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Los desaparecidos de la guerra: así es la búsqueda en los cementerios del país
Alrededor de 25.000 cuerpos no identificados permanecen enterrados en los cementerios del país, la mayoría como consecuencia del conflicto. La Fiscalía ya ha exhumado 2.400. Radiografía de una dolorosa búsqueda por decenas de camposantos.
A Zenaida Rubio le entregaron el cuerpo de su hijo en febrero, once años después de que salió de su casa a trabajar. Lo recibió en una pequeña caja: adentro estaban los huesos y restos de la camiseta del Atlético Nacional y la sudadera con las que lo vio por última vez. Lo asesinaron y terminó enterrado como “no identificado” en el cementerio de La Macarena, Meta.
Daniel Lezcano buscó a su padre por 18 años y solo pudo velar su cuerpo también en febrero, luego de que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) lo exhumó del cementerio de Dabeiba, Antioquia. Se convirtió en el primer desaparecido identificado por la Jurisdicción. Mientras tanto, decenas de víctimas esperan que la Justicia intervenga este año el cementerio de Tumaco, un lugar desbordado de cadáveres y problemas sanitarios, donde tal vez puedan encontrar a sus muertos.
Según la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), en los camposantos del país hay alrededor de 25.000 personas no identificadas. La mayoría de ellas desaparecieron por el conflicto armado. Identificarlas y entregarlas a sus familiares se ha convertido en uno de los retos más complejos en la búsqueda de la verdad. En ello han trabajado la Fiscalía, Medicina Legal y decenas de organizaciones sociales que han contribuido durante años. Tras el acuerdo de paz, la JEP y la UBPD se sumaron al trabajo.
En 2010, decenas de familias llegaron al cementerio de La Macarena, Meta, para buscar a sus muertos. Allí denunciaron ante congresistas y funcionarios los crímenes cometidos por todos los actores armados.
El Grupo de Búsqueda, Identificación y Entrega de Personas Desaparecidas (Grube) de la Fiscalía señaló en un mapa de Colombia los 15 cementerios que ha intervenido en los últimos diez años, desde que los camposantos del país se convirtieron en uno de los principales focos del trabajo forense. En ellos han exhumado 2.410 cuerpos enterrados como no identificados, y de ellos ha entregado 401 a sus familiares. Los puntos de este mapa abarcan los Llanos Orientales, la región andina y el Pacífico. La JEP, por su parte, tiene en la mira diez cementerios en el Caribe, Antioquia y los Santanderes. La UBPD analiza otros siete espacios. Desenterrar la verdad de esos camposantos es una misión colosal en la que queda mucho por hacer.
La verdad que salió del suelo
Cinco cementerios de los Llanos Orientales tienen estructuras que no suelen encontrarse en otros lugares: un bloque de osarios sin identificar, otro con cuerpos de quienes hay indicios pero no certeza de su identidad, y otro con personas que estuvieron desaparecidas durante años y ya recibieron sus familiares.
En La Macarena, Vista Hermosa, Villavicencio, Granada y San José del Guaviare, la Fiscalía ha exhumado 1.667 cuerpos no identificados. Muchos murieron en combates entre guerrilleros, paramilitares y Ejército o en ejecuciones extrajudiciales. En diez años, han identificado plenamente y entregado 280 a sus deudos. Este es el trabajo de búsqueda de desaparecidos más grande hecho en el país.
La JEP hizo sus primeras exhumaciones en diciembre en el cementerio de Dabeiba, Antioquia. Allí ya han recuperado más de 50 cuerpos de posibles víctimas del conflicto, varios de ellos desaparecidos por el Ejército en casos de falsos positivos. También habría víctimas de las Farc y los paramilitares.
Todo estalló en 2010. Los habitantes del Meta venían denunciando cientos de crímenes de civiles. Tras el fin de los diálogos de paz del Gobierno de Andrés Pastrana con las Farc, se acabó también la zona de distensión de la guerrilla. Los paramilitares entraron con violencia a disputar el territorio, y la fuerza pública militarizó la región. El resultado fue una guerra que puso en el medio a la población civil.
Entre las denuncias, algunos decían que en el cementerio de La Macarena podría estar una de las fosas más grandes del mundo. La comunidad aseguraba que los actores armados ilegales así como el Ejército enterraban allí a decenas de personas. Los reportaban como bajas en combate, sin cumplir protocolo judicial alguno. En ese contexto, la Comisión de Paz del Congreso, encabezada por Iván Cepeda, Piedad Córdoba y Gloria Ramírez, convocó el 22 de julio de 2010 una audiencia pública en La Macarena. Participaron alrededor de 4.000 personas, que peregrinaron desde los pueblos de los Llanos para denunciar.
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Josefa Angulo recuerda que llegó la noche anterior tras un viaje tortuoso, en la oscuridad, por el río Guayabero. Desde La Uribe, su pueblo, salieron dos canoas llenas de personas con algún tipo de reclamo por hacer. Al día siguiente, en un evento público masivo, los congresistas y las autoridades recogieron denuncias de desapariciones, asesinatos, ejecuciones y todo tipo de abusos. Ella buscaba noticias de su esposo, Wilmer Parra, quien salió a jornalear a las cuatro de la mañana del 24 de agosto de 2007 y nunca volvió. En La Macarena, las autoridades le hicieron una inspección al cementerio y sacaron los primeros cuerpos. En ese momento, Josefa no lo supo, pero ahí estaban los restos de su esposo.
Entre 2010 y 2012, la Fiscalía investigó el camposanto de La Macarena y los otros cuatro de los Llanos donde denunciaban algo parecido. Hizo uno de los primeros grandes hallazgos en Granada a finales de 2010. Se trataba de una tumba colectiva con 42 cuerpos de personas no identificadas, y 12 bóvedas con 24 más. Habían muerto en las violentas tomas de las Farc en Puerto Rico y Puerto Lleras, en ese mismo departamento, en 1999. De entrada quedó clara la crudeza de lo que había en los Llanos: cientos de muertos en acciones del ELN, los paramilitares y el Ejército. Eran cuerpos de civiles y combatientes.
Por esos mismos días, el colectivo sociojurídico Orlando Fals Borda llenó los pueblos de esta región con la información de las identificaciones preliminares que hizo la Fiscalía: las fotos y los números de las cédulas de los exhumados, cuenta Adriana Pestana, de esa corporación. Muchas familias se enteraron del paradero de sus muertos.
Así llegaron las primeras identificaciones plenas en 2013. Josefa Angulo recibió la llamada. Los restos de su esposo habían aparecido en el cementerio de La Macarena. Hicieron la primera entrega masiva en Villavicencio. En ese mismo evento colectivo estaba la familia de Miller Ortiz, a quien el Ejército se llevó de su casa una mañana, cuando él salió descalzo y sin camiseta hacia el patio de la finca a lavarse los dientes. Tenía 14 años.
Su hermana Nubia recuerda la última vez que lo vio. Los soldados lo llevaron a rastras hasta su finca, vecina de donde sacaron a Miller. Lo habían tirado frente a su casa y le preguntaron a ella si conocía a ese guerrillero, y la tiraron también. En el suelo, los hermanos se miraron sin decir nada. Luego, lo recogieron y nadie volvió a saber nada de él hasta que la Fiscalía exhumó su cadáver en Vista Hermosa y lo entregó ese día de 2013, junto con el esposo de Josefa Angulo y 23 desaparecidos más.
Desde entonces, la Fiscalía y Medicina Legal no han parado de entregar cuerpos en esos cinco cementerios de los Llanos. Salomón Strusberg, director de la Unidad de Justicia Transicional, explica los hallazgos: “Se establece a partir de la intervención en los cementerios de los Llanos que las víctimas han fallecido a causa del conflicto entre estructuras de autodefensas y guerrillas de las Farc y el ELN, así como delincuencia común. Se registran cuerpos inhumados que corresponden a muertes en combate entre la fuerza pública y las diferentes estructuras criminales. Los casos por ejecuciones extrajudiciales hasta ahora documentados allí son 16, mínimos en comparación con la totalidad de casos”.
Una de las últimas entregas fue la del hijo de Zenaida Rubio, quien recibió el cuerpo de Wilson Castro en febrero. A su muerte, a los 18 años, era el sustento de Zenaida y cinco hermanas. Las madres de los desaparecidos cuentan experiencias similares, de cómo la vida les cambió después de que se llevaron a sus hijos. El relato de Zenaida recoge mucho de lo que esas historias tienen en común.
“La desaparición de un hijo es algo que queda marcado por siempre. Usted vive diariamente pensando en esa persona que está ausente, que no sabe qué ha sido de su vida. Usted lo llora día y noche, y se va a sentar a comer y está pensando en él. Se va a acostar y está pensando en él. A todo momento. Es una angustia que no tiene acabadero. Tiene acabadero, pero de la vida de uno”, dice.
Pese a los numerosos resultados, aún falta mucho en la búsqueda de los Llanos. Lo principal es entregar los 1.387 ya exhumados e identificarlos plenamente. “Todavía nos faltan diligencias por efectuar en todo el país, pero del tamaño y las dimensiones de los Llanos Orientales no lo creo”, asegura el fiscal Strusberg. En todo caso, las organizaciones de víctimas creen que en otros lugares del país pudieron ocurrir casos de dimensiones similares a las de los pueblos llaneros.
La verdad enterrada
La JEP entregó el cuerpo de Edison Lezcano a su familia el 17 de febrero. Fue el primer identificado por la nueva justicia transicional. Tenía 23 años cuando desapareció de su finca el 18 de mayo de 2002, dos semanas después del nacimiento de su tercer hijo. Su padre, Gustavo Lezcano, envejeció mientras lo buscaba sin tregua, pero la Fiscalía cerró la investigación en 2003. La familia se habría quedado sin respuestas si la JEP no hubiera intervenido el cementerio de Dabeiba, luego de que un exsoldado relató que allí habían desaparecido a decenas de víctimas de falsos positivos que él mismo ayudó a matar.
La JEP ha exhumado más de 50 cuerpos desde diciembre en Dabeiba. Es el primer camposanto que esta entidad interviene con trabajos forenses, pero pronto serán muchos más. La Jurisdicción tiene en la mira alrededor de diez, donde habría desaparecidos víctimas del conflicto armado. Han expedido medidas cautelares –y hay más en proceso– para proteger varios de estos. Componen la lista cementerios en Medellín (Universal), Neiva (Huila), Yopal (Casanare), San Onofre y Ovejas (Sucre), Betulia (Santander), Aguachica (Cesar), Puerto Berrío (Antioquia) y El Salado (Bolívar).
El cuerpo de Edison Lezcano fue el primer identificado tras las exhumaciones del cementerio Las Mercedes, en Dabeiba. Su familia, que lo buscaba desde 2002, lo recibió en febrero.
El magistrado Gustavo Salazar explica las situaciones que han encontrado, que ponen en riesgo la verdad sepultada en los camposantos. Por ejemplo, en el Universal de Medellín hay cuerpos no identificados que supuestamente alguien puso en un lugar, pero aparecen en otro. En Yopal y Aguachica, las administraciones han trasladado restos a otros sitios, previendo convertir los antiguos cementerios en zonas de urbanización. En algunos casos, el manejo de los camposantos queda en manos de las parroquias, que, con recursos limitados, exhuman cuerpos para abrirles espacio a nuevos entierros. En El Salado y en Valledupar, al parecer, las familias perdieron la paciencia y algunos fueron a romper las tumbas, a buscar a sus muertos por su propia cuenta.
Las dificultadas son tremendas, explica Helka Quevedo, antropóloga de la UBPD. En los cementerios del país hay 18.000 personas identificadas que nadie fue a reclamar. Y cuando los administradores de los camposantos tienen que alquilar el espacio a otra familia que va a enterrar a su difunto, mandan los restos a osarios comunes, en donde los mezclan con cuerpos no identificados. Esa es solo una de las tantas dificultades que los forenses enfrentan al abordar espacios manejados por décadas sin el rigor necesario.
“Como Unidad, en coordinación con Medicina Legal, estamos analizando la información de los expedientes forenses no identificados que murieron de manera violenta”, explica Quevedo. Aunque no necesariamente todos, buena parte de los 25.000 no identificados pueden ser víctimas del conflicto armado. La UBPD asume los casos que vienen desde 1960, cuando empieza su competencia como parte del sistema de justicia derivado del acuerdo de paz.
Una de las situaciones más críticas existe en el cementerio municipal de Tumaco. La Fiscalía estaba lista para exhumar los primeros cuerpos, cuando, en agosto, el Instituto Departamental de Salud de Nariño cerró el camposanto por problemas sanitarios. El lugar queda en pleno centro del pueblo y algunas casas prácticamente colindan con los osarios. Hay arrumes de basura y escombros, olores fétidos e, incluso, cuerpos expuestos. Cuando los sepultureros los desentierran para buscarles espacio a los cuerpos que llegan, los dejan cerca a la administración mientras algún familiar los reclama. Y ahí pueden pasar días a la intemperie.
“Los vecinos lanzan con facilidad los cuerpos de animales, como gallinas y perros, y aparecen los esqueletos”, cuenta Nurys Angulo, lideresa a cargo del grupo de las Cantaoras de Tumaco, que reúne a 20 mujeres que buscan a sus familiares desaparecidos. Con la emergencia de la pandemia reabrieron el cementerio, y hoy, pese a que está desbordado, sigue recibiendo cadáveres.
En el cementerio de Tumaco hay 235 cuerpos no identificados. La mayoría podría corresponder a desaparecidos que murieron en el conflicto.
En ese espacio muchas familias concentran sus esperanzas. Allí hay 235 cuerpos no identificados. Según el colectivo Orlando Fals Borda, que forma parte de la mesa de desaparición forzada del departamento, más del 60 por ciento podría ser de desaparecidos del conflicto. La UBPD adelanta planes de búsqueda en siete cementerios del país, y uno de esos es el de Tumaco. Ya tienen hipótesis de la identidad de ocho personas desaparecidas en el marco del conflicto que podrían estar allí.
“Como el cementerio no tiene orden ni control, puede ser que los restos de estas personas que murieron en algún momento en enfrentamientos por grupos armados quedaran sepultados en el suelo y encima construyeran bóvedas”, explica Naya Parra, del colectivo Fals Borda, la organización social que más ha trabajado en los camposantos. Además, parte de la documentación de los cuerpos se ha estropeado porque estaba archivada en lugares con humedad.
No solo ese cementerio llama la atención en Nariño. En el de Pasto hay 276 cuerpos no identificados, y en Ipiales, 186. Muchos de ellos podrían ser víctimas del conflicto, que ha golpeado por décadas a uno de los departamentos con más cultivos de coca. Al fin y al cabo, por su ubicación sobre la frontera y el Pacífico, por allí pasan varias de las rutas más importantes del narcotráfico.
“En los 64 municipios del departamento hay por lo menos un cementerio, pero sabemos que hay muchos más. En municipios de la costa nariñense, muy afectados por el conflicto, hay hasta 10 o 20 cementerios rurales, informales. Lugares donde las comunidades del campo han enterrado a muchos fallecidos, y allí también pueden estar muchos desaparecidos”, explica Parra. Lo que falta por descubrir en Nariño, a su vez, puede parecerse a lo de otros departamentos.
Las autoridades, con su minucioso trabajo forense, están sacando a flote la magnitud de la barbarie vivida en medio del fuego cruzado y los excesos de los actores de la guerra en Colombia; como si la tierra gritara lo que han sufrido las familias colombianas y lo que han llorado las madres por la violencia que les ha arrebatado a sus hijos. Al entregarles hasta ahora 500 cuerpos identificados, les devolvieron de alguna manera la dignidad a los familiares.
Sin duda, como lo han expresado las víctimas, les dieron un bálsamo que, más allá de la pérdida y el sufrimiento, los ayuda a pasar la página. Sin embargo, la tarea de búsqueda e identificación es tan colosal que pasarán muchos años antes de que más de 25.000 deudos sepan qué pasó con sus hijos y puedan despedirlos. Esta tarea de exhumación debería convertirse en una especie de exorcismo colectivo para que la sociedad colombiana entienda lo que han sufrido las familias campesinas de lado y lado del conflicto
Wilmer y José Antonio, los hijos de Blanca Batero. Al primero lo desaparecieron los paramilitares. Al segundo lo mató el Ejército y lo enterraron como no identificado.
Como lo vivió Blanca Batero, a quien de sus tres hijos solo le queda uno por enterrar. Luis Alberto murió primero, envenenado. En 2003, Wilmer desapareció. Tenía 20 años y acababa de prestar el servicio militar. En San José del Guaviare tomó una lancha para volver a Puerto Cachicamo, a la finca de su mamá. Un grupo de paramilitares interceptó la embarcación y bajaron a sus pasajeros. Solo se lo llevaron a él. Blanca lo buscó hasta que pudo y se reunió incluso con jefes paramilitares. Le dijeron que se olvidara de él si no quería que a ella también le pasara lo mismo.
José Antonio quedaba con ella en la finca. El 19 de marzo de 2006 salió a trabajar y no volvió. Su madre lo buscó mucho tiempo, incluso estuvo en la audiencia de La Macarena en 2010, en la que denunció públicamente su desaparición.
En 2013 le entregaron el cuerpo. A comienzos de este año, en un fallo de segunda instancia, la Justicia condenó al Ejército por el asesinato de José Antonio, quien, según la sentencia, no era un guerrillero, sino un campesino. Hoy Blanca Batero vive sola en la finca de Cachicamo, esperando saber del cadáver de Wilmer.