BICENTENARIO

Las consecuencias económicas de la emancipación

Además de la destrucción de una parte de la economía o del alto costo de la deuda externa que debió asumir el país, la independencia tuvo otros efectos desconocidos en su mayoría.

José Antonio Ocampo (*)
4 de agosto de 2019
Las haciendas, la minería de oro y los diferentes hatos ganaderos que había en la Nueva Granada, prácticamente, fueron destruidos durante la independencia. | Foto: ARBUCKLES ILLUSTRATED 1889

Las guerras de independencia destruyeron haciendas y otras empresas, y generaron altos niveles de endeudamiento. Sobre la magnitud de la destrucción, sabemos más anécdotas que datos precisos. Sobre la deuda, asociada al financiamiento del ejército libertador, sabemos que generó una obligación externa impagable y costos internos (pagos a los comandantes, y costos del ganado y bienes agrícolas embargados para abastecer a la tropa), que serían sufragados en gran medida con concesiones de tierras en los años siguientes.

La deuda externa se repartió entre los tres países en los cuales se dividió la Gran Colombia de acuerdo con la población y no con su capacidad de pago. La actual Colombia (Nueva Granada entonces) terminó por asumir la mitad, que representaba unas 20 veces las rentas netas de la naciente república, una magnitud impagable. La deuda tuvo prolongadas suspensiones de pagos, así como varias renegociaciones a lo largo del siglo XIX. Solo quedó saneada definitivamente con el convenio Holguín-Avebury de 1905.

Postal tomada de renacer cultural Samaquense. Órgano informativo de los industriales y comerciantes de Samacá residentes en Bogotá. No. 1, junio de 1988.

Un efecto económico directo fue también la desorganización de la economía esclavista. Resultó inicialmente de la promesa de libertad que hizo el ejército realista a los esclavos para que se unieran a sus filas, lo que obligó al ejército libertador a hacer lo mismo. El impacto más importante afectó la economía minera del Pacífico, cuyo epicentro en términos de propiedad de los esclavos quedaba en Popayán. Esta minería se había estancado en el siglo XVIII y quizás había entrado en contracción a fines de la colonia, pero la independencia le dio el puntillazo final. No solo por la promesa de manumisión a los esclavizados que se unieran a los ejércitos, sino también por la mayor facilidad para su fuga (cimarroneo) y su transformación en pequeños productores de oro (barequeros). Algo similar aconteció en algunas haciendas esclavistas del Caribe o del occidente, que experimentaron la rebeldía de sus trabajadores.

Sobre la magnitud de la destrucción que dejaron las guerras de la independencia, se saben más anécdotas que datos precisos. En todo caso, dejaron una deuda externa impagable.

La liberación de los esclavos debe considerarse, sin embargo, un efecto positivo de la independencia. Fue, de hecho, el principal avance en términos de equidad en el siglo XIX, pese a que los libertos no recibieron apoyo alguno, a diferencia de sus propietarios indemnizados. La emancipación comenzó con la libertad de vientres, decretada en el Congreso de Cúcuta, y el acuerdo con Gran Bretaña para prohibir el tráfico de esclavos, pero la liberación final solo tuvo lugar a mediados del siglo.

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Más allá de los impactos directos de la guerra, hay que analizar los efectos económicos de la independencia en un sentido más amplio. En esta materia, conviene resaltar que hubo muchos elementos de continuidad con el pasado colonial. Tal vez, los más importantes, en la estructura agraria y la segmentación territorial provocada por la ausencia de buenas vías de transporte. Es decir, la continuidad de la estructura agraria tradicional en medio de una “economía de archipiélagos”, para utilizar el término de Luis Eduardo Nieto Arteta.

En el caso de la estructura agraria, dominaba el sistema de trabajadores permanentes que recibían un lote para su subsistencia, pero con la obligación de laborar una parte del tiempo en las haciendas. Los llamaron arrendatarios, concertados, aparceros o terrajeros en distintas partes del país. A este sistema se integró una parte de la población indígena y de los esclavos libertos, pero en especial la creciente población mestiza. Adicionalmente, lo acompañó el peonaje, cuya importancia aumentaría con el tiempo.

Esta estructura estaba asociada, por supuesto, a una alta concentración de la propiedad de la tierra, que, de hecho, se agudizó por la necesidad de pagar los costos internos de la guerra, así como para promover obras y pagar deuda pública. La concentración de la tierra coexistió con pequeñas y medianas propiedades en las zonas de colonización blanca tardía durante la colonia, en particular, en Antioquia y Santander, donde, por lo tanto, había una población blanca de menores recursos. También coexistió con los resguardos indígenas y con las pequeñas propiedades que surgieron de la disolución de varios resguardos a fines de la colonia y comienzos de la república en zonas como Boyacá y Nariño.

Solo a finales del siglo XX, con el café y otros productos de exportación, la economía empezó a reactivarse.

Otro elemento importante de continuidad fue el predominio del oro como principal producto de exportación, aunque con un desplazamiento desde la costa Pacífica hacia Antioquia, como continuación de una tendencia notoria en el siglo XVIII. En el caso de Antioquia, se comenzó a dar, además, una transición del mazamorreo hacia una minería más empresarial, tarea que también ensayó las concesiones, generalmente fallidas, de minas de oro y plata a empresarios extranjeros (especialmente británicos) en las primeras décadas de la república.

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Las reformas borbónicas de fines de la colonia habían intentado diversificar las exportaciones, y este esfuerzo continuó después de la independencia. En ese proceso surgieron nuevos productos, entre ellos, el algodón, los cueros y los palos de tinte. A estos agregaron algunos otros, como el café a comienzos de la república, pero todos en escala modesta. La diversificación solo tendría éxito con el tabaco, que se comenzó a negociar con el monopolio o estanco del tabaco desde la década de 1830, y se expandió en forma importante con la abolición del monopolio a mediados del siglo XIX. Los cambios en la economía del oro y la insuficiente diversificación de las ventas externas dieron como resultado conjunto un retroceso efectivo de las exportaciones por habitante, que para mediados del siglo estaban un 44 por ciento por debajo de los niveles alcanzados a fines de la colonia.

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En relación con los puertos, cabe recordar que, como parte de las reformas borbónicas (especialmente el reglamento de comercio libre de 1778), Santa Marta y Riohacha se unieron a Cartagena como puertos autorizados, y ya en la república surgió Barranquilla. Además, durante las múltiples guerras imperiales de fines del siglo XVIII, la Corona autorizó el comercio con neutrales (que variaban de acuerdo con la guerra). Ese comercio, que se hacía con las Antillas, y en especial con Jamaica, se formalizó con la independencia, y poco a poco se transformó en intercambio directo con Gran Bretaña y otros países europeos. Asimismo, se comenzó a comerciar con Estados Unidos.

Controles y comercios

A la libertad de comerciar desde todos los puertos del país se unió la posibilidad de hacerlo con todos los países, especialmente con la potencia mundial emergente, Gran Bretaña. La capacidad de regular el comercio exterior significó un avance importante de la independencia, como parte del control de las relaciones exteriores del país.

El comercio con Gran Bretaña, tanto directo como por Jamaica, originó una creciente importación de textiles, que entonces representaban cuatro quintas partes de las compras externas del país. Como Gran Bretaña experimentaba una revolución industrial, con su eje en los textiles de algodón, se produjo una fuerte baja en los precios de esos productos, en unas dos terceras partes entre 1820-1850. Como ganancia, surgió la capacidad de aumentar los volúmenes importados de telas, especialmente de algodón, y el consumo nacional de dichos productos. Como costo, entró en decadencia la zona artesanal de Santander (que coincidía en gran medida con la vieja zona comunera), que producía el grueso de las telas de algodón que consumían los habitantes a fines de la colonia.

Las normas de comercio exterior trajeron también la capacidad de recaudar los aranceles a las importaciones para beneficio del fisco nacional, a diferencia de la colonia, en la que se cobraban en España antes de enviar las mercancías a los territorios conquistados. Esto permitió desarrollar un sistema de rentas basado en los aranceles y en los monopolios rentísticos heredados del periodo colonial, especialmente el del tabaco, pero también los de la sal y el aguardiente, convertido este último en un gravamen a la producción.

El control de los aranceles permitió simplificar el sistema tributario colonial y, en especial, eliminar impuestos considerados indeseables por la élite criolla. Entre ellos estaban la alcabala (a las ventas) y el quinto real (a la producción de metales preciosos, que era al final de la colonia del 3 por ciento), así como el tributo indígena, que ya no era muy importante. También, la república ensayó en sus primeros años un impuesto directo, sin mucho éxito. Subsistieron por un tiempo los diezmos, destinados, en parte, a financiar la Iglesia. Todo esto en el contexto de una penuria fiscal que caracterizaría las primeras décadas de la república y, de hecho, del grueso del siglo XIX.

La independencia tuvo impactos diferentes sobre las distintas regiones del país. Las más afectadas negativamente fueron Cartagena, Popayán y la zona artesanal de Santander. Esto significó una ganancia para otras, en especial Santa Marta y luego Barranquilla. La gran ganadora fue, sin embargo, Antioquia, no solo por la minería, sino también porque sus comerciantes aprovecharon en mayor medida las oportunidades con Jamaica, y algunos de sus capitalistas se convertirían en los principales prestamistas del Gobierno nacional. Bogotá se mantuvo como la principal ciudad, pero no experimentó ganancias económicas importantes con motivo de la independencia.

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Todos estos cambios sucedieron cuando la población aumentó a un ritmo cercano al 1,5 por ciento por año, una tasa de crecimiento demográfico muy alta para los patrones internacionales de la época. Esto, a su vez, expandió la frontera agraria por medio de la colonización de tierras baldías, sobre todo en las vertientes de las cordilleras. El más importante de estos procesos fue la colonización antioqueña.

Visto como un todo, hubo más continuidad que cambios, en particular, en las estructuras agraria y de comercio exterior. El avance más importante fue el comienzo del fin de la esclavitud. La penuria, la carga de la deuda y la reforma parcial del sistema tributario caracterizaron las finanzas públicas, en tanto que el sistema monetario se mantuvo. La economía creció muy lentamente, en contraste con la expansión vivida en el siglo XVIII. La economía antioqueña continuó creciendo, pero su desarrollo fue contrarrestado por la decadencia de la minería de occidente y de las artesanías textiles, y el fin de Cartagena como el principal puerto del país.

El Banco de la República

A finales del siglo XIX y comienzos del XX, el Gobierno trató de crear entidades financieras que actuaran como el banco del Estado y promovieran el crédito público. La primera, el Banco Nacional, en 1880, y la segunda, el Banco Central de Colombia, en 1905. Los dos fracasaron. En 1923, el presidente Pedro Nel Ospina contrató un grupo de expertos presidido por el profesor Edwin Walter Kemmerer, conocido después como la Misión Kemmerer, que estudió la realidad económica del país e hizo varias recomendaciones; la más significativa, la creación del Banco de la República. Este nació mediante la Ley 25 de 1923, como el banco central facultado para emitir la moneda de curso legal, administrar las reservas internacionales y actuar como banquero del Gobierno. La entidad ha sido un elemento fundamental en la organización económica e institucional del país.

* Ph. D. en Economía, sociólogo, historiador, codirector del Banco de la República.