CRÓNICA

Chapecoense: morir en el camino a la gloria

En Cerro Gordo, la vereda de La Unión donde ocurrió la tragedia del avión en que viajaba el club brasileño que disputaría con Atlético Nacional la final de la Suramericana, se vivió un día de luto, llanto y rumores sobre las causas del siniestro. Las autoridades deben encontrar la verdad del accidente.

30 de noviembre de 2016
Según los reportes el accidente dejó 71 muertos y seis heridos.

La Unión es un pueblo del oriente antioqueño con poco más de diecinueve mil habitantes donde se cultivan fresas y papas, la puerta del oriente lejano y olvidado del departamento. Cada día pasan por encima del caserío, que desde el cielo se ve como una mano abierta, cientos de aviones desde los que se ven las parcelaciones, las montañas boscosas. Nunca en esa tierra brumosa hubo un accidente aéreo, hasta que el avión con matrícula CP2933 RJ 80, de la empresa boliviana Lamia, se estrelló ahí, en el Cerro Gordo, a cinco minutos de aterrizar en el Aeropuerto José María Córdova. Eran las diez y media de la noche, había frío y los sobrevivientes llevarían esa marca al entrar al hospital, para cuando los médicos trataran de remediar la hipotermia.

A esa hora, después de que varios campesinos escucharon un estruendo como de llegada del fin del mundo, quienes tenían camionetas cuatro por cuatro se enrutaron hacia la vereda y en sus platones treparon médicos, enfermeras, rescatistas con experiencia, rescatistas no muy hábiles, todos guiados por el Cuerpo de Bomberos de La Unión y de la Ceja. También estaban los miembros de la Cruz Roja y con ellos una mujer de dieciocho años, el pelo rojo, sus ojos verdes que nunca verían nada como eso: los destrozos, los despojos. A la una y treinta de la mañana le entregaron a uno de los sobrevivientes, ella se encargó de mirarlo muy fijo, de preguntarle el nombre, por su vida diaria, lo tuvo con vida hasta que los médicos se lo llevaron entre el bosque oscuro. A las dos y media tuvo otro cuerpo sobre la camilla, le infundió aliento.

Con la mañana ya clara, después de buscar entre las latas retorcidas del avión, las sillas despedazadas, después de que se dijo de aquel último rescatado a las cinco de la mañana gracias al oído de lobo de un policía que escuchó unos quejidos quedos, después de que alguien dijo que entre los restos del desastre se escuchaban algunos celulares repicar con la insistencia del que está preocupado, después de que la Policía dijo que sesenta cuerpos iban a trasladarse en un helicóptero, esa mujer de dieciocho años —el pelo rojo, sus ojos verdes—, hacía una mueca de fuerza para no echarse a llorar, y contestaba con una sobriedad de otro tiempo para ocultarse los detalles que la perturbaban, o que después le traerían problemas.

Muy cerca de esa mujer el gobernador Luis Pérez decía una verdad que de tan obvia no se le había ocurrido a ninguno: “El accidente fue muy cerca del pueblo y esta tragedia pudo ser más grande”. Entre los periodistas corrían rumores: que uno de los sobrevivientes había muerto de camino a la clínica, que había un audio entre tantos Whatsapp en el que un piloto decía que el avión había sobrevolado por mucho tiempo el aeropuerto sin autorización para aterrizar y pidiendo a gritos que le abrieran pista. En las zonas de las tragedias es donde más se cuecen los rumores, las versiones retorcidas.

Lo que sí se clavó en la mitad de la historia como una estaca de duda fue la versión de que un avión debe tener combustible para sobrevolar el aeropuerto durante media hora y, pasado ese tiempo, si es necesario, poder volar al aeropuerto más cercano, que en este caso eran Eldorado, de Bogotá, y el Matecaña, de Cali, lo dijo el director de la Aeronáutica Civil, Alfredo Bocanegra. Ya algunos rescatistas habían coincidido en que el cerro no olía a gasolina, que el avión no había estallado, lo que indica que no había gasolina en el tanque, aunque algunos señalaron que fue una astucia del piloto que, previendo la caída, expulsó el combustible para evitar una tragedia mayor, para intentar salvar más vidas.

El avión —se supo— chocó primero con la parte trasera, quedando la cola sobre la cima de una montaña, lo que envío la cabina y el fuselaje cuesta abajo, por lo que los cuerpos no se esparcieron por el campo. Victoria Eugenia Ramírez, secretaria de Gobierno de Antioquia, conoció la versión que Ximena Suárez, la azafata del vuelo, le entregó a quienes la transportaban hasta la Clínica Somer de Rionegro: el avión descendió con fuerza y en un momento todas las luces se apagaron, entonces el piloto pareció perder el control, vinieron los golpes contra la tierra.

La mañana había estado lluviosa, por lo que los helicópteros no podían acercase a la zona, sin embargo a las dos de la tarde ya había cifras redondas: sesenta cuerpos rescatados por los cincuenta voluntarios que llegaron a la zona, seis supervivientes: Alan Luciano Ruschell, Helio Hermito Zampier Neto, Jakson Ragnar Follman –futbolistas-, Rafael Hensel –periodista-, Ximena Suárez y Erwin Turmirí -miembros de la tripulación-.

En la mañana el Atlético Nacional se lanzó en una campaña en redes sociales en solidaridad con el club Chapecoense y los directivos enviaron una carta a la Conmebol para que entregara el título de la Copa Suramericana al equipo brasilero. Todos pensaban en la idea manida y real: viajar tantos kilómetros, ascender pacientemente en un fútbol tan competitivo como el brasilero, llegar a la final de un torneo internacional para quedarse en el camino, para morir como un héroe griego, sin ver la gloria. Algún pastor evangélico, algún cura —quizá el que llegó a Cerro Gordo a las diez de la mañana para bendecir tanta muerte—, habrá dicho aquel versículo que reza que el día tenebroso les acaece a todos los vivos.

En la noche la Policía ya tenía cifras: setenta y siete pasajeros, setentas y seis cuerpos rescatados sin vida, seis supervivientes, cuatro que no pudieron viajar porque no tenían el pasaporte en regla. En la madrugada de este miércoles se esperaba que llegaran dos helicópteros hércules desde Brasil para regresar con todos los cuerpos —tanto luto— a Santa Cruz. Quedan preguntas que las autoridades prometieron contestar —y cuyas respuestas están en las cajas negras, en las grabaciones con la torre de control—: ¿Qué pasó en la cabina de control? ¿Pidió el piloto desesperado que le abrieran pista y su voz se enredó en el protocolo? ¿Al avión le faltó gasolina?