ANÁLISIS
Claudia López e Iván Duque: ¡hay que acercarse!
Las deterioradas relaciones de Claudia López e Iván Duque no le convienen a nadie. En medio de las diferencias, deben trabajar en equipo y de manera organizada. El palo no está para cucharas.
La primera llamada que recibió Claudia López cuando ganó la alcaldía de Bogotá, en octubre pasado, provino del presidente Iván Duque. El mandatario la felicitó y le dijo que su triunfo era un logro significativo para las mujeres del país. Poco después, se reunieron en la Casa de Nariño durante dos horas.
A la salida, la alcaldesa electa contó que su relación política con Duque venía de tiempo atrás, desde que compartieron curul en el Senado, y que había “mucho afecto y mucho respeto”. Reveló que acordaron trabajar unidos por la capital y centrar sus esfuerzos en combatir la inseguridad. Sobre cómo sería el día a día, teniendo en cuenta las controversias del pasado y que pertenecen a orillas ideológicas distintas, Claudia prometió que “no había nada de que preocuparse” e insistió en que tendría una “relación amable, respetuosa e institucional”.
Hoy, nueve meses después de su llegada al Palacio Liévano, las palabras que pronunció la entonces alcaldesa electa parecen haber volado con el viento. Sus relaciones con el presidente se han deteriorado y atraviesan su peor momento.
La capital del país no había visto un pulso de poderes así en los últimos 15 años, ni siquiera en la alcaldía de Luis Eduardo Garzón, entre 2004 y 2007, cuando el presidente era Álvaro Uribe. Tan distintos como el agua y el aceite, tuvieron diferencias, pero al final lograron que la institucionalidad prevaleciera y trabajaron en equipo.
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Lo mismo sucedió con Gustavo Petro y Juan Manuel Santos, cuyas discrepancias no llevaron a una ruptura. En el caso de Enrique Peñalosa, las relaciones con Santos y Duque no tuvieron sobresaltos.
La crisis de hoy es distinta por varias razones. En primer lugar, las recriminaciones han venido subiendo de tono con las semanas y no tienen punto final. Las diferencias surgieron por cuenta de la pandemia, pero se agravaron a raíz de los violentos disturbios ocurridos en la noche del 9 de septiembre tras la mortal golpiza que le propinaron unos agentes de Policía a Javier Ordóñez.
El punto máximo de la tensión llegó con el montaje preparado en la plaza de Bolívar durante un homenaje a las víctimas de las protestas. El equipo de protocolo de la Alcaldía dejó una silla vacía y un funcionario la marcó apresuradamente con el nombre de Iván Duque, pese a que el mandatario había informado con un día de anterioridad que no asistiría. El episodio le salió mal a Claudia López y fue visto como un golpe bajo en medio de un acto de perdón y reconciliación.
Duque ha sido prudente en responder a la confrontación. Pero en privado se le nota incómodo y quisiera que las diferencias se zanjaran por todos los canales disponibles y menos a través de los micrófonos o las redes sociales.
Claudia López es una gran comunicadora, una de las políticas colombianas con mayores habilidades en redes sociales y da sus pasos previamente calculados con las reglas del marketing. Duque, por el contrario, es más prudente, transmite menos emociones, la opinión pública le da más palo y tiene menores porcentajes de favorabilidad en las encuestas. La alcaldesa peca por exceso, y el presidente, por defecto.
El malestar con la Alcaldía se siente también entre los ministros y los funcionarios más cercanos al presidente, que sí han decidido salir a replicar los mensajes de la mandataria. Es el caso de Diego Molano, exconcejal de Bogotá y actual director del Departamento Administrativo de la Presidencia (Dapre).
En segundo lugar, en la mitad de esta pelea ha quedado atrapada la Policía Metropolitana de la capital. Nadie duda de que los uniformados que agredieron a Ordóñez hasta causarle la muerte y los que cometieron atropellos en las protestas deben salir de sus cargos, responder ante la justicia y pagar por los delitos cometidos.
Sin embargo, lo que menos se espera de la Alcaldía es que promueva la desconfianza hacia una institución necesaria para la seguridad. Y que lo haga en momentos en que Bogotá afronta desafíos complejos: protesta social, redes de microtráfico, desempleo galopante e infiltraciones de grupos armados ilegales. Ante el peligroso efecto que esto puede traer, cualquier roce debe quedar atrás. El Gobierno, la alcaldesa y la Policía deben resolver sus diferencias a puerta cerrada. Y deben lanzar un mensaje de unión en tres líneas fundamentales: respaldo a la institucionalidad, lucha contra el crimen y castigo a los abusos de autoridad.
La alcaldesa no puede perder el mando y es su deber actuar como la primera autoridad de la Policía en la capital, como ordena el artículo 315 de la Constitución. Así lo prometió en campaña y tratar de endilgarle toda la responsabilidad al Gobierno en este asunto resulta contraproducente.
A raíz de lo que ha ocurrido, muchos se preguntan cómo terminó metida Bogotá en este cuadrilátero.
En sus épocas de analista y luego en su rol de senadora de la Alianza Verde, López se caracterizó por ser una de las voces más críticas con el uribismo. Ella contribuyó a denunciar la parapolítica y siempre cuestionó los excesos cometidos en los gobiernos de Álvaro Uribe. Del otro lado, el propio expresidente y sus seguidores del Centro Democrático se convirtieron en férreos contradictores de la hoy alcaldesa.
Esa polarización es natural en cualquier democracia. De hecho, cuando Claudia López hizo campaña a la Alcaldía en 2019, mantuvo el mismo tono confrontacional. Con esa estrategia obtuvo el triunfo en las urnas y reemplazó a Peñalosa.
Sin embargo, después de su histórica victoria con más de un millón de votos, hasta sus seguidores se sorprendieron por la actitud serena con que asumió el segundo cargo por elección popular más importante de Colombia. Ya no era la analista o senadora de la oposición, sino la mandataria de la capital del país.
Esa serenidad, sin embargo, le duró tres meses. En marzo, con la llegada de la pandemia, salieron a flote las primeras discrepancias entre Claudia y Duque. Aunque tenían diferencias de criterio legítimas, ella asumió un tono altisonante y de confrontación.
Mientras que la alcaldesa era partidaria de seguir prolongando las cuarentenas, el presidente levantó poco a poco las restricciones por el devastador efecto en el desempleo y la economía. López marcó distancia con el Gobierno por temas como los respiradores, las jornadas sin IVA, el crédito a Avianca, entre otros.
Pero sin renunciar a esas diferencias, ha llegado la hora de ponerle fin a la pugnacidad entre el Palacio Liévano y la Casa de Nariño. La catástrofe económica y social del coronavirus sumada a la amenaza del vandalismo, camuflado entre las protestas legítimas para promover el caos y la destrucción, demandan un trabajo institucional y coordinado a todo nivel.
Los ciudadanos no pueden percibir que la Presidencia, la Alcaldía y la Policía actúan como ruedas sueltas, mientras no saben en quién confiar. Las barras bravas aplauden los choques institucionales y hacen cálculos políticos. Pero hoy se necesita cabeza fría, anteponer los egos y pensar en el bienestar general.
Tanto la alcaldesa como el presidente deben acercarse y sacar en conjunto la agenda común de la capital, que pasa por fortalecer la seguridad en temas como el aumento del pie de fuerza y la estrategia para contener las amenazas del ELN y de las disidencias de las Farc.
Pero no solo eso. Para reactivar la economía y generar empleo, Bogotá y la Nación deben trabajar en equipo para comenzar cuanto antes a construir la primera línea del metro y las demás obras comprometidas. A la alcaldesa tampoco le conviene romper con el Gobierno, pues su promesa central de campaña, llevar el metro hasta Suba y Engativá, requiere de los recursos de la Nación.
El presidente y la alcaldesa tienen temperamentos distintos. Sus prioridades de gobierno y la manera en que comunican también lo son. Pero no puede seguir ocurriendo que la ciudad termine por pagar los platos rotos de una confrontación que ya superó todos los límites y debe quedar atrás lo antes posible.