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Colombia, bajo amenaza: los días más difíciles del país en su historia reciente
En medio de la peor crisis social y económica de su historia reciente, el país enfrenta una ola inédita de terrorismo urbano que se camufla en la protesta legítima. La democracia y las instituciones están en peligro. ¿Cuál es la salida?
Colombia vive una horrible noche que no termina. Como nunca había ocurrido en las últimas décadas, y en medio de un ambiente de indignación y de protesta pacífica, varias de las principales ciudades del país terminaron sitiadas por una ola inédita de terrorismo urbano que ha puesto en jaque al Gobierno, a los alcaldes, a la fuerza pública y a millones de ciudadanos que han tenido que permanecer encerrados en sus casas, presos del miedo.
La torpeza, aunque de buena fe, de la Casa de Nariño al presentar una agresiva reforma tributaria que pretendía darles la mano a millones de hogares vulnerables no tuvo en cuenta el difícil momento que viven los colombianos por la crisis sanitaria. Faltó estrategia, olfato y conexión con la cruda realidad. Por eso, el plan se convirtió en el florero de Llorente que produjo un estallido social y llevó a centenares de miles de personas a las calles.
No importó el tercer pico de la pandemia ni el colapso de las unidades de cuidados intensivos, como tampoco que la economía no resista un día más de parálisis. La discusión sobre el proyecto empezó con el pie izquierdo, y el Gobierno tuvo que echarse para atrás en la idea de aumentar el IVA a productos básicos de la canasta familiar, como el café, la leche y el chocolate.
La gente se sintió golpeada por una iniciativa indolente, mientras que cada vez más colombianos caen en la pobreza (este indicador se disparó al 42,5 por ciento). Eso sin contar con un preocupante desempleo del 14,2 por ciento y el cierre de miles de empresas, que quebraron infortunadamente por la pandemia.
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Sin embargo, no hay que llamarse a engaños: la protesta estaba meticulosamente preparada con mucha antelación, con objetivos claros, y la reforma tributaria fue la chispa que encendió aún más la indignación. El Gobierno no escuchó a tiempo. Ni al expresidente Álvaro Uribe ni al Centro Democrático. También hizo caso omiso de las críticas de los gremios, la oposición, los partidos y los expertos y, como un kamikaze, decidió jugársela por el proyecto del exministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla.
Al final, se desató una dolorosa tormenta con dos caras: la de las multitudinarias manifestaciones pacíficas y encabezadas por jóvenes que reclaman oportunidades, empleo, salud y educación, y la del vandalismo sin tregua que se mimetizó en la protesta y que dejó al descubierto la nueva amenaza de seguridad ciudadana que se cierne peligrosamente sobre Colombia.
En los últimos días, el país ha visto con asombro cómo la fuerza pública, a pesar del esfuerzo, ha sido incapaz de controlar plenamente el orden público. Las escenas han sido dantescas y atrás quedó el mito de que la violencia en Colombia solo se sufre en el campo. Cali, por ejemplo, parece literalmente un campo de guerra, secuestrada y sitiada por la delincuencia.
El director de la Policía, general Jorge Luis Vargas, ya responsabilizó a alias Iván Mordisco y al Paisa, jefes de las disidencias de las Farc, de estar detrás del cerco a la capital del Valle. Lastimosamente, la protesta pacífica en el país terminó manchada de sangre.
Hasta ahora, las autoridades reportan la muerte de 26 personas, entre ellas un capitán de la Policía, y es urgente que se esclarezca quién es el responsable de cada crimen. Las jornadas violentas igualmente han dejado a por lo menos 800 ciudadanos lesionados, muchos con impactos de armas de fuego, entre civiles y uniformados. De acuerdo con la Defensoría del Pueblo, hay personas que se reportan como desaparecidas, pero con el paso de los días han logrado ser ubicadas. Hoy esas cifras siguen siendo confusas.
La degradación es tal que, en medio de las balaceras en las calles, se ha visto de todo: desde evidentes abusos por parte de algunos miembros de la policía que han disparado contra civiles hasta la brutalidad de una delincuencia organizada, financiada por el narcotráfico y con intereses políticos encaminados a desestabilizar el país. A nadie le cabe duda de que Colombia está frente a un nuevo fenómeno de terrorismo urbano.
Si bien es cierto que se deben repudiar todos los excesos de la fuerza pública, el precio que se paga es muy alto al generalizar y desprestigiar a las autoridades en este difícil momento. Hay una realidad indiscutible: la gran mayoría de los uniformados cumple sus deberes conforme a la ley, y cuestionarlos a todos por los atropellos condenables de unos cuantos puede mermar su moral a la hora de proteger la integridad y la seguridad de los colombianos.
Durante días, el presidente Duque se dedicó a defender la reforma tributaria con su equipo económico, se mostró dispuesto al consenso y anunció que varios artículos polémicos serían retirados de la iniciativa, como el IVA a los servicios públicos y funerarios. Incluso aceptó la propuesta de un texto sustitutivo producto de la conversación con todos los sectores, pero fracasó. Cuatro días después de las marchas pacíficas, y a su vez de saqueos, noches de terror, tiroteos, incendios de bancos, locales comerciales, CAI y peajes, el presidente Duque se vio obligado a retirar el polémico proyecto. Aunque el Gobierno ingenuamente pensaba que esto apaciguaría los ánimos en las calles y frenaría la violencia, esto no ocurrió.
Solo bastaron 24 horas y, en medio de las graves alteraciones de orden público, también cayó el exministro Carrasquilla, quien en entrevista con SEMANA desató la ira de los ciudadanos al asegurar que una docena de huevos costaba apenas 1.800 pesos. Definitivamente, el exministro, un experto en la materia, respetado incluso en el ámbito internacional, lució indiferente ante la catástrofe de miseria que padecen millones de colombianos.
Aun con su renuncia, la indignación continuó. La lista de reclamos sociales en el país es muy larga, y la crisis sanitaria ha deteriorado la calidad de vida de muchas personas. Colombia es una bomba de tiempo que estalló y el Gobierno debe escuchar con atención lo que reclaman los manifestantes en las calles, aunque sin ceder en los valores democráticos ni transar lo legal.
Se necesita un Estado generoso, solidario, sensible ante el drama humano, pero apegado a la Constitución, la ley y el orden. La discusión, en todo caso, está envenenada por la campaña política al Congreso y a la presidencia en 2022.
En los últimos días, magistrados de las altas cortes, algunos precandidatos presidenciales, como Sergio Fajardo, Humberto de la Calle, Jorge Enrique Robledo, Federico Gutiérrez, Juan Carlos Pinzón y Enrique Peñalosa, además de empresarios y líderes políticos se han reunido con el presidente Duque en la Casa de Nariño, cerrando filas en torno a la institucionalidad, pese a todas las diferencias.
Es un gesto responsable con el país, y de aplaudir. No obstante, otros políticos están más interesados hoy en pescar votos y en hacer populismo y demagogia que en ayudar a la gente y proponer salidas serias y viables. Es hora de que los alcaldes, especialmente los de Bogotá, Cali y Medellín, entiendan lo que está en juego, y no en sus futuras carreras políticas.
Por momentos, Jorge Iván Ospina parece estar más tratando de alimentar el desorden que gobernando con responsabilidad la ciudad. Claudia López es más mesurada; pero, como es habitual, ha incurrido en la contradicción de decir que no ha solicitado ayuda militar, cuando eso sí ha sucedido debido a la fuerza de las alteraciones del orden público, como se escuchó en una grabación revelada por una emisora radial. Igualmente, el senador Gustavo Petro, líder de la oposición y quien puntea en la intención de voto si las elecciones presidenciales fueran hoy, poco ha ayudado a calmar los ánimos.
Aunque el líder de la Colombia Humana niega estar detrás de las protestas, lo cierto es que una de sus estrategias políticas siempre ha sido invitar a la gente a las calles. De hecho, en medio de las graves alteraciones de orden público y de la pandemia, esta semana propuso que un millón de personas salieran a acompañarlo a marchar en Bogotá, si el Gobierno decretaba la conmoción interior.
Petro, extrañamente, ha trinado menos de lo normal, aunque sus mensajes difunden imágenes y videos del caos y solo se centran en el abuso policial, y en ninguna circunstancia ha sido categórico para condenar los bloqueos, que tienen a ciudades desabastecidas y hasta en riesgo por falta de oxígeno. El senador no ha condenado hasta ahora el terrorismo urbano. ¿Estará cumpliendo responsablemente con su liderazgo político? Por lo menos, uno de sus principales alfiles, el senador Gustavo Bolívar, ya reconoció que el silencio ocasional de Petro en este paro obedece a una estrategia política para que no lo culpen de la violencia.
La alcaldesa de Bogotá, Claudia López, y con razón, criticó el papel de Petro durante estos días complejos que ha vivido el país. “¿Salió Petro a acompañar a los jóvenes en su marcha? ¿Ha puesto un pie en la calle? No, él está detrás de una biblioteca, divino, mientras a los pelados los están levantando en la calle, poniéndolos de carne de cañón. ¿Qué propuesta concreta está haciendo? Y resulta que él es senador y aspira a ser presidente”, dijo la alcaldesa en una entrevista en un canal de YouTube.
El fiscal general, Francisco Barbosa, advirtió que hay investigaciones preliminares contra funcionarios que posiblemente han transgredido la ley y han pasado la línea de lo políticamente aceptable, y que en los próximos días, probablemente, se solicitarán imputaciones ante los jueces, e incluso podría haber compulsas de copias ante la Corte Suprema en el caso de los aforados.
Por otra parte, valdría la pena revisar el papel de algunos congresistas aliados de Gustavo Petro en la turbulencia, en la que se les ha visto impidiendo el trabajo de la policía y atizando el fuego en las marchas de manera irresponsable. Por ejemplo, unas imágenes muestran al senador Alexander López, candidato presidencial del Polo Democrático, rodeando con una comunidad a una patrulla de la policía en un barrio de Cali. La presión fue tal que los uniformados terminaron dejando libres a varios jóvenes que habían sido detenidos, supuestamente en flagrancia, en actividades aparentemente ilícitas.
En otro video que se volvió viral aparece el representante a la Cámara Wilson Arias, también del Polo, encarando a unos policías, diciéndoles el cargo que ostenta, y exigiéndoles dejar libres a unas personas detenidas que, en teoría, habían sido torturadas.
El congresista siguió la patrulla hasta la estación. Por su parte, muchos otros senadores y representantes, que se dicen defensores de la vida y del respeto a la diferencia, han decidido apelar en sus redes sociales a un lenguaje incendiario que solo incita a la violencia y no le ayuda en nada a la protesta pacífica y a la urgente búsqueda de consensos y soluciones. Igualmente, hay que examinar el rol de algunos expresidentes en esta crisis, porque, lejos de aportar, han tenido comportamientos oportunistas y hasta histéricos.
La experiencia de todos ellos es valiosa, más allá de sus ideologías, y por el bien de la institucionalidad y del futuro del país, ellos deben rodear con generosidad al presidente y al Gobierno en estos momentos críticos.
Mientras tanto, varios partidos han aprovechado la crisis de gobernabilidad de Duque para ponerlo contra las cuerdas, sin pensar que lo que está en juego es la democracia y sus instituciones. Colombia está al borde del abismo, y sus dirigentes están obligados a poner los intereses de la Nación por encima de los propios, así las elecciones estén a la vuelta de la esquina.
El país necesita que Duque termine su mandato preservando la estabilidad social, económica y en materia de seguridad. A nadie le sirve que el presidente y su Gobierno queden encerrados en un laberinto y que el país se desmorone a pedazos, mientras que muchos se regocijan vengativos y aprovechan para sacar réditos políticos. Esa actitud dista mucho de la de miles de jóvenes que genuinamente reclaman cambios estructurales en el rumbo de la nación sin pretender incendiarlo.
Colombia atraviesa un momento decisivo, en el cual todavía se puede reflexionar sobre qué futuro se quiere para las nuevas generaciones: ¿el del caos, la violencia, la lucha de clases, el desabastecimiento, la pobreza, la anarquía y hasta el autoritarismo, o el de la democracia, el debate pacífico de las ideas, la autoridad, el progreso y la justicia social? Los políticos deberán ser cuidadosos, porque los votantes colombianos ya no tragan entero y, en las elecciones de 2022, les pasarán factura a quienes no hayan actuado correctamente.
El abuso policial
Nadie puede desconocer que la protesta social es un derecho constitucional que hay que garantizar y proteger. Quienes han salido, en su inmensa mayoría, lo han hecho de manera pacífica y con reclamos justos en una sociedad profundamente desigual y cuyas brechas se ampliaron por cuenta de la pandemia. También es cierto, y hay que decirlo con claridad, que algunos uniformados han abusado de su autoridad en medio de las protestas y los disturbios.
Ellos tendrán que ser procesados y deberán responder ante la Justicia. No hay cómo reparar el dolor de los familiares de los jóvenes que han muerto, y lo mínimo es que el Estado actúe a tiempo y haya justicia, verdad y reparación. Resulta desgarradora la tragedia de tantas vidas que se han apagado, como la de Santiago Murillo, de apenas 19 años, quien murió en Ibagué víctima de un disparo en el tórax. O la triste historia de Lucas Villa, estudiante universitario y profesor de yoga, a quien le dispararon ocho veces desde un vehículo en Pereira.
A la fecha, la Fiscalía ya tiene elementos probatorios para imputarles cargos a uniformados por tres homicidios. Adicionalmente, la propia Inspección General de la Policía adelanta 47 investigaciones por posibles abusos de sus integrantes en las manifestaciones.
Esos procesos deberán avanzar con celeridad para evitar que toda la fuerza pública sea rotulada y estigmatizada, de manera inconveniente, como violadora de los derechos humanos. Es tan peligroso decir eso como afirmar que todos los manifestantes son unos vándalos. La cordura y la sensatez, lejos de los extremismos, deben primar a la hora de hacer juicios de valor. Especialmente, la policía y el ejército han tenido que hacerle frente a la nueva amenaza de terrorismo urbano que quedó al descubierto en los últimos días.
Son miles de uniformados que han expuesto sus vidas y se han sacrificado para proteger a los ciudadanos. Al igual que los jóvenes que salen a marchar, ellos también tienen familiares que esperan que regresen vivos y sanos a sus hogares luego de las protestas. El capitán Jesús Alberto Solano, de 34 años, y padre de una niña, fue asesinado en Soacha tras ser atacado con sevicia y recibir diez puñaladas. Se calcula que por lo menos 500 policías han resultado lesionados durante los enfrentamientos. El país no olvidará las imágenes del CAI del barrio La Aurora, en Usme, en el sur de Bogotá, ardiendo en llamas con 15 policías adentro. Cuando salieron desarmados, varios afectados por el fuego, fueron atacados por los vándalos que querían quemarlos vivos.
Los ojos del mundo están puestos sobre Colombia. Es necesario que los líderes, los políticos, los defensores de los derechos humanos, incluso los periodistas y medios de comunicación, actúen con responsabilidad y cabeza fría. Lo que está pasando es muy grave, pero no se puede vender al mundo una imagen distorsionada y manipulada de estos hechos por intereses particulares e ideológicos.
De hecho, ya hay políticos de la oposición moviéndose en el escenario internacional en busca de sanciones al país, en lugar de gestionar más apoyo para contener la nueva amenaza del narcoterrorismo urbano. Al fin y al cabo, todos los colombianos pagarán las consecuencias si el país pierde la confianza internacional.
Por esta razón, la Fiscalía, los jueces y los organismos de control tienen la obligación de dar resultados pronto sobre las investigaciones en curso ante la muerte de 26 personas en las protestas. Es necesario saber la verdad de todo lo que ha ocurrido: sin sesgos, sin exageraciones y sin que se oculte nada, y mucho menos sin que algunos quieran sacarle provecho político a la sangre derramada.
El Gobierno ha intentado apalancarse en el consenso para sacar adelante una nueva reforma tributaria que garantice el recaudo necesario para estabilizar las finanzas y atender la emergencia. El presidente Duque ya dio un primer paso y convocó no solo a sus aliados, sino a la oposición, a los líderes del Comité del Paro y a muchas otras fuerzas sociales y políticas. Ese es el camino correcto: que nadie se sienta excluido en el diálogo nacional.
Mientras tanto, la sociedad tiene la responsabilidad de no permitir que la nación se eche a perder. Aunque el ejemplo de Venezuela se ha querido caricaturizar, es una realidad. Colombia parece estar cabalgando sobre el descontento social, como ocurrió en el vecino país, hacia un camino más peligroso: el de desconocer las instituciones y promover la anarquía. Para algunos, se está cocinando un ambiente en el que solo falta elegir a un Chávez o a un Maduro que acabe con la democracia y los logros alcanzados por el país en su historia.
Colombia es una nación imperfecta, con muchos problemas, con un Gobierno que no ha logrado satisfacer las necesidades y expectativas de una población azotada por la pandemia, pero el camino no es la violencia, ni desconocer la Constitución, ni sembrar el caos, la zozobra o el odio entre la sociedad.
El desafío en materia de seguridad es inmenso. Durante décadas, la policía y el ejército se enfrentaron a enemigos conocidos, como los carteles de la droga, las guerrillas y las autodefensas. Pocos dudan de la gran capacidad de reacción de la fuerza pública colombiana. Pero ahora esos hombres están encarando una amenaza urbana, inédita, aunque muy poderosa, que intenta someter al país y aprovecharse del estallido social.
El reto será fortalecer la inteligencia para identificar y desarticular estas estructuras que parecen atomizadas, que difícilmente cuentan con caras visibles, pero que en el fondo responden a unos líderes macabros que se lucran del narcotráfico y tienen como única intención someter a Colombia y tomarse el poder.
El Gobierno y la Fiscalía ya tienen información sobre la participación de las disidencias de las Farc, el ELN y algunas bandas criminales en los hechos violentos de los últimos días, y el director de la Policía, el general Vargas, anunció que pronto el país conocerá quiénes han sido los otros determinadores que promueven la violencia a la sombra. Los colombianos tienen que abrir los ojos y dimensionar hacia dónde es que algunos realmente desean llevar al país para no hacerles el juego y terminar convertidos en idiotas útiles.
El presidente Duque, en el tramo final de su gobierno, tendrá que hacer su mejor esfuerzo para cuidar la democracia, actuando con sensatez, de manera responsable en sus decisiones, siendo conciliador, pero sin caer en el juego de las presiones de los violentos. El liderazgo del mandatario y su gabinete está a prueba. Lo que menos se espera es que el Gobierno termine de abonar el terreno para que el país se vaya por el precipicio. Los meses que vienen serán decisivos para el futuro de Colombia. Todos somos responsables y, por lo tanto, tenemos algo que aportar.