REPORTAJE
Así vivió Gustavo Petro en Bolívar 83, su barrio de corazón en Zipaquirá
SEMANA estuvo en Zipaquirá, en el barrio que el futuro presidente fundó cuando militaba en el M-19. Allí se enteró de que sería papá por primera vez, horas antes de ser capturado. Esta es la historia contada por sus vecinos.
En el púlpito, justo donde queda una cruz grande sobre uno de los cerros de Zipaquirá, Cundinamarca, hondeaba el azul, blanco y rojo de la bandera del M-19. Para 1983, policías y militares tenían la orden de ir y quitar lo que consideraban una ofensa, pero más se demoraban en darse la vuelta que Gustavo Petro con su amigo Jaime Gómez en volver a izar la bandera de la guerrilla.
Era la manera de demostrar que ese terreno al que bautizaron como el barrio Bolívar 83 era su fortín, el resultado de la sublevación de la gente pobre de la región contra la autoridad y el Estado. Cecilia Garnica, para la época en la que se conmemoraban los 200 años del natalicio de Simón Bolívar (1783), quedó viuda. Era muy joven, con cinco niños a cargo, el mayor de 16 años y la más pequeña de dos. Vivía en Zipaquirá. Lo poco que ganaba lavando ropa, haciendo aseo en casas ajenas o en el rebusque, le alcanzaba para medio alimentar a sus hijos.
La trabajadora conoció al personero del pueblo de ese entonces, Gustavo Petro, un muchacho flaco de 23 años. Él le prometió que podía cambiarle su vida, a cambio de seguirlo. Eso implicaba ir a reuniones en las que hablaban del derecho que tenían de poseer un techo y, para lograrlo, debían conseguir un terrero del cual apropiarse. Así como Cecilia, unas 20 mujeres se interesaron en la propuesta.
Para ese entonces, Petro escribía junto con otros militantes del movimiento un periódico que llamaron Carta al Pueblo en el que hablaban de los problemas sociales y por el que la comunidad pagaba algunos centavos. Imprimían hasta mil ejemplares y no alcanzaron a sacar una decena de números, pero fueron suficientes para que no solo Cecilia, sino cientos de personas se animaran a participar de la toma de un terreno de la Curia, ubicado en el Cedro, del que Petro pensó era fácil adueñarse. Los curas que conocía a el hoy presidente profesaban amor al pobre basándose en las enseñanzas de San Francisco de Asís.
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Al lugar llegaron mineros, trabajadoras de cultivos de flores, desempleados, los más desfavorecidos. Elder Cuervo hoy es una abuela de 80 años y recuerda perfectamente que el día de la invasión iban arriesgando el todo por el todo. Petro les había indicado que tenían que resistir 72 horas. Faltaban 15 minutos aproximadamente para cumplir la meta cuando llegó un grupo especial de policías. “Yo lloraba de la frustración, pero no nos rendimos, muchos salimos heridos”, narra mientras muestra desde el cerro el Bolívar 83, el barrio que ella ayudó a fundar con sudor y lágrimas.
Petro reconoció en su libro Una vida, muchas vidas, que se equivocó en el plan de ese día. Se dio cuenta de que los curas no iban a negociar por la simple solidaridad. Así que planeó otras revueltas. “Cerramos vías, caminamos hasta Bogotá, mis pies sangraron, se me cayeron las uñas en esa ruta tan larga”, recuerda entre carcajadas Cecilia, porque 40 años después asegura que valió la pena. Fue tanta la presión que la Alcaldía donó un terreno ubicado abajo del púlpito, donde se fueron a vivir alrededor de mil familias. “Esto no fue completamente regalado, tuvimos que pagar como 18.000 pesos, que era equivalente a casi dos salarios mínimos”, aseguró Elder, quien vendió un televisor que tenía y sacó ahorros para completar lo del lote; por su parte, Cecilia tuvo que buscar por muchos lados quién le prestara el dinero.
Una de las mujeres lleva bastón, al que le tiene nombre: “mi marido”, es su compañía y alivia en algo el dolor de la cadera desgastada. Pero eso no la limita para mostrar con orgullo las empinadas calles, algunas sin pavimentar y con escaleras que conectan una cuadra con otra. “La mayoría de las que usamos picas y adecuamos el terreno fuimos mujeres, Gustavo nos ayudaba en el trabajo pesado. Ese muchacho trabajaba duro”, relatan a la vez que aclaran que ya quedan pocos de los primeros propietarios, unos murieron, otros vendieron.
En el Bolívar 83 aún hay casas con paredes de tejas de zinc y plásticos que mitigan las heladas madrugadas. En los años 80, Gustavo Petro era concejal del pueblo y prefirió dejar la comodidad de su casa para irse a vivir a ese barrio. Incluso ya en el cargo sacó un comunicado en el que anunciaba que era militante del M-19, una noticia que a muchos sorprendió. “Yo pensaba que ese grupo era malo, pero después de ver todo lo que Gustavo había hecho por nosotros, ¿cómo no lo íbamos a apoyar?”, recuerda Cecilia. Los ranchos que hasta ahora estaban empezando todos ellos ocultaban túneles y sótanos en los que escondían a Petro y sus amigos. “Dormía en los cambuches que hicimos, comía con nosotros y también prestaba guardia”, señalan con cariño.
En el Bolívar 83, durante muchos años, vivieron con servicios públicos ajenos. “Robamos el agua de donde El Gringo”, dicen en el barrio. La luz la tomaban de la misma manera de un sector vecino, luego de que se cansaron de que sus noches estuvieran alumbradas solo con velas. Aunque en un inicio era favorable para que Gustavo pasara desapercibido.
Hasta esa loma de la capital industrial de la sal llegaba Katia Burgos, la novia de Petro que iba a visitarlo en la clandestinidad. Ella es oriunda de Ciénaga de Oro, de una familia conservadora. Precisamente en ese barrio fue en el que Petro se enteró de que sería papá por primera vez. Horas después, lo capturaron. Una de la tantas veces que Gustavo izó la bandera en el púlpito notó que la Policía y el Ejército no se marcharon sino que, por el contrario, rodearon todo el barrio. “Esa noche la misma gente nos pidió salir para evitar una tragedia”, recuerda Jaime Gómez. Era difícil salir del Bolívar 83 sin que los uniformados lo notaran, así que planearon disfrazarse de mineros.
Les prestaron cascos con linternas a la altura de la frente, overol, y se untaron tierra en la cara. Otros habitantes de la zona hicieron lo mismo sin importar que hasta ahora iban a la mina, eran las 4:00 a. m.. Antes de amanecer, salían en conjunto hombres y mujeres que trabajaban en el sector floricultor. Petro y Gómez lograron salir de ahí y llegaron a un campo de golf a la entrada de Bogotá.
Era más fácil separarse para despistar a su enemigo. Así que Gustavo se quedó en el club y Jaime iba a la capital del país a recibir directrices. Petro, a medida que aclaraba, vio pasar carrotanques que se dirigían hacia el Bolívar 83. Cuenta el administrador del club de golf que Petro se puso a llorar de ver que había dejado a la comunidad enfrentando un problema y él estaba escondido, así que decidió devolverse corriendo entre sollozos, para acompañarlos.
Su reacción estuvo acorde con la que le indicaron a Gómez: acompañar a la comunidad hasta el final, o como en algún momento ya les habían enseñado: “batallar hasta la muerte”. Jaime no se devolvió, “para qué, si ya había noticias de arrestos, podía hacer más desde afuera como suplente del Concejo”, aclara. Cecilia recuerda perfectamente cuando detuvieron a Gustavo: un lunes 7 de octubre de 1985.
Llegaron las autoridades buscando armas por todas las casas, cuando entraron a la suya; se sintió tranquila porque Petro no estaba en el sótano improvisado con tablas que había hecho para esconderlo, habían acordado que otro vecino lo refugiara. Sin embargo, en un cajón de ropa, encontraron unas municiones, “nada más, no eran mías, pero no sé si mi hijo o alguien más las puso ahí”. Ahí la detuvieron a ella. En el carro de los uniformados empezó a escuchar los gritos de los vecinos cuando descubrieron a Gustavo.
Él junto con otros dos hombres habían cavado un túnel que en realidad no tenía salida; en un espacio muy ajustado permanecieron sentados durante horas. Petro sabía que era el mejor escondite, estaba bajo tierra en una de las viviendas, estaba convencido de que saldría bien librado como otras tantas veces. Pero de repente sintió cómo lo agarraron del pelo y lo halaron. Elder vio cómo lanzaron a Gustavo por la parte trasera de la casa, con los ojos vendados y completamente embarrado. Le pisaron su cara y luego lo llevaron al Cantón Norte en Bogotá, donde él asegura que durante cuatro días fue torturado antes de ser llevado por dos años a las principales cárceles del país.
En el Bolívar 83, todas las familias tienen una foto de él. Incluso hay señoras que besan el rostro de Petro en afiches de campaña. Siempre hay un tinto listo “por si Gustavito pasa”, porque él no avisa, pero de vez en cuando llega a saludar y se sienta en las humildes casas en las que lo protegieron como si fuera un hijo.