ELECCIONES 2018
Campaña cayó en la debatitis
En este proceso electoral han proliferado los debates. Los aspirantes están cansados de tantos y al ser tantos pierden interés. ¿Y qué tan definitivos son en el elector?
Todo el mundo siente que ha habido demasiados debates presidenciales. Sobre todo los candidatos, a quienes a veces les ha tocado más de uno diario. Pero no muchos saben que esos espectáculos en televisión solo inciden en forma marginal en los resultados electorales. Para comenzar, después del primer debate, el entusiasmo va disminuyendo gradualmente por los siguientes. Por otra parte, los canales de televisión tienen hoy menos sintonía que nunca por cuenta de la competencia de las plataformas digitales. Los debates apasionan más a la clase dirigente que al grueso público.
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Además, los candidatos echan mucha carreta en los debates. Tienen que tratar en 30 segundos o un minuto problemas que nadie ha resuelto en décadas, y las propuestas suenan simplistas y por lo general utópicas. Muchas veces los debates se limitan a que los participantes mirando de frente a la cámara repitan algo que saben de memoria y que ya han dicho docenas de veces. Y al público no lo emocionan los programas de gobierno, sino las confrontaciones al aire. De estas puede salir un apunte o una frase que es la única que se recuerda, aunque nada tiene que ver con la problemática nacional.
Ese fue el caso del apunte que le hizo Iván Duque a Germán Vargas cuando le dijo que él era el copiloto dormido de un avión en picada. O el de Gustavo Petro a Iván Duque, quien no había asistido: “Duque no vino, debe estar en Harvard”. Esas respuestas no siempre son espontáneas, pero definitivamente dan puntos. En un debate siempre tiene más peso la percepción de la personalidad de un candidato que sus tesis. La forma de contestar puede reflejar seguridad en sí mismo, agilidad mental, sentido del humor y carácter.
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En Estados Unidos, el país con mayor experiencia en debates, esas frases con gracia han hecho historia. La más famosa fue la del entonces presidente Ronald Reagan, a quien, cuando buscaba su reelección, en 1984, lo acusaban de viejo por acercarse a los 80 años. Cuando el moderador le preguntó si eso le preocupaba, Reagan contestó: “No voy a hacer de mi edad un tema de esta campaña, pues sería explotar políticamente la juventud y la falta de experiencia de mi contrincante”. Con esa frase ganó el debate y el propio Walter Mondale, su rival, no pudo contener la carcajada.
Pero en un debate sí se puede cometer un error grave que cueste mucho. Eso le pasó al presidente Gerald Ford cuando frente a Jimmy Carter afirmó, en plena Guerra Fría, que Polonia no estaba bajo la órbita soviética. En ese momento eso era una barbaridad de tal dimensión que era inverosímil que lo dijera un presidente en ejercicio. Ford perdió.
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Otra particularidad de los debates es que el que los gana no necesariamente triunfa en las elecciones. Hillary Clinton le ganó todos a Trump y ya el resultado es conocido. Porque los debates son ingratos. Por ejemplo, en la actualidad en Colombia todos los candidatos son muy buenos y después de decenas de enfrentamientos ninguno se ha logrado escapar del pelotón. Por más que se exploren distintos formatos con 5 o 6 candidatos, es difícil que haya verdaderamente debate.
En la segunda vuelta las cosas mejoran un poco. Con solo dos gladiadores hay espacio para la confrontación y para calibrar más la personalidad de cada uno. En esta campaña ha habido tantos que debería contemplarse la posibilidad de que, como en Estados Unidos, en el futuro hubiera una comisión independiente que definiera el número, los temas y los formatos de los debates. Para defender lo que ha sucedido hasta ahora, se podría decir que se trata de un exceso de democracia y que eso nunca hace daño.