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Cinco años sin Carlos Gaviria, el sabio de la tribu
El líder político que falleció hace 5 años encarnó lo que necesita la justicia y lo que necesitará la izquierda del país.
Si alguien ha encarnado en Colombia el ideal platónico del Gobierno de los sabios es Carlos Gaviria Díaz. Por eso, quizá, nunca llegó a gobernar aunque su paso por la vida dejó una profunda huella en la Justicia, en la política –particularmente en la izquierda– y en el mundo intelectual y del humanismo criollo. Todos estos universos quedan un poco huérfanos después de la muerte de Gaviria, el pasado 31 de marzo, a sus 77 años.
A Carlos Gaviria le sobraba mucho de lo que le falta a la mayoría de líderes en Colombia. Por eso el vacío que deja es tan profundo. Sus amigos, aliados y adversarios le reconocen el trato digno a sus contrincantes, sus grandes dotes para la argumentación, el ser un hombre de convicciones, coherente, y siempre con las cartas sobre la mesa.
En tierras paisas fue ampliamente admirado como profesor de Derecho de la Universidad de Antioquia, institución de la cual también fue vicerrector. Se reconocía por su capacidad de reflexión y su compromiso con los derechos humanos, en un tiempo aciago en el que cada uno de sus colegas caía bajo el manto impune de la violencia.
Gaviria era un maestro en todo el sentido de la palabra. De aquellos que, como Sócrates, caminaban con sus alumnos en un diálogo constructivo y que llevó el conocimiento, más allá del Olimpo de las aulas, a sedes sindicales y organizaciones populares. Porque a pesar de que era un hombre de la elite intelectual mantuvo siempre, a lo largo de su vida, vasos comunicantes con aquellos que estaban metidos en el ‘fango’ de la política y los movimientos sociales. Era, como lo habría dicho Antonio Gramsci, un intelectual orgánico, de izquierda.
Tuvo que exiliarse en los aciagos tiempos del narcoterrorismo, sin hacer nada contra nadie, y solo por ser quien era: un librepensador leal a sus convicciones, que hizo parte de una generación irrepetible de humanistas que estaban dispuestos a cambiar el mundo, con representantes como Héctor Abad Gómez y Jesús María Valle. En 1993 llegó a la recién creada Corte Constitucional, donde desplegó todo su potencial como humanista y académico del Derecho.
Aquella corte a la que perteneció Carlos Gaviria le dio sentido pleno a una Constitución que iba muchos pasos más adelante que la sociedad que misteriosamente la había promulgado. Si Colombia había sido un país godo y clerical por excelencia, la violencia y el narcotráfico la habían hecho más conservadora, y si se quiere, derechista. Por tanto, ese robusto cuerpo de libertades y derechos que habían quedado en la Carta Magna necesitaban urgente una interpretación jurídica, una precisión y el trazado de sus alcances. No cabe duda de que Carlos Gaviria fue determinante para que las libertades y derechos allí contemplados, en lugar se ser acotados por lo bajo, se expandieran y pusieran a las nuevas generaciones a mirar para adelante, hacia un país moderno, laico. No ha habido en Colombia, posiblemente desde la Constitución de Rionegro, una institución tan liberal y moderna como aquella corte y Gaviria era, sin exageraciones, el sabio de esa tribu. Como heredero de la revolución francesa, sentenció siempre en favor de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
A pesar de ser un hombre de izquierda, defensor de un Estado fuerte, Gaviria estaba convencido de que este no debía interferir en la autonomía de las personas. Por eso defendió libertades tan profundas como la eutanasia, la dosis mínima en consumo de drogas y la libre opción de la maternidad. Pero también de manera radical la libertad de expresión, cuando fue uno de los artífices de que se cayera la tarjeta de periodista, y de la tutela. No porque él mismo fuera agnóstico, defendió siempre la libertad de cultos, y la separación de la Iglesia del Estado. Y en consonancia con las corrientes de derecho más contemporáneas fue defensor de la equidad a través de la garantía de derechos económicos y sociales. Eran tiempos en los que la corte, en pleno, deliberaba con argumentaciones de hondo calado intelectual, como consta en las sentencias más famosas.
De Carlos Gaviria se recuerdan, sobre todo, sus sentencias más emblemáticas. Pero tan importantes como ellas fueron algunos salvamentos de voto en algunos casos en los que fue derrotado, pero en los que igual defendió su ideal de la autonomía de las personas: la posibilidad de que cada persona pueda elegir lo que es bueno o malo para ella, definir las propias normas. Buscar un máximo de autonomía y un mínimo de restricción, con excepción de las conductas que amenacen la vida o el debido proceso.
Bajo este principio, que en la Constitución se llama “libre desarrollo de la personalidad”, defendió el multiculturalismo (incluido el fuete como forma de castigo de los paeces), la ley de cuotas en favor de la mujer (para remover obstáculos para la igualdad con los hombres), de los homosexuales (a nadie se le puede condenar a vivir en la clandestinidad), de los menores (se opuso a una norma que contempla el castigo moderado), de las instituciones (incluso la inviolabilidad del voto que favoreció a los congresistas que votaron a favor de Ernesto Samper en el proceso 8.000).
Decir que Gaviria era un hombre de izquierda es verdad, al tiempo que se corre el riesgo de que la denominación se quede estrecha para alguien heterodoxo y flexible como él. Es cierto que en su juventud estuvo cerca de Firmes, aquel movimiento socialista que lideró otro de los sabios que ha tenido la política de este país, Gerardo Molina. Solo volvió a la militancia cuando, ya retirado de la corte, encontró que el país estaba virando hacia la derecha, de la mano del presidente Álvaro Uribe. La agenda de seguridad de Uribe traía consigo una serie de medidas que cercenaban libertades y por eso Gaviria encontró necesario y casi obligatorio entrar en acción. Su prestigio, por encima de clases sociales, regiones e incluso filiaciones partidarias. Encabezó la lista del Frente Social y Político al Senado, movimiento cuya cabeza visible hasta ese momento era Lucho Garzón. Para sorpresa de todos, sacó una alta votación, la quinta del país.
Ya en el Polo Democrático Alternativo se enfrentó a Álvaro Uribe en 2006 como candidato a la Presidencia, muy a pesar de que la reelección del entonces presidente estaba garantizada. A pesar de su derrota, se convirtió en un fenómeno político, con 2 millones y medio de votos y un segundo lugar, inédito en la historia de la izquierda colombiana. En gran medida, eran votos por Gaviria, más que por su partido, pues él mismo encarnaba la antítesis política y moral de Uribe, quien para entonces ya había dado rienda suelta a un estilo pendenciero de gobierno. Gaviria había sido profesor de Uribe, su coterráneo, pero su enfrentamiento electoral, más que una anécdota o una casualidad, simbolizó la oferta de dos proyectos alternativos.
Y aunque no ganó la Presidencia, ganaron él mismo y el país porque dejó para la historia la lección de que la Justicia también podía ejercerse desde la política. Dio con ese eslabón frecuentemente perdido entre teoría práctica, entre lo que se predica y lo que se aplica, entre el discurso y la acción. El magistrado Gaviria era el mismo candidato Gaviria, defendiendo con palabras y hechos sus principios y convicciones, con tolerancia, e imprimiéndole a la política un estilo sobrio, allí donde la chabacanería se había instalado.
Resulta paradójico, por decir lo menos, que este hombre que llevó con gran altura el grado de magistrado, fallezca justo cuando la institución que él –junto a otros– elevó al rango de la más confiable y decente del país, hoy esté hundiéndose en el lodo de la corrupción y el descrédito. Que muera cuando en el país la gente pide a gritos que haya muchos Carlos Gaviria en la Justicia, si es que se quiere devolverle la dignidad.
Eso sí, sus amigos concuerdan en que se sentía más a gusto en las salas universitarias, y en la Corte Constitucional, que en los pasillos del Congreso. Como senador fue parte de una institución que quería reformar. Una paradoja que con frecuencia se reflejó en desgano hacia su labor legislativa, e incluso hacia la política. Sus críticos le cuestionaron falta de compromiso, en especial con su partido, que no era otra cosa que falta de vocación para nadar en las aguas del statu quo. Por eso, después de su alta votación en la elección presidencial de 2006 no mantuvo el liderazgo de la izquierda unida y su retiro poco disimulado contribuyó a que la izquierda retomara su vocación histórica de división y luchas intestinas. No pocos esperaron una voz más firme de Carlos Gaviria sobre la comprobada corrupción del gobierno de Samuel Moreno en Bogotá.
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Pero es lamentable la desaparición de Gaviria para la izquierda, justo cuando necesita líderes capaces de superar los intereses de grupo, y hablarle a una Nación que ve en la paz, una esperanza para el cambio social. Ese cambio con el que tanto soñó Gaviria, y del que fue artífice. Porque si en algo hay consenso es que este país es mejor por hombres que, como él, impartieron justicia, y le apostaron a elevar la dignidad del ejercicio político. Carlos Gaviria fue un hombre de cambio.