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Lo que el amor salvó de la guerra
SEMANA reproduce un fragmento de ‘Historias de amor en campos de guerra’, en el que Vanessa de la Torre relata cómo cambió la vida a los protagonistas cuando le apostaron a los sentimientos por encima de la ideología. Esto vivieron Carlos Pizarro y Myriam Rodríguez.
En 1985 un comando del M-19 se tomó el Palacio de Justicia. Carlos —cuenta Myriam— jamás estuvo de acuerdo con esa operación porque le parecía un error estratégico. Y sí que lo fue. Murieron 98 personas, incluidos 11 magistrados de la Corte Suprema de Justicia (...).
Carlos y Myriam seguían cada uno en lo suyo. Iban y venían. Hasta que un día llamaron a la casa de ella con una amenaza estrepitosa que les cambió la rutina de encuentros y desencuentros. —Vamos a quitarle algo que a usted le duele mucho —le dijeron a Myriam.
María José ya había regresado de Francia y que algo le ocurriera a la niña era claramente lo que más le dolería. Myriam, entonces, huyó aterrorizada a casa de una amiga, en donde permaneció escondida durante dos semanas. Cuando regresó a su residencia, la señora que vigilaba el edificio le notificó sobre la presencia constante de dos hombres en el lugar preguntando por ella. Myriam, que lo había vivido casi todo, se llenó de terror y decidió que se marcharía de Colombia.
Estaba cansada de lidiar con tantos azares. Vendió lo que tenía y se fue con su madre y su hija menor a Ecuador. La mayor, Claudia, era ya una adolescente y se quedó en casa de Juan Antonio, el hermano mayor de Carlos, terminando sus estudios. En Ecuador conoció a una argentina adorable, una joyera joven y talentosa que la introdujo en el mundo del arte quiteño. Le presentó a una mujer llamada Mayra Cázares, curadora de la prestigiosa Galería Excedra de la capital ecuatoriana, que le abrió las puertas. (...)
Del romance de Carlos con Myriam nació María José Pizarro, hoy congresista de Colombia.
Myriam se reinventó. En Ecuador nadie la conocía. Volvió a hacer lo que le gustaba y se convirtió en una reconocida artista registrada en los periódicos, aplaudida por la élite y la diplomacia. Eran tiempos sin redes sociales en los que el anonimato era posible. Adoptó un nuevo nombre: Mara Aragón. Y como Mara Aragón se codeó con lo más exclusivo del mundo del arte ecuatoriano.
En esas estaba, de exposición en exposición, cuando recibió una llamada de Carlos, que siempre la encontraba.
—Myriam, por fin. Llevo dos años buscándote —le dijo—. Ven, por favor, a Colombia, necesito hablar contigo.
Myriam suspiró, lo pensó y salió a su encuentro. La noche de la inauguración de su nueva exposición, luego de tomarse fotos con embajadores para la prensa local y brindar por el éxito de sus tapices, entró al baño de la galería, se puso una sudadera, se cambió los tacones por unos tenis y salió en un bus rumbo a Bogotá.
Tras un agotador trayecto de veinticuatro horas en bus, llegó con María José a la capital colombiana y de allí a una población rural ubicada a dos horas llamada Mesitas del Colegio, donde Carlos la recibió con uno de sus abrazos que siempre la dejaban sin aliento.
—Por favor, regresa —le pidió.
—En Ecuador estamos a salvo, Carlos. No quiero más problemas —contestó ella.
—No los vas a tener. Estoy empeñado en firmar los acuerdos de paz con el Gobierno y voy a poder estar cerca de ustedes —le explicó.
—La niña está bien allá y yo también. —Myriam, por favor. Te necesito cerca —insistió. —No podemos seguir yendo y viniendo al ritmo de la guerra. —No, esta vez es definitivo. Vamos a hacer la paz, podremos estar cerca.
Le apretó la mano y Myriam vio cómo ese hombre de hierro se derretía ante sus ojos. A Carlos Pizarro se le escurrieron las lágrimas sobre los dedos entrelazados de ambos.
—Yo también lloré ese día —recuerda—. Estábamos conmovidos y tristes. Había sido muy duro todo. Habíamos perdido a los amigos, los habíamos visto morirse uno tras otro. La guerra es muy dura —dice.
En esa conversación, Carlos le pidió perdón por los errores cometidos, por las veces en las que no estuvo, por haberle roto el corazón y por haberse metido en esa guerra que tanto les había costado. —¿Tú crees que estoy endurecido por la guerra? —le preguntó. —Endurecido no, pero nos ha alejado —le contestó ella (...)—Quiero estar cerca a ustedes. Regresa, por favor —le dijo.
—Pero no puedo ahora. Tengo que esperar a que María José termine el colegio —le explicó Myriam.
María José estudiaba en el Colegio Francés de Quito y le faltaban seis meses para culminar el año escolar. Llevaban seis años separados. Carlos ya había roto con su expareja. Myriam estaba dispuesta a estar cerca de él, pero no con él. Sus romances le dolían y no quería poner su corazón al descubierto una vez más. Había sobrevivido a la guerra, las torturas y la prisión. Pero nada nunca le había dolido tanto como los amoríos secretos de Pizarro. Sin embargo, como siempre ha sido una mujer de palabra y lo amaba como a nadie, en cuanto su hija menor terminó el año de colegio en Ecuador, regresó a Colombia para estar cerca de él.
Comenzaron, entonces, una nueva etapa de la relación, distinta a la que habían tenido. Esta vez, entre las amenazas a la vida de Carlos, sus nuevos romances y la certeza de que el otro estaba aunque no estuviera. Unidos por la complicidad, los desencuentros y el diálogo profundo que mantuvieron intacto hasta el último día de sus vidas, se encontraban en las ausencias de una relación que habían reconstruido a su particular manera.
El M-19 depuso las armas al mando de Carlos Pizarro Leongómez el 9 marzo de 1990, en lo profundo de las montañas colombianas. Ese día, el legendario exguerrillero desenfundó su pistola y la puso sobre las que habían ya entregado sus compañeros.
Anunció su candidatura a la Presidencia de Colombia. Tenía miles de seguidores, pero también enemigos acérrimos agazapados que lo querían muerto. Vivía custodiado por escoltas de la exguerrilla y por agentes del Estado. No permanecía en el mismo lugar más de una noche. Viajaba por todo el país. Dormía poco y se cuidaba mucho. Era el protagonista de una vida tensionante, agitada, de muchos riesgos e incertidumbres que se calmaban cuando estaba con Myriam. Sostenían conversaciones profundas sobre lo que soñaban de Colombia, el asedio en el que Carlos vivía, el futuro de su hija y los remordimientos que le dejaban sus ausencias. (...)
¿Tú crees que estoy endurecido por la guerra? —le preguntó. —Endurecido no, pero nos ha alejado —le contestó ella.
Una noche, mientras cenaban con los pocos amigos que les quedaban en un restaurante llamado Tamarindo en Bogotá, Claudia, la hija mayor de Myriam, que entonces tenía 19 años, le preguntó a su padrastro por qué no usaba el chaleco antibalas.
—Porque si me van a matar me pegan un tiro en la cabeza —contestó Carlos.
Después de comer y beber, Myriam se fue a dormir a la casa de Carmen Lidia, la esposa de Álvaro Fayad, quien había muerto en un operativo de las autoridades colombianas el 13 de marzo de 1986. Con ella estaba sirviéndose un café al día siguiente cuando la llamaron para darle la peor noticia de su vida.
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—Hirieron a Carlos —le dijo una voz entrecortada al otro lado del teléfono.
—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó enloquecida. —Iba para Barranquilla en un avión y lo hirieron. Está herido.
Myriam se sintió desfallecer. Esa mañana de abril, Pizarro tomó un vuelo para viajar de Bogotá a Barranquilla. Cinco minutos después del despegue, un hombre que estaba sentado en la parte delantera del avión se paró al baño y, cuando pasó frente a Carlos, lo miró a los ojos. Pizarro estaba sentado en la silla 23C. El hombre entró al baño y desde la puerta vació la munición de su metralleta sobre el candidato presidencial. Treinta años después, la justicia sigue indagando si agentes del DAS, designados a cuidar a Pizarro, participaron del magnicidio.
Myriam y María José cuentan que el piloto no quería regresar a Bogotá, sino llegar hasta Barranquilla, pero los escoltas del candidato lo presionaron tanto que tuvo que devolverse. Cuando aterrizaron en Bogotá, no había una ambulancia en la pista para trasladarlo de urgencias a una clínica. (...) Sus escoltas lo cargaron durante minutos infinitos en la puerta del avión mientras llegaron los médicos que finalmente lo llevaron a la Caja Nacional de Previsión, donde respiraba sus últimos alientos cuando llamaron a Myriam a contarle lo ocurrido.
Claudia, la hija mayor de ella, estaba en la universidad y María José, en el colegio. Myriam salió despavorida en el carro de Carmen Lidia y llegó al Liceo Francés, donde estudiaba su hija menor. Dejó el carro tirado y mientras corría para entrar, escuchó en el radio de una señora que vendía dulces la voz inconfundible del periodista Yamid Amat dando la noticia. —Acaba de morir Carlos Pizarro —dijo Amat.