POSCONFLICTO
Más dicho que hecho con el acuerdo de paz
Colombia no es la misma desde que las Farc dejaron las armas. Sin embargo, convertir en hechos los acuerdos todavía es una expectativa que supera la realidad.
Las últimas semanas han sido frenéticas para el proceso de paz. Y como suele ocurrir, hay dos visiones, unas que ven el vaso medio lleno y otras que lo ven medio vacío. Los optimistas perciben una oportunidad para que el país concrete los objetivos que no habían sido posibles a causa de la guerra: reformas sobre la tenencia de la tierra, la política antidroga, la precariedad de la democracia y el mejor momento para hacerse al control territorial. El país tiene índices más bajos de homicidios y celebró las elecciones menos violentas y más participativas en décadas. Estos, para muchos, son los resultados esperados del proceso de paz.
Entre los escépticos están quienes ven con desconfianza la mutación que han sufrido las Farc. No solo por la huida de Iván Márquez diez días después de que capturaron a Jesús Santrich, sino también por la carta que el ex jefe guerrillero, junto al Paisa, le hizo llegar a la Comisión de Paz del Senado la semana pasada. En ella, el exjefe del equipo negociador de las Farc se refiere a tres “actos de insensatez que empujaron la esperanza tejida en La Habana al taciturno abismo de los procesos de paz fallidos: la inseguridad jurídica, las modificaciones al texto original de lo convenido y el incumplimiento de aspectos esenciales del acuerdo”.
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Escrita en computador y sin firmar, la carta estremeció la esperanza que muchos tienen depositada en el acuerdo. Era natural. Si bien es cierto que desde hace un par de años el Estado viene haciendo malabares para tratar de pasar la página de la guerra, ahora muchos se preguntan qué tanto afectaría la fractura que hay en las Farc el aterrizaje de todo lo que falta del acuerdo. A pesar de que esa guerrilla logró demostrar que las dudas sobre la cohesión eran cosa del pasado, lo cierto es que en la política cambiaron completamente las reglas del juego. El tema se juntó con el de los otros seis mandos medios que hace unas semanas se fueron “alegando preocupación por su seguridad jurídica y física”. Y, para completar, en el Catatumbo alguien secuestró al hijo del alcalde de El Carmen. Al margen de los responsables, el hecho puso el dedo en la llaga sobre el descontrol territorial, especialmente, en las zonas infestadas de coca.
En los últimos ocho días el gobierno reanudó las sesiones del Consejo Nacional de Reincorporación y la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación.
Para los incrédulos, la carta deja mucho que desear, a pesar de que, según personas cercanas, Márquez está al tanto de sus procesos en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y el Paisa tocó esta semana en Neiva las puertas para conseguir un abogado. ¿La razón? Se trata del jefe del equipo negociador y el hombre que conquistó el mayor número de votos en el Congreso fundacional del naciente partido: 68 sufragios por encima de Timochenko. Pero llama la atención, sobre todo, que uno de los arquitectos del acuerdo se haya mostrado tan inconforme con los términos en los que hace un año se dio la dejación de armas. Este elemento, combinado con las peleas internas, deserciones y el diálogo entrecortado con el nuevo gobierno, le pone por estos días los pies en la tierra a la exguerrilla en su consolidación como partido.
Ha pasado un año desde que fijaron su norte, su logo y su ideología. Pero poco o nada han podido avanzar en medio de una tormenta que amenaza con llevar al naufragio lo que falta por implementar y la poca legitimidad que han ganado en la arena política. Como ocurrió con la misiva que envió el ex jefe guerrillero Joaquín Gómez para arremeter contra la dirección del partido en Bogotá. La participación política, uno de los puntos que más avanza, nada que toca tierra firme y la revolución epistolar que impulsan los excombatientes pone en duda, al menos ante la opinión pública, el futuro del partido.
Mientras que algunos observadores ven con pesimismo lo que viene pasando, otros creen que estos síntomas corresponden a las dinámicas propias del cierre de un ciclo de 50 años de guerra. Aunque en su más reciente informe el Instituto Kroc no se refiere a estos episodios, identifica siete razones que dificultan la posibilidad de que todo el acuerdo llegue a buen puerto. 1) La multiplicidad de actores. 2) La implementación es un proceso de negociación en sí mismo. 3) Los cronogramas de cumplimiento que se incluyen normalmente suelen ser poco realistas. 4) El peso de la guerra. 5) Los efectos de la reacomodación política. 6) La falta de recursos y 7) El texto del acuerdo no puede predecir el futuro.
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No hay nada más difícil que pasar del papel a la práctica. Sobre todo, cuando se trata de cambiar las dinámicas económicas, sociales y políticas creadas al amparo de la violencia. Si bien es cierto que la firma del acuerdo despertó una inmensa expectativa, que hace un año se avivó con la dejación de armas, no se puede cantar victoria. Los cambios no se logran de la noche a la mañana. La implementación apenas alcanzó a encender motores, y conseguir que los victimarios cuenten la verdad, que las víctimas sean reparadas y que las tierras robadas regresen a sus dueños originales suena todavía a utopía. Será todo un pulso, pues varias manos enemigas pondrán a prueba la capacidad y la decisión del Estado y el compromiso de los gobernantes locales y nacionales para ejecutar lo que falta.
En agosto se cumplió un año desde que salieron los contenedores con armas de las Farc de las zonas veredales. El próximo 7 de noviembre se cumplen dos años desde que se firmó el acuerdo renegociado en el Teatro Colón.
La pelota está en la cancha del Estado. Apenas van dos de los 10 años fijados para la implementación. Pero para que la paz sea sostenible se necesitan dos grandes activos aún no asegurados: voluntad política y plata. A pesar de que Iván Duque moderó su discurso de “hacer trizas los acuerdos”, no hay una hoja de ruta sobre cómo cumplirá el mandato que ratificó la Corte Constitucional de extender la implementación por los próximos tres gobiernos. La segunda es todavía un gran interrogante. El posconflicto llega en uno de los peores momentos de la economía del país y uno no puede sobrevivir sin el otro.
A pesar de que resulta difícil medir la temperatura de lo que viene pasando –porque cada aspecto avanza a su ritmo con sus complejidades–, hay ítems que dan estabilidad al proceso en general. La reincorporación es uno de ellos. Y este, a la luz de la ONU y el Instituto Kroc, debería estar en la primera línea de prioridades del nuevo gobierno. Primero porque es necesario devolverle la confianza al proceso al resolver los atrasos en la reincorporación económica y social. Segundo porque el Estado está en mora de ofrecer garantías de seguridad efectivas. Según la Misión de la ONU, desde la firma han muerto asesinados 71 excombatientes, 9 de ellos en los últimos tres meses.
El nuevo presidente está en una encrucijada. Por un lado, responder por las promesas que hizo a lo largo de su campaña de modificar los acuerdos . Por el otro, conservar los logros en la reducción de la violencia y del conflicto armado. Aún así en ese escenario, Iván Duque tiene una oportunidad de lograr un consenso en torno a la paz que Santos nunca pudo construir. Tiene en su contra, sin embargo, las demoras que conlleva el aterrizaje de la nueva arquitectura institucional.
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Si bien el gobierno nombró hace algunas semanas a Miguel Ceballos como alto comisionado de paz y Emilio Archila como asesor de posconflicto, la institucionalidad en esta materia camina a media marcha. Con una acción de cumplimiento interpuesta por las Farc contra el presidente, revivió la Comisión de Seguimiento (CSIVI) que apenas se ha reunido una vez. Y este miércoles se llevó a cabo el encuentro del Consejo Nacional de Reincorporación (CNR). Desde adentro, altos funcionarios del gobierno alegan que la antigua administración dejó una herencia de “muchas expectativas, poca plata y planeación”. Pero el país necesita medidas urgentes y concretas. No puede perder el terreno ganado. A estas alturas, la paz estable y duradera parece más una frase retórica que una realidad. En la agenda del actual gobierno no aparece como una prioridad cumplir con lo que se pactó, sino enfocarse en aspectos muy puntuales.
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A su favor, el gobierno no solo tiene la comunidad internacional que se sigue mostrando dispuesta a echar una mano, sino también una porción importante del sector privado y la voluntad de la mayoría de los excombatientes. Así lo ratificó esta semana la ONU. Aunque en dos años solo se han aprobado 17 proyectos productivos, dos de ellos con financiación, hay decenas de iniciativas que los guerrilleros tratan de financiar con su renta básica. “Muchas de las iniciativas pueden convertirse en empresas de generación de ingresos viables si se les proporciona mejor asesoría técnica,de comercialización y tierras ”, aseguró el secretario de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, en su informe.
Aunque desde hace meses se perdió el rastro de los ex jefes guerrilleros Iván Márquez y el Paisa, SEMANA conoció que a través de su abogada el primero anda pendiente de su proceso en la JEP y el segundo está buscando un abogado que lo represente.
Varios factores llevaron al país hasta este momento. El pecado original nació con la derrota del plebiscito en las urnas. La implementación arrancó sin haber logrado un consenso fuerte sobre el mismo en el país.Ahora el escenario es otro. Falta ver la próxima semana el norte que fijará el nuevo gobierno, pero lo que decida no deja de inquietar a todas las partes. Quienes llevaron las banderas del No alegaron que les habían hecho conejo al resultado electoral, pero han sacado réditos políticos de su victoria. Ahora están en el poder, y los defensores del Sí pasaron a la oposición.
Aunque la crisis del proceso no es insoluble, dos meses después de asumir, llegó la hora de que el gobierno tome el timón y fije un rumbo. El acuerdo con las Farc no puede caer en la misma dinámica de la negociación con el ELN. Cada avance no puede estar supeditado a una acción legal. Omisiones de ese tipo terminarían por robar el poco oxígeno que le queda y con ello la posibilidad de impulsar transformaciones en los territorios más afectados por la violencia. No se puede borrar con el codo lo que durante tantos años el país hizo con tanto esfuerzo con la mano.