| Foto: León Darío Peláez

NACIÓN

La dura y desconocida vida de los Samboní antes de la tragedia

La mayoría de los casi 80 caucanos que viven en Bosque Calderón trabajan en la construcción o en el servicio doméstico. Así fue su salida del campo huyendo de la guerrilla y la pobreza.

José Guarnizo*
16 de diciembre de 2016

Sentada en las mismas escaleritas donde solía jugar Yuliana, su tía Luz Velasco se hace una pregunta que hace nueve días la persigue como una pesadilla insufrible: “¿Por qué ese hombre escogió a la niña de nosotros, por qué a Yuliana?” 

Luz no menciona el nombre de Rafael Uribe, el arquitecto que ya aceptó en la Fiscalía haber secuestrado, abusado y asesinado a su sobrina. No lo nombra, pero lo evoca mientras se las arregla para hablar sin que se le salga una lágrima. “De pronto la escogió al mirarnos la pobreza, al ver que no tenemos estudio ni plata ni nada. Y pensó que nos íbamos a dejar, pero se equivocó porque somos caucanos. Y para los caucanos del campo los hijos y la familia son sagrados”.

Luz, al igual que su prima Nelly Muñoz Velasco y Juvencio Samboní, los jóvenes padres de la víctima de toda esta historia, se vino al barrio Bosque Calderón, de Bogotá, buscando de la vida una segunda oportunidad.

Era una especie de escape a los jornales de miseria que les pagan por echar azadón en la vereda El Tambo, de Bolívar, Cauca: 7.000 pesos era la plata que los patrones les daban al día por las férreas tareas del campo, a las que también se le medían las mujeres. Luz y Nelly trabajaban parejo con Juvencio en cultivos de papa y cebolla.  

En la casa de Nelly y Juvencio en El Tambo, donde Yuliana pasó sus primeros cinco años, vivían 15 personas. Los cuartos eran espaciosos pero desprovistos de comodidades: un solo televisor para toda la casa, paredes levantadas en barro, pisos en tierra.

Foto: León Darío Peláez / SEMANA

Venirse a la gran ciudad también fue una forma de huir de las FARC. Hace siete años, la guerrilla amarró y torturó a Julián Andrés, un hijo de Luz y primo de Yuliana. Su pecado fue haberse enamorado de la hija del rector del colegio, que a su vez era un miliciano de la guerrilla. “Allá no dormíamos tranquilos”, dice Luz.

El primero de ese grupo de indígenas en colonizar este barrio de Bogotá pegado a los cerros, de calles que nunca han conocido el pavimento y casas a medio hacer, fue un hermano de Juvencio llamado Édgar. Después fueron llegando graneados más parientes, amigos y conocidos, hasta que el día menos pensado ya eran 80.

Y Bogotá lo que tuvo para ofrecerles a los hombres fue trabajos en la construcción. Y a las mujeres empleos como aseadoras o meseras, en la mayoría de los casos. Hasta antes del asesinato de Yuliana, su mamá, Nelly; su tía Luz, y otra prima se ganaban la plata limpiando, entre las tres, 150 apartamentos desocupados de un edificio en venta. No daban abasto fregando pisos y brillando enchapes.

Cuando ocurrió el crimen de Yuliana, el jefe de las tres les notificó que les quedaba debiendo la última quincena, sin dar mayores explicaciones. “No tuvieron compasión ni si quiera con lo que estábamos viviendo”, dice Luz, mientras Édgar infla unas bombas y acomoda unas pocas cartulinas rosadas para armarle un altar a Yuliana y rezarle la novena.  

Juvencio llegó hace cuatro años a Bogotá. Yuliana, con 3 añitos cuando eso, se quedó en El Tambo con la mamá. Desde cuando Juvencio consiguió el primer trabajo, se propuso ahorrar pensando en comprar una casa en Cauca para algún día devolverse. De hecho, varias veces que regresó a su tierra se detuvo a mirar una vivienda en cemento por la que pedían 15 millones de pesos. Y hasta palabreó al dueño para que se la separara.

Aún con las dificultades, en los siete años que Yuliana alcanzó a vivir nunca aguantó hambre ni le faltó afecto. “Era una niña feliz”, insiste Luz. El año pasado, para el mes de agosto, Juvencio viajó 24 horas en bus hasta el Tambo sólo para celebrarle el cumpleaños a su niña, que aún no se había venido a vivir a Bogotá. En la vereda hubo fiesta con ponqué y Coca Cola para Yuliana y todas sus amiguitas.

El barrio de los invisibles

La mayoría de personas que vive en Bosque Calderón pertenecen a los estratos 1 y 2, cuenta desde la sala de su casa Luis Bernal Moreno, el hijo de una de las primeras pobladoras. Su mamá, Rita Moreno, una mujer de 86 años que ahora respira con ayuda de un tanque de oxígeno, llegó a Bosque Calderón cuando era una adolescente de 16.

El barrio fue tomando forma, desordenadamente, sobre los terrenos de un potentado llamado Julio Calderón Tejada. Pero ninguna de las 550 familias que hoy allí conviven tienen cómo acreditar la propiedad de la tierra. Al no estar legalizado, es lo que dice Luis, el Estado se ha lavado las manos para no invertir un solo peso en mejorar el acceso al barrio. Sólo hay un colegio con primaria, que era donde estudiaba Yuliana. Pero no existe, por ejemplo, ni si quiera un centro de salud.

Foto: Carlos Julio Martínez / SEMANA

A pocos metros de Bosque Calderón está Chapinero Alto –donde vivía Rafael Uribe, el secuestrador, abusador y asesino de la pequeña Yuliana-; y unas cuadras al Norte, Rosales, un barrio con calles pavimentadas, mobiliario urbano envidiable y edificios con apartamentos que pueden llegar a costar hasta 9.500 millones de pesos.

En muy pocos kilómetros el paisaje pasa de la necesidad a la opulencia; de los muchachos que cargan ladrillos para mejorar la casa de un vecino a los escoltas de algún embajador que sale presuroso para su oficina; de las esquinas con acumulación de basuras por el mal servicio de recolección, a una zona residencial con centros comerciales, almacenes de cadena, colegios y boutiques. Es un contraste tan profundo como el del agua y el aceite o el del blanco y el negro. Muchas de las empleadas domésticas que trabajan en Rosales y Chapinero bajan todas las mañanas de Bosque Calderón, para perderse entre los enormes edificios que limpian religiosamente.

El periplo de la familia de Nelly desde Cauca hasta la urbe estuvo siempre atravesado por la tragedia. Josefina, una de sus hermanas, hace dos años se fue a probar suerte a Huila. Partió con su hijo Libio, a quien asesinaron –por degollamiento- en circunstancias que no se terminaron por esclarecer. “Eso fue hace un año. No habíamos terminado de recuperarnos de ese golpe cuando ocurrió de Yuliana”, dice Luz.

Y fue entonces cuando Josefina decidió venirse para Bogotá, a compartir cuarto con Nelly, Juvencio, Yuliana, su hermanita menor, Nicole, y tres familiares más. En la casa de Yuliana vivían ocho personas en el momento de su muerte.

Es como si adonde fuera la familia el país tuviera preparado mostrarles su lado más violento. La historia de Juvencio y Nelly, quien espera otro bebé, puede ser perfectamente la de cualquiera de los 6,9 millones de desplazados que registró el país el año pasado, según la ONU.   

Es difícil que haya algo más invisible en una ciudad de ocho millones de habitantes como Bogotá que los desplazados. La primera vez que un indígena o un campesino llega a la selva de cemento se enfrenta a un shock que pasa inadvertido.

Xilena Indachí tiene 22 años. Llegó a Bosque Calderón venida de la vereda Los Milagros, de Bolívar. Era vecina de la pequeña Yuliana. Para ella lo más impresionante de la ciudad cuando llegó fueron los accidentes, los robos, las violaciones y las drogas. “En el campo todo es más sano. Y aquí al principio todo como que lo asombra a uno. Ver indigentes, por ejemplo, no es algo normal para nosotros”, dice, con un chocolate caliente entre las manos que le acaban de servir antes de la novena de Yuliana.

Foto: León Darío Peláez / SEMANA

La unión de los caucanos en las buenas y en las malas

Pero pese a las circunstancias adversas, los caucanos de Bosque Calderón aprendieron que la única forma de sobrevivir era uniéndose. Tanto en lo bueno como en lo malo. Cuando un pasiano cumple años, suelen reunirse para bailar, reírse y tomarse unas cervecitas. Y cuando los visita la tragedia, como ahora, hacen colectas, se juntan, pero sobre todo, se apoyan moralmente.

El día en que Luz, Nelly, Juvencio y Édgar se enteraron de que detrás del secuestro y el asesinato de la niña estaba un hombre de familia adinerada, se encerraron varios minutos en una habitación. No sabían qué hacer. Además de tener que asimilar la muerte de Yuliana, se vieron enfrentados a la más honda impotencia. Lo primero que se les vino a la mente fue la muerte Luis Andrés Colmenares, por los años que pasaron sin que se resolviera el caso.

Foto: León Darío Peláez / SEMANA

-Ellos podrán tener la plata que quieran, pero las cosas no son así, dijo Édgar.

-¡Pero nosotros no conocemos a nadie! -contestó Juvencio.

-¿Qué hacemos? –preguntó alguien en la sala.

-Pelear –respondió Luz.

-¿Y cómo peleamos? –se apresuró a cuestionar Juvencio.

-Pues de boca… vamos a pedir ayuda.

Y entonces consiguieron un bus y con los vecinos y se fueron para el edificio en el que fue encontrada muerta la niña. Una veintena de caucanos se hicieron sentir aquel lunes terrible. Gritaban y clamaban por justicia. Incluso a los policías les reclamaban: “¡Claro, como nosotros no tenemos plata con qué pagarles!” Y de inmediato sintieron la solidaridad. No sólo de los vecinos de Chapinero, sino de funcionarios de la Alcaldía de Bogotá, de las autoridades y de millones de personas que se fueron enterando a través de los medios de comunicación.

Pero con el discurrir de los días, los Samboní temen que el crimen de Yuliana caiga en el olvido, que Bosque Calderón vuelva a desaparecerse del mapa como un barrio que está ahí pero que nadie ve.

Lo que viene es el duelo, reconstruir el ánimo de la familia, pues Nelly espera un nuevo hijo. Aún no se sabe si será niño o niña. El camino de la recuperación sicológica será arduo. Una de las situaciones más complejas que ha tenido que afrontar la familia ha sido explicarle lo sucedido a Nicole Sofía, la hermanita de Yuliana de 2 años y medio. Eran inseparables. Como cumplían años por los mismos días, se acostumbraron a compartir la misma torta, la misma fiesta. Nicole es demasiado despierta y locuaz para la corta edad que tiene. En medio del trance que significaron las horas previas al entierro de Yuliana, Nicole comenzó a decir: “¿El señor que se robó a Yuliana cuándo la trae?” Y Luz sólo lloraba, no era capaz de contestar. “Tía, cuándo traen a Yuliana, el señor que se la llevó era de gafas. Tía, por qué bota agua por los ojos. Todos botan agua por los ojos”, decía sentada en el bus que los llevaba rumbo al sepelio.

*Periodista de Semana.com.