CRÓNICA
Armenia, 20 años después de quedar enterrada bajo los escombros
Así narró SEMANA cómo fue la tragedia ocurrida el 25 de enero de 1999. Germán Santamaría escribió la historia de la catástrofe natural que arrasó con todo a su paso.
Jeison y el terremoto
El niño Jeison miraba televisión. El médico Jorge Raúl Ossa acababa de almorzar y estaba en el baño. El recogedor de café Lilo Valencia le ayudaba a su mujer a echarle leña al fogón. El presidente Andrés Pastrana en compañía del canciller Guillermo Fernández de Soto hojeaba la agenda de trabajo pues dos horas después partía para Europa. Y un teniente del Ejército, en Barrancabermeja, miraba desde su trinchera los techos de unas casas cercanas. Era la una y 19 minutos de la tarde y de pronto la tierra del eje cafetero se agitó, como un dragón que despierta con furia, y en 32 segundos se desplomaron 150 edificios, más de 1.500 casas se desmoronaron y cerca de 1.000 personas murieron y el destino de esta región cambió, azotada por una borrasca de muerte.
Siguió un silencio profundo. Una gran nube de polvo se comenzó a levantar sobre el sur de Armenia y en los municipios vecinos. En los vastos cafetales, a un mes de la cosecha grande, se sintió una quietud estremecedora, y hasta las aves y las vacas permanecieron paralizadas, al acecho. Terremoto. Ahí estaba hecha realidad, una de las sentencias más temidas del lenguaje humano.
Foto: A las once de la noche rescataron a Jeison del sitio donde estaba atrapado. Alfonso Reina Ene 27 - 99. SEMANA
El niño Jeison Andrés quitó la vista de los Simpson en el televisor y corrió hacia la puerta de su apartamento en el segundo piso, seguido por su madre y sus dos hermanos y su sobrino, pero no alcanzó a llegar a las escaleras cuando sintió que bajaba como por un ascensor y de pronto se encontró en la oscuridad, entre un zanjón estrecho. Estaba boca abajo y sentía el pie derecho aprisionado. El médico, subdirector del hospital San Juan de Dios, salió corriendo con sus hijos y cuando alcanzó la calle a salvo, lo primero que pensó fue en su madre, de 78 años, que vivía sola en un tercer piso, frente a la catedral. El cosechero Lilo Valencia dejó el fogón y alcanzó a salir pero a sus espaldas su pequeño rancho en el barrio Salazar se cayó como una baraja de naipes y adentro quedaron dos de sus cuatro hijos. El presidente Pastrana alcanzó a sentir el temblor en la Casa de Nariño y de inmediato levantó el teléfono para preguntar qué había pasado en su país. El teniente Óscar López, en su trinchera en Barrancabermeja, tardaría media hora para saber por radio que Armenia, su ciudad, se había destruido pero todavía no sospechaba que la mayor parte de su familia yacía sepultada.
Le puede interesar: Primera condena por el terremoto de Armenia
El médico atendería en el hospital a muchos enfermos, mientras que esperaba que rescataran a su madre, para enterrarla con dolor pero de prisa. El jornalero del café sepultaría de noche y sin ataúd a sus dos hijos y luego saldría para participar en el asalto de un supermercado. El presidente Pastrana haría tres viajes y cuatro discursos y varias conferencias de prensa y sentiría rabia e impotencia y después decisión y coraje, para tratar de restablecer la autoridad en Armenia y Calarcá, donde en la noche del martes se vivió un pequeño 9 de abril. Y el teniente Oscar López, hermano mayor del niño Jeison Andrés López, tendría que ser trasladado en helicóptero al día siguiente de su trinchera hasta el batallón, ambos dentro de la propia Barrancabermeja, porque estaba cercado por la guerrilla.
La oscuridad y el cielo
Foto: Aspectos de los socorristas levantando un herido. Alfonso Reina. Ene 25 1999
El niño pensó que solamente se había ido la luz y llamó a su mamá, Myriam Consuelo. Pero como no le respondió llamó a sus dos hermanos, Juliette y Edison, pero sólo obtuvo respuesta de su sobrino Daniel, de seis años, que de entre la oscuridad le respondió: "Jeison, me cogió un monstruo". El médico Jorge Raúl Ossa corrió hasta la Plaza de Bolívar y vio que el edificio donde vivía su madre se había destruido de un tajo y que sólo era un enorme montón de escombros. Sintió un escalofrío porque pensó sin equívocos que su madre había muerto y volvió a la casa y le contó la noticia a su señora y a sus hijos y les dijo que enfrentaran la situación porque él se iba a ayudar a los vivos en el hospital. El cosechero Lilo Valencia, que gana 4.000 pesos diarios, en media hora logró sacar a sus dos hijos muertos de entre la empalizada de su rancho. El presidente Pastrana, media hora después, ya había decidido que no viajaría a Europa a entrevistarse con el Fondo Monetario Internacional y con el Papa Juan Pablo II. El teniente recibió por radio militar la noticia de la destrucción de Armenia, pero eran las cuatro de la tarde y no podía salir de esos barrios nororientales de Barranca porque las milicias urbanas lo emboscarían en las calles.
Estos cinco colombianos empezaban a vivir su drama y salvo el Presidente, ninguno de ellos era consciente de la totalidad de la tragedia. Eran ya las tres de la tarde del lunes y el destino estaba sellado para muchos. Yacían más de 700 personas muertas en el eje cafetero. Unas 300 más fallecerían lentamente, gota a gota, bajo los escombros, mientras sus familias esperaban impotentes la llegada de equipos de socorro y rescate. Cerca de 2.000 se encontraban atrapadas, con vida, bajo los escombros, y más de 150.000 sobrevivientes, entre ellos cerca de 2.000 heridos, comprobaban gozosos que estaban vivos. Y más de dos millones de habitantes de toda la región cafetera, desde el Quindío hasta Caldas, esperaban en suspenso porque un rumor recorría como pólvora por entre ciudades y pueblos: se aproximaba una réplica, quizá un terremoto más grande y peor.
Pero en ese instante esa no era la angustia principal de algunos de los sobrevivientes. El gerente del cementerio Jardines de Armenia, Luis Alberto Ureña, se botó por la ventana, sacó a su familia de los escombros y salió corriendo hacia su cementerio y pasó de enterrar cinco muertos por día a sepultar casi 250 en sólo dos días. Doña Graciela Velásquez, de 29 años, en el barrio La Galería de Calarcá, abandonada por su esposo, quedó muerta entre las ruinas de su casa y sus cinco hijos, entre cuatro y 11 años, la sacaron ellos mismos de los escombros y salieron a mendigar un ataúd para su madre. Fabio Orozco, que estaba en un cuarto piso con su primer hijo de dos años, sintió que bajaba suavemente como por un ascensor y se encontró dándole tetero a su hijo cerca de la puerta principal, porque el edificio se había hundido en la tierra hasta casi la terraza. Dos jugadores y un empresario argentinos, que estaban en el lobby del Hotel Armenia Plaza y que firmarían contrato dos horas después con el Atlético Quindío, quedaron sepultados bajo siete pisos de escombros. El más joven de los tres, Rubén Emilio Biurret, estaba deletreando su apellido en una entrevista radial. Y el alcalde de Armenia, Alvaro Patiño, no alcanzó a terminar su plato de fríjoles porque también su casa se desplomó.
A las cinco de la tarde…
Foto: Un hombre busca entre los escombros acompañado de su perro. Alfonso Reina. SEMANA.
El helicóptero presidencial sobrevolaba los tres picos nevados de la cordillera Central, y el Presidente ya miraba abajo en el horizonte el Valle del Quindío. El niño Jeison seguía escuchando a su sobrino Daniel que le pedía que no lo dejara tragar de aquel monstruo. El campesino Lilo Valencia había conseguido cuatro velas y alumbraba a sus dos hijos muertos, allí entre las ruinas desperdigadas por su calle pantanosa. El médico Ossa estaba subiendo heridos a las ambulancias para despacharlos para Bogotá. Y el teniente Oscar López allá en su trinchera ya se había podido comunicar por teléfono celular con su novia y se había enterado que su madre y sus dos hermanos y su sobrino estaban entre el arrume del ladrillo y cemento del edificio de cuatro plantas. Y eran más de las cinco de la tarde, tres horas después del primer temblor, y la tierra se volvió a agitar y de nuevo el pánico recorrió ciudades, pueblos y cafetales de una comarca de colinas y valles y senderos y casonas de balcones y yipaos, allá en el Quindío, la tierra donde nació la prosperidad cafetera de Colombia.
En el mismo instante en que el periodista Jorge Eliécer Orozco gritó por radio "Dios mío, Virgen Santísima, está temblando de nuevo", el niño Jeison sintió que se estrechaba la cavidad en que se hallaba y entre la oscuridad escuchó el crujido de las planchas de concreto y le cayó arena y polvo en los ojos. Sintió primero que su pie derecho le dolía más pero después dejó de sentir las piernas. "No me deje tragar del monstruo", escuchó que decía entre la oscuridad el pequeño Daniel y después solo escuchó un quejido largo y lastimero del niño y a continuación todo quedó de nuevo en silencio y muy oscuro. Al Presidente le avisaron de la torre de control que estaba temblando pero ordenó que el helicóptero aterrizara. El médico Ossa no se detuvo porque estaba examinando y despachando más heridos. El campesino cafetero simplemente prendió las velas que alumbraban a sus hijos y que se apagaban por el viento del anochecer. El teniente, en Barranca, fue prácticamente encañonado por su patrulla, que le impidió se aventurara por los barrios orientales de una ciudad partida en dos, entre la guerrilla y el Ejército, como si fuera la Beirut de hace 10 años.
Se vino la noche y cayeron las lluvias y empaparon por primera vez a 150.000 personas que se hallaban a la intemperie, porque entre llantos y rescate de heridos no habían podido pensar siquiera en la construcción de cambuches. Jeison se quedó dormido entre la oscuridad. El recogedor de café decidió enterrar él mismo y con sus propias manos a sus dos hijos muertos en el cementerio de Calarcá. Cavó la tumba y los sepultó en la oscuridad. El Presidente, en el aeropuerto, donde esperó 45 minutos hasta que llegaron el alcalde y el gobernador, los recibió con el ceño fruncido y les pegó el primer regaño para que se pusieran de acuerdo y no manejara cada uno la tragedia desde sus propios intereses políticos. El médico supo por su esposa que no se había movido una piedra del gigantesco arrume que aprisionaba a su madre, pero siguió atendiendo heridos. Y el teniente empezó a vivir la noche más dura de su vida.
Estaba allí en la ciudad pero se sentía más asustado que cuando combatió en el pasado septiembre contra la guerrilla de Romaña o durante la emboscada de San Juanito, cuando vio caer a dos compañeros tenientes que estaban a su lado. Allí hubo mucho plomo y mucha oportunidad de coraje, pensó, pero ahora era la impotencia de estar cercado en un barrio de la capital petrolera de Colombia, imaginando a su familia sepultada allá en el Quindío.
Fue la primera noche de miedo y oscuridad y ambulancias y quejidos y Armenia y Calarcá estaban con sus calles tan atestadas como si fuera la víspera de Navidad, pero en realidad era la más desgraciada noche de su historia. Pero no sería peor que las siguientes, que fueron las noches de los cuchillos largos, de los saqueos, de la bandas armadas y de las brigadas de autodefensa. El Presidente dejó órdenes precisas que se cumplieron a cabalidad, porque no se pusieron de acuerdo alcalde y gobernador. El médico trabajó en el hospital hasta las cuatro de la mañana. El campesino regresó del entierro nocturno de sus hijos y permaneció despierto hasta el amanecer con su mujer y los otros hijos que le quedaron. A las seis de la mañana por fin lograron sacar en helicóptero al teniente hasta el batallón y de allí en bus salió hacia Bucaramanga y después en avión hacia Bogotá y finalmente hasta Armenia. Y para Jeison no hubo amanecer porque allí en su socavón era siempre oscuridad.
A las nueve de la mañana, el médico empezó con sus propias manos a quitar los escombros del gigantesco arrume que aprisionaba a su madre. A 15 cuadras, don Oscar López, al ver que no llegaba nadie a rescatar a Jeison y al resto de la familia, empezó igualmente a levantar escombros con sus
manos. Era como si los dos sacaran cucharadas de agua del mar. El Presidente se enteró de que no se cumplían sus órdenes y decidió asumir personalmente el mando. El teniente aterrizaba en Armenia en un avión militar. Y Lilo el cosechero simplemente miraba la empalizada que era su casa y vio que en el fondo las cenizas del fogón estaban aplastadas por la lluvia. Y sintió los pasos del hambre porque sus dos hijos, que no habían comido nada desde la noche anterior, le preguntaron por el desayuno.
Donde Jeison, hacia el medio día llegaron los bomberos de Tuluá y trabajaron un buen rato, removiendo escombros pero se fueron cuando llegó una patrulla de la Cruz Roja con perros. Los animales olfatearon las ruinas y no encontraron nada. Esta brigada trabajó otro rato y luego se fue. Entonces el teniente con su padre y con otro hermano y con los vecinos comenzaron a remover escombros. Pero era también como si trataran de vaciar el agua del mar. A las tres de la tarde la perrita Lassie, una gozque enrazada de loba, y que era de todos y de nadie en aquel edificio de estrato social bajo, se metió por entre las vigas y escombros y empezó a ladrar y a chillar. Jeison la escuchó desde la profunda oscuridad. La perrita plebeya y callejera había logrado lo que no había
podido la muy noble jauría del rescate. John Jairo, hermano de Jeison, la siguió por la parte trasera de los escombros, se metió por un hueco y comenzó a llamarlo. Y escuchó la voz de su hermano y salió gritando que Jeison estaba vivo y que Lassie lo había encontrado. Después Jeison no escuchó más voces humanas, sólo el chillido de la perrita. Puso en ella toda su esperanza. Pensó que no se podía dejar desmayar. Tenía sed pero ni siquiera podía pensar en tomar orines, porque seguía boca abajo y tenía las manos bajo el cuerpo y atrapado el pie derecho y sentía cada vez más estrecho el espacio que lo rodeaba. Casi en ese mismo momento el médico Jorge Raúl Ossa logró que una retroexcavadora de gran tamaño empezara a retirar los escombros. Hacia las cuatro de la tarde hallaron a la madre, doña Elvira. Había quedado sobre su cama, porque estaba acostada viendo el programa Padres e hijos cuando se le vino el techo encima, y sólo la reconocieron por el vestido y por una medallita que llevaba en el pecho. Acompañado de su esposa y sus hijos la llevaron a una ceremonia religiosa colectiva que duró cinco minutos y hacia las seis y media de la tarde, entre las sombras, en un cementerio donde se sentía el fragor de los enterradores y el murmullo lastimero de una multitud doliente, la sepultaron, en silencio, con la dignidad con que las madres griegas enterraban a sus hijos caídos en combate. Dejó en su casa a su familia y volvió al hospital. Encontró allí el dolor de más de 1.000 personas heridas y estuvo tan ocupado toda la noche luchando por salvar tantas vidas que afirma, con toda franqueza, que durante esa jornada de espanto no tuvo un minuto para pensar en su madre muerta, apenas recién sepultada.
Una luz en la noche
Tendencias
Foto: Casas destruidas, gente buscando algunas de sus pertenencias, escombros. Foto:Alfonso Reina.
La última voz humana que había escuchado fue la de Daniel, después del segundo temblor, cuando dijo "me traga el monstruo, me traga el monstruo" y después se apagaron sus quejidos. Pero poco tiempo después de los gritos de John Jairo y de los chillidos de Lassie, Jeison sintió que como que le pasaba la sed, pensó que ya no se podía dejar desmayar, se olvidó que no sentía las piernas y que su pie derecho estaba atrapado entre las losas de cemento. El espacio se había reducido tanto, que estaba ya como entre una cápsula. Y de pronto alcanzó a ver el resplandor de una linterna. Era la primera luz que veía en una noche de más de 30 horas. Pero eran las dos y media de la tarde y la espera sería hasta casi las tres de la mañana. A la misma hora en que el Presidente estaba en vela, recibiendo informes sobre la tragedia. A la misma hora en que Lilo el cosechero se guarecía de la lluvia bajo un plástico, con su mujer y dos hijos, quienes cansados de pedir comida se habían quedado dormidos.
Después del anochecer, el propio teniente y su padre lograron que una brigada de la Cruz Roja volviera a trabajar. Pero era muy difícil avanzar. Llegaron los bomberos de Tuluá. Después arribaron unos expertos en salvación de mineros atrapados en socavones carboneros y empezaron a cavar un túnel horizontal. Otra brigada abría por encima un amplio agujero, pero empezaron a ceder las planchas y las vigas retorcidas. Jeison sintió el crujido de los escombros, era el material que cedía, le caía arena y gravilla en los ojos y el espacio se reducía cada vez más, como una camisa de fuerza que aprisionaba sin parar.
A las 11 de la noche, los topos estaban a 50 centímetros de Jeison. Lassie merodeaba y chillaba cerca del túnel. Por fin el bombero Farley Torres pudo entrar en contacto de voz con el niño. Pero éste se desesperó por primera vez y el bombero tuvo que conversarle durante 15 minutos. Lo animó, le habló de su familia, le preguntó por sus estudios en el Inem de Armenia. Después perforaron a cincel un agujero hasta Jeison y un socorrista de la Cruz Roja, al final de un túnel de casi cuatro metros, por fin pudo tocar su piel. Jeison pidió un Gatorade y empanadas. Sólo lograron conseguirle la bebida de uva. Después ampliaron un poco más el agujero y el médico Luis Londoño le puso una inyección tranquilizante. La lluvia arreció y empapó a los que luchaban por Jeison y a las 150 mil personas que se hallaban al escampado en toda la zona del desastre. Los torrentes se desbordaron y se metieron por debajo de colchones y cambuches. Pero socorristas y bomberos siguieron trabajándole a Jeison allí en el túnel. Fueron tres horas hasta lograr taladrar primero las losas de cemento y más de una hora para quitar la suela del zapato y lograr sacar su pie derecho que estaba aprisionado. Eran casi las tres de la mañana, bajo una lluvia implacable, cuando se escuchó el grito de bomberos y socorristas jubilosos que sacaban a Jeison. Amanecía el tercer día de la tragedia. El Presidente, antes de las seis de la mañana, decidió que se trasladaba con su gobierno a Armenia para asumir el mando en una región donde aún no llegaban ni la comida ni las carpas. Jeison, descansaba en el hospital sin despertar aún de la operación. El médico, aún sin dormir, volvía al hospital y era, confiesa, como si no hubiera una tregua para pensar en su madre muerta. Lilo Valencia, el cosechero, doblaba el plástico negro de su cambuche, y sus hijos
hambrientos aún dormían. Y el teniente y su padre estaban solitarios frente a la mole de escombros porque si bien Jeison había sido rescatado con vida, allí seguían sepultados la madre Myriam Consuelo y el hermano mayor y su hijo Daniel y Myriam Juliette y un vecinito y quién sabe cuántas personas más de los 12 apartamentos que constituían este edificio sin nombre. Los dos hombres estaban solos porque la lluvia del amanecer a todos los había espantado pero a ellos no, porque allí seguían los suyos. Y a esa hora, ni el Presidente, ni el teniente y su padre, ni el cosechero y el médico, sabían que lo peor estaba por venir. Cuando amanecía ese tercer día, era como si apenas empezara la verdadera tragedia allá en el Quindío.
El rebusque
Foto:Familias damnificadas, improvisan cambuches. Alfonso Reina.
El Presidente entró otra vez en cólera cuando se enteró que el alcalde y el gobernador no se ponían de acuerdo, al tercer día, sobre la repartición de alimentos y decidió coger el toro por los cuernos. Y Lilo el cosechero decidió salir de su barrio destruido y seguido por su esposa y dos hijos sobrevivientes se fue hacia el centro de la ciudad, como un animal acorralado por el hambre y que seguido por sus cachorros se aventuró fuera de su guarida. Aunque llevaba 10.000 pesos en los bolsillos hasta el medio día no había logrado que alguien le vendiera algo de comer. Todo estaba destruido o cerrado y cada uno administraba celosamente sus escasas raciones. Además Lilo nunca se aventuraba por el norte de la ciudad, donde vive la gente más acomodada de Armenia y donde no hubo mayores destrozos y donde había unas pocas cafeterías abiertas. Se internó en su territorio, el sur profundo de Armenia, todo devastado, desde el centro hasta el barrio Brasilia, por los alrededores de la plaza de mercado, por la terminal, por las callejuelas de cantinas prostibularias, por
la zona del hampa... Pero allí la destrucción y el hambre y el miedo eran como una cosecha grande. A esa misma hora la perrita Lassie volvió a husmear y chillar sobre los escombros y entonces el teniente y su padre cavaron solitarios aún con más ahínco sobre la montaña de la destrucción. Solo hasta el atardecer llegó otra brigada de bomberos y otra de la Cruz Roja y trabajaron de nuevo y después se fueron. Quedaron otra vez solitarios los dos hombres y sus vecinos, frente a la enorme masa de escombros. Llegó el ex sargento y senador de la República Elmer Arenas y le dio ánimos al teniente y consiguió que de nuevo volvieran una grúa y un equipo de salvamento. Trabajaron toda la tarde, hasta cuando volvió la lluvia y entonces se fueron. Otra vez de nuevo solitarios los dos hombres, padre e hijo, frente a la ruinas y la muerte de su propia familia.
Lilo el cosechero consiguió apenas varios panes que estaban regalando en un camión. Pero escuchó varios disparos y vio mucha gente que corría. Con su familia desembocó frente a la iglesia del Sagrado Corazón y vio cómo una multitud estaba tumbando la puerta del Supermercado Centrales. Con su instinto campesino oteó en el viento y después dejó allí esperando a lo que le quedaba de su familia y se metió entre la multitud. En el primer viaje sacó un bulto de papa. Después varios sacos de arroz. Una caja grande de chocolate. Dos pacas de galletas. Muchas gaseosas y jugos y también sal y fríjoles y hasta tres
escobas. Sacó apenas lo de comer y no como otros, que llevaban enormes paquetes de papel Reynolds o carros de mercado y hasta derrumes de toallas higiénicas y puñados de condones y cuchillas de afeitar. Lilo tomó solamente comida y al final, sudoroso, moreno, curtido en el trabajo, sonrió porque tenía allí el mercado más grande que había logrado hacer en toda una vida de cosechero errante.
En ese momento, aunque llevaba casi tres días apenas comiendo lo que les llevaban los vecinos tan pobres y desamparados como ellos, el teniente y su padre empezaron la noche excavando otra vez con sus propias manos. Se cerraba cada vez más la oscuridad y algunas brigadas llegaban, sus perros
husmeaban sin resultado, trabajaban un rato y después desistían y se iban. Pero los dos hombres continuaban allí, sin desmayar. La perrita no cesaba de chillar por entre los escombros. Había aún vida pero el desorden y el caos no permitían una operación de rescate ordenada y constante. No sabían ellos que el médico Jorge Enrique Ossa en esos momentos ordenaba que Jeison fuera trasladado del hospital San Juan de Dios a la Clínica Nueva del Quindío, para que le practicaran una segunda operación y para que estuviera más tranquilo. Ignoraban que Jeison estuvo a punto de morir cuando se produjo una estampida en el hospital. Fue cuando un radioaficionado de Pereira informó que, según supuestas informaciones, se iba a producir otro terremoto, este sí verdaderamente apocalíptico. Entonces enfermeras y pacientes y auxiliares y todos abandonaron el hospital en tropel desbocado. A Jeison lo bajaron dos enfermeras, por las escaleras, y en la estampida se rompieron los frascos del plasma que le estaban colocando. Más de 1.000 personas esperaron afuera el temblor. Adentro solo permanecieron los médicos. En el segundo piso un paciente del susto murió de infarto. Por fin volvió la calma.
Sus luchas y victorias
Pero como la vida es más que la muerte y la grandeza de la condición humana derrota a la vileza de esta misma condición humana, el niño, el médico, el labriego, el teniente y su padre ignoraron los días y noches de horror y cada uno, como la inmensa mayoría de los 150.000 damnificados y dos millones de pobladores de la región cafetera, marcharon por el camino recto, cada uno en su lucha solitaria contra la muerte. Al caer la tarde del viernes, la perrita Lassie ya había dejado de chillar. Había muerto el último soplo de vida. Por fin las brigadas de rescate, en las que se mezclaban colombianos, japoneses, norteamericanos, españoles, mexicanos y de muchas otras nacionalidades, todos con sus vistosos.