lo haya aceptado públicamente, es evidente que esta negociación fue posible no solo porque los astros estaban alineados al tener a un presidente de Estados Unidos como Obama o a unos hermanos Castro convencidos de que la lucha armada ya no tenía razón de ser. Fue también posible porque en la medida en que avanzó este proceso y se derrumbaron paradigmas, los negociadores del gobierno y los de las Farc fueron cambiando sus percepciones sobre su oponente, y, al hacerlo, cambiaron también como personas.

En eso ayudaron las sesiones que los negociadores tuvieron con las víctimas del conflicto en La Habana y de las que ya poco se acuerdan los medios. Esas sesiones tuvieron un efecto conmovedor e íntimo que solo quedó registrado imperceptiblemente en las conciencias que fueron tocadas por esos testimonios desgarradores. Esta confrontación con el dolor de las víctimas, le recordó al Estado y a las Farc que la guerra degradó nuestra condición humana y nos volvió insensibles a la barbarie.

A regañadientes las Farc tuvieron que ver y escuchar testimonios desgarradores del dolor que causaron durante estos años de guerra. Y aunque muchos comandantes salían de estas sesiones furiosos y molestos porque consideraban que todo esto era una trampa para mostrarlos como victimarios y tratar así de olvidar que el Estado había asesinado a sus hermanos, hermanas, padres, este ejercicio doloroso les sirvió para que las Farc asumieran su responsabilidad en el conflicto, como de hecho lo harían más tarde. Sin esta catarsis inicial, la ceremonia de perdón de las Farc en Bojayá, en la que esta guerrilla sintió la indignación y el dolor de las víctimas y que le sacó lágrimas a Pastor Alape, no hubiera sido posible.

Pero también hay que decir que para el Estado colombiano y en especial para el general Jorge Mora debió ser también un momento de introspección porque, siendo el único militar retirado en la mesa, tuvo que confrontar el dolor de las víctimas de los agentes del Estado. Con todos los delegados del gobierno con quienes hablé pude constatar que la catarsis fue conmovedora. En su momento, el general Naranjo me confesó que luego de este ejercicio habían salido “convertidos en otras personas”. Inclusive el propio presidente Juan Manuel Santos, siempre tan inconmovible, confesó haber sido tocado por los testimonios de dolor que escuchó de las víctimas.

A medida que el proceso avanzaba, vinieron otras demostraciones interesantes que evidenciaban cómo poco a poco las armaduras se iban haciendo a un lado. La que más recuerdo fue el emotivo encuentro que tuvo el general Flórez, designado por el presidente Santos para formar parte de la subcomisión encargada del punto que tenía que ver con el fin del conflicto y la dejación de armas, con Carlos Antonio Lozada, un comandante a quien él había perseguido por más de seis años.

Flórez era el primer general activo que se sentaba en una mesa a negociar con una guerrilla con la que el Ejército había combatido en los últimos 50 años. Sin embargo, cuando inauguraron la subcomisión, tras los discursos protocolarios, los dos sorpresivamente se quitaron sus máscaras y confesaron que se habían conocido en la guerra. El general Flórez buscó durante años a Lozada y casi lo captura en una operación en que logró ubicar su paradero. Lozada, sin embargo, logró escaparse del cerco militar pero salió gravemente herido en el estómago. Duró en la selva como dos meses a la deriva hasta que las Farc lo encontraron moribundo en un caserío. En un momento Lozada se levantó la camisa y le mostró una cicatriz enorme: “Mire, general, la chamba que dejó”.

Aunque para muchos esto puede ser una simple anécdota, es en realidad una demostración de que fueron muchas las murallas de odios que les tocó derrumbar a uno y a otro, para que dos enemigos históricos pudieran sentarse en la mesa sin que se les removieran las entrañas. Y por haber logrado lo imposible, pese a todos sus peros, que los tiene, el presidente Santos va a pasar a la historia.