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Terremoto político: el proceso contra Álvaro Uribe sacude al país
¿Qué sigue para Álvaro Uribe, para el Gobierno y para el país después de la medida de aseguramiento dictada por la Corte Suprema de Justicia? Esa decisión marca un antes y un después en la historia de Colombia.
Muchos colombianos creen que al expresidente Uribe ya lo condenaron, y la verdad es que su proceso apenas comienza. La Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia le impuso la detención domiciliaria y tendrá que decidir si lo llama a juicio o cierra el caso. Es más probable lo primero, pues tomarán la decisión los mismos magistrados que consideraron justificada la medida. Esto hace pensar que viene un largo camino para Álvaro Uribe y que probablemente permanecerá recluido en su finca de Rionegro durante por lo menos un año, o más si finalmente lo derrotan en juicio.
La discusión hoy gira en torno, más que al contenido del proceso, a si era necesario quitarle la libertad al expresidente sin haberlo llamado a juicio. Al fin y al cabo no se trata de un ciudadano común y corriente, sino de un hombre que ha ocupado la más alta dignidad del Estado. Además, es una persona sin antecedentes penales que se ha presentado ante la Justicia cuando lo han requerido y que, evidentemente, no tiene intención alguna de volarse. Para decidir su detención, la corte tuvo en cuenta que una de las causales para dictarla es la posibilidad de que el acusado incida en su proceso. Como a Uribe lo señalan precisamente por manipular testigos para cambiar el curso de una investigación, los magistrados consideraron necesaria esa medida.
Esa explicación no convence del todo. Hay aspectos discrecionales y de proporcionalidad que podrían haber jugado a favor del expresidente. No solo por la dignidad que ocupó, sino por la presunción de inocencia.
La detención de Álvaro Uribe ha dado pie a que algunos sectores de la opinión y de la política le atribuyan un sesgo político a la corte. Esas críticas van a persistir, aunque no necesariamente son justas. Uribe tuvo duros enfrentamientos con la Corte Suprema de Justicia cuando estaba en la Casa de Nariño, lo que indudablemente condujo a que la corte se politizara en ese momento. Hubo excesos de lado y lado. El DAS llegó a grabar las conversaciones de los magistrados en la sala de deliberación, y la corte, a bloquearle al presidente sus ternas para fiscal general.
Esa etapa, sin embargo, quedó atrás. Los actuales magistrados de la corte son otros y nada tienen que ver con las peleas del pasado. Les ha caído la papa caliente judicial más grande de la historia reciente y han manejado el tema con responsabilidad y apego al derecho. En realidad, con cualquier decisión que tomaran, en un país tan polarizado la mitad de la gente iba a interpretarla como política.
La corte tiene que determinar si el expresidente supo de los delitos imputados a su abogado, Diego Cadena. Hay que comenzar por decir que un expresidente de la república no debería tener de abogado a un hombre de esas características. Cadena ha representado a grandes capos del narcotráfico como Diego León Montoya, alias Don Diego; Víctor Patiño Fómeque; y Javier Zuluaga, alias Gordolindo. Defender esos personajes no es ningún delito, pero define un perfil que no encaja con la defensa de un exjefe de Estado. No se entiende que Uribe tuviera que recurrir a un abogado de las condiciones de Cadena, teniendo a su lado a dos de los penalistas más importantes del país, Jaime Granados y Jaime Lombana.
Como se ven las cosas hoy, todo parece indicar que Diego Cadena sí le pagó por lo menos a un testigo para que cambiara su testimonio a favor de Uribe, y que le hizo ofrecimientos a otros. Queda por establecer si el expresidente supo de esas maniobras o las autorizó. Los montos del presunto soborno de Cadena al exparamiliar Carlos Enrique Vélez ascienden a 48 millones de pesos concretados y a supuestos ofrecimientos de entre 100 y 200 millones. Al otro testigo, Juan Guillermo Monsalve, el abogado le ofreció gestionar la revisión de su condena de 38 años de cárcel y meterlo a la JEP.
La cifra de 48 millones de pesos y un ofrecimiento de revisión de una condena suenan muy poco soborno para un asunto de semejantes implicaciones, y mucho para una ayuda humanitaria. En vista de que tanto a Cadena como a Uribe los acusan de soborno y fraude procesal, hay que asumir que la Justicia descartó que se tratara simplemente de ayudas humanitarias. Los abogados del expresidente e Iván Cancino, apoderado de Cadena, niegan enfáticamente que esos pagos o esa asesoría legal puedan constituir un delito. Uribe, por su parte, manifiesta que nunca tuvo conocimiento de estos y que, de haberlo tenido, no los habría autorizado.
La cifra de 48 millones de pesos y un ofrecimiento de revisión de una condena suenan muy poco soborno para un asunto de semejantes implicaciones, y mucho para una ayuda humanitaria.
Si Uribe sabía o no lo que hacía Cadena es el quid de asunto. Los magistrados están convencidos de que sí, pues de lo contrario no hubieran dictado la medida de aseguramiento. En la providencia que sustentó esa decisión hay bastante evidencia circunstancial contra él, basada principalmente en la cercanía y en el permanente contacto entre el expresidente y su abogado. Hay interceptaciones que demuestran que este le pedía a Uribe que se reunieran después de cada visita a los testigos que presuntamente Cadena estaría presionando. Sin embargo, de lo que se conoce hasta ahora, no hay una prueba reina que comprometa al expresidente directamente con los pagos. En las conversaciones interceptadas entre Cadena y su cliente, este último utiliza siempre un lenguaje moderado y abstracto. Las frases más comprometedoras que aparecen son del orden de “proceda, doctor Diego, que usted hace las cosas bien hechas”. Estas no parecen constituir una prueba definitiva, pero también tiene algo de inusual que un abogado pague montos de esa magnitud a nombre del cliente sin que este se entere.
La detención de Álvaro Uribe es la papa caliente más grande que le ha caído a la justicia colombiana en la historia reciente.
Más allá de los pormenores del proceso, la medida de aseguramiento ha desatado toda clase de reacciones. Las más frecuentes las han repetido una y otra vez los seguidores de Uribe. Estos argumentan que es un exabrupto que los exguerrilleros de las Farc, que llenaron al país de lágrimas, no solo estén libres sino en el Congreso de la República, mientras que el hombre que los combatió y los arrinconó está preso. A Jesús Santrich, acusado de narcotráfico y pedido en extradición por Estados Unidos, esa misma corte le permitió asumir su defensa en libertad, y él se voló. A Uribe no le dieron ese privilegio. Esa es una realidad muy impactante con grandes implicaciones políticas, pero no jurídicas. Uribe y las Farc están en situaciones penales distintas. Los exguerrilleros gozan de los beneficios de haberse desarmado y sometido a un proceso de paz, y el expresidente, a pesar de su dignidad, tiene que responder ante la justicia ordinaria como cualquier colombiano.
Al argumento entendible de que es injusto que Uribe esté preso y las Farc en el Congreso se le han sumado otros que han hecho carrera pero que son irracionales y falsos. Como que se trataría de un supuesto pacto fraguado en La Habana entre Santos y los negociadores de esa guerrilla para meter a Uribe a la cárcel como una de las condiciones para que ellos firmaran la paz. A nadie se le puede ocurrir que unas personas de la talla de Humberto de la Calle o Sergio Jaramillo se hubieran sentado a negociar con Iván Márquez y con Santrich la captura del expresidente Álvaro Uribe. Asociar este proceso con una conspiración ignora que el exmandatario está sub iudice en la Corte Suprema de Justicia porque él acudió a ese organismo a interponer una demanda penal contra el senador Iván Cepeda, pero se volteó en su contra.
El presidente Iván Duque, acusado por su partido de haber dejado solo a Uribe, en esta situación no tenía cómo ganar. El uribismo ha percibido su posición como muy débil y otros sectores la han considerado una vulneración de la independencia de los poderes. Sus declaraciones al respecto se han centrado en manifestar la convicción de que su mentor es inocente y que debería poder defenderse en libertad. Esas expresiones de solidaridad suenan normales y las podría hacer cualquier colombiano, pero no el presidente de la república. En Colombia, la separación de poderes es tan frágil y el poder presidencial tan grande que cualquier pronunciamiento de la Casa de Nariño puede ser interpretado como una presión indebida a las cortes. Paradójicamente, en la práctica, con frecuencia sucede lo contrario. Cuando la Justicia se siente presionada, su prioridad es mostrar que no cedió ante las presiones. Tal vez no fue una buena idea del partido de Gobierno sacar avisos de página entera en la prensa nacional para especular sobre la “inminente” captura de Uribe.
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El país debe contar con la certeza de que la corte juzgue a Álvaro Uribe con un criterio eminentemente jurídico y con todas las garantías del debido proceso.
Menos entendible que la solidaridad de Duque es la presión explícita del Centro Democrático de convocar una constituyente para revocar a la corte que dictó la medida contra Uribe. Esa idea fue presentada como una exigencia del partido al presidente, con una velada insinuación de que de esto depende que el uribismo apoye al Gobierno. Pero el tono tuvo un tufillo de chantaje que seguramente no le gustó a Iván Duque. Él diplomáticamente le hizo el quite al tema al puntualizar que hay múltiples opciones para reformar la justicia y que no descarta ninguna. La realidad es que la Asamblea Nacional Constituyente es políticamente inviable y que es improbable que el Centro Democrático se retire de la coalición de Gobierno.
El cruce de opiniones entre el presidente y su partido sobre la posibilidad de una constituyente ha dejado en evidencia las consecuencias que tendrá la detención de Uribe para el Gobierno, para el Centro Democrático y para el país en general. En términos del mapa político, hay implicaciones de todo orden. En cuanto a la opinión pública, el uribismo, que iba en caída, se fortalece por lo menos a corto plazo. Muchos uribistas que estaban dispuestos a pasar la página han regresado a la trinchera. El expresidente tiene una imagen más favorable hoy que la semana pasada. Hay una solidaridad y un efecto emocional que le da al uribismo una bandera y que motiva a sus bases. La consigna ahora no será reformar la Justicia Especial para la Paz (JEP), sino salvar a Uribe. Eso electoralmente debería ser bueno, pero se enfrenta al problema de que hoy no se ve un candidato fuerte de esa colectividad.
Sin embargo, el Gobierno no obtiene ningún beneficio de los enredos jurídicos de Uribe. Como jefe del Centro Democrático, el expresidente alineaba las diferentes posiciones que existían en el partido. Además de eso, su reconocida capacidad política le permitía articular con otras colectividades las propuestas del Gobierno. Para Duque, manejar una bancada acéfala y llena de egos y ambiciones va a resultar más difícil sin Álvaro Uribe. Esto se va a reflejar en la gobernabilidad en el Congreso, que de por sí no estaba garantizada antes de los recientes acontecimientos.
En todo caso, la medida de aseguramiento proferida esta semana contra un expresidente de la república marca un antes y un después en la política colombiana. Se trata de un hecho sin precedentes que tanto el aparato institucional como la opinión pública y la clase política deben tomar con la pausa y la responsabilidad que requiere. Sobra decir que nadie está por encima de la ley y que los colombianos deben acatar los fallos de la Justicia. En esto es importante, independientemente del contenido de sus decisiones, respetar y proteger la institucionalidad. Así mismo, el país debe contar con la certeza de que la corte juzgue a Álvaro Uribe con un criterio eminentemente jurídico y con todas las garantías del debido proceso.