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La serpiente de la corrupción se comió a Colombia
El país era uno de los menos corruptos del continente, ¿qué pasó?
En Colombia se vive en este momento lo que podría ser descrito como una histeria por la corrupción. No se habla de otra cosa. La indignación no es reciente, pero se ha intensificado en los últimos días con las revelaciones de los sobornos por 11 millones de dólares de Odebrecht. Esto se suma a otras, como el aumento de la condena a 24 años de cárcel para Samuel Moreno, por cobrar una comisión del 10 por ciento sobre un contrato de 67.000 millones de pesos de las ambulancias del Distrito, y la captura, el jueves, del alcalde de Riohacha, Fabio Velásquez, acusado de peculado. Para no hablar de la sucesión de escándalos de los últimos años: Saludcoop, Caprecom, Cafesalud, Reficar, etcétera.
Que haya corrupción no sorprende a nadie. La novedad es que se haya podido establecer en algunos casos concretos quién pagó esas comisiones, quién las recibió y a cuánto ascendieron.
Por ahora, solo se ha encontrado la punta del iceberg, pues la corrupción por lo general es muy difícil de detectar. En Colombia se ha convertido en endémica, pero curiosamente en el pasado no era tan indignante, a tal punto que el expresidente Julio César Turbay llegó a decir que “había que reducirla a sus justas proporciones”. Hasta que apareció el petróleo, Colombia era un país pobre donde había poco qué repartir. El gran cambio se dio por tres factores: 1) La elección de alcaldes y gobernadores aprobada en la Carta Política de 1991. 2) Las regalías producidas por las bonanzas de hidrocarburos. 3) La creación de la circunscripción nacional para el Senado.
Hasta 1986 el presidente nombraba a los gobernadores y estos a su turno, tras consultarle, nombraban a los alcaldes. Esto significaba que la responsabilidad política estaba claramente concentrada, y eso hacía que los funcionarios fueran más cuidadosos si querian darle un zarpaso al erario. No es que todo fuera perfecto, pero la corrupción, comparada con la de hoy, era mas controlada. Hoy en día el voto popular elige los alcaldes y gobernadores. En muchísimas ciudades y municipios se forman roscas alrededor de estos para la contratación, algunas veces respaldadas por dineros ilícitos. Esas roscas se perpetúan en el poder bajo la premisa de “hoy por ti, mañana por mí”. En otras palabras, el grupo que impone al gobernador o al alcalde espera recuperar sus esfuerzos y su dinero por medio de contratos. Ese es el núcleo de la corrupción a nivel estatal hoy.
El segundo factor que alteró las reglas del juego es que el Estado, que era pobre, se volvió rico. Cuando el país dependía principalmente del café, las bonanzas les llegaban esencialmente a los caficultores. Con los hidrocarburos todo cambió. Por medio de las regalías y de la descentralización, los municipios y departamentos tienen ingresos propios que no están sujetos al control del gobierno nacional. De ahí que regiones del país donde antes no había más que ganado hoy tienen urbanizaciones, centros comerciales y mansiones como las que solo se veían en Bogotá. Ese desarrollo producido por fenómenos como el boom del petróleo, sin embargo, ha sido con frecuencia acompañado de un nivel escandaloso de saqueo y despilfarro de los dineros públicos.
Otro tentáculo de la corrupción en la política son las elecciones al Congreso. Desde que nació la circunscripción nacional para el Senado, cada aspirante tiene que buscar votos en todo el territorio nacional. En el pasado, un senador solo podía buscar votos en su departamento. Esa era una operación artesanal comparada con lo que hay que hacer hoy. Como compiten candidatos con presencia nacional, cada curul para el Senado se convierte en una minicampaña presidencial. En algunos casos las cifras invertidas para ser elegido senador en departamentos como Córdoba o Meta han llegado a superar los 20.000 millones de pesos. Y, como son muy difíciles de precisar, hay estimativos aún más altos. Una financiación de ese nivel solo se hace sobre la base de recobrarla a través de contratos. Y recuperar 20.000 millones de pesos requiere muchos de ellos. La dura disputa por el poder en las entidades territoriales no solo busca el control político, sino apropiarse de la contratación, que en un círculo totalmente vicioso, termina a su vez asegurando la permanencia en el poder de verdaderas mafias locales.
Algunos remedios han resultado peores que la enfermedad. El exministro de Hacienda Juan Carlos Echeverry acuñó el término “mermelada” para explicar que las regalías del sector minero se distribuirían de manera más adecuada. La ley que reformó la forma como se distribuyen esas regalías era sana y conveniente, pues la concentración de recursos en los departamentos ricos en minerales era inequitativa y se prestaba a gastos estrambóticos. Sin embargo, hoy la mermelada se ve como la versión del siglo XXI de lo que antes se llamaban auxilios parlamentarios. El gobierno nacional utiliza la aprobación de proyectos en las regiones, financiados con recursos de las regalías, para asegurar el respaldo de las bancadas en el Congreso. La debilidad y el desprestigio de los partidos y del Congreso impiden que estos cumplan su función natural de representar intereses, y relaciones clientelistas aprovechan esa ausencia.
La semana pasada se conoció un nuevo ranking sobre corrupción de la conocida ONG Transparencia Internacional. Las noticias no son buenas para Colombia. El país subió siete puestos frente a 2015 y ocupó el cuarto lugar en América Latina y el 90 en el mundo. Incluso Brasil, donde la corrupción arrasó con el gobierno de Dilma Rousseff, está en mejor lugar. Los autores de la investigación explican que los escándalos hicieron ver a los brasileños que las autoridades de vigilancia y control estaban funcionando. Y este trabajo mide la percepción de la gente sobre el fenómeno. Mejor localizados que Colombia están también Uruguay y Chile.
En vísperas de una nueva campaña electoral, todo indica que uno de los grandes temas de debate será la lucha contra la corrupción. Como mínimo, algunos aspirantes enfocarán en ese tema sus estrategias para ganar el apoyo del electorado. Por ahora picó en punta Claudia López, senadora de la Alianza Verde. Al lanzar su candidatura en diciembre, ella afirmó que busca una gran coalición contra ese problema. Parte de su propuesta es hacer un referendo para someter a los ciudadanos propuestas que, según ella, contribuirían a cortar las raíces de la corrupción relacionada con la política. Entre ellas, el deber de publicar las declaraciones de renta. También erradicar la mermelada, es decir, que los congresistas no participen en la definición y trámite de proyectos de inversión. Adicionalmente, penalizar la violación de los topes de gastos que la ley fija para las campañas electorales, que hoy en día nunca se cumplen.
Algunos de estos puntos ya están en la ley o han sido planteados en el pasado. Pero más allá del porvenir que pueda tener esta consulta popular, es un hecho que en la agenda pública, y en la inminente campaña, este será un tema crucial. El propio presidente Juan Manuel Santos volvió a sacar esta semana la fórmula de que la financiación de las campañas proselitistas sea totalmente estatal, para evitar que intereses privados puedan comprar compromisos de los candidatos. La receta ya se ha planteado y tiene aspectos positivos, pero también implica altos costos para el erario y no asegura que otros intereses sigan financiando campañas bajo la mesa.
Que el debate electoral gire en torno a la corrupción es una oportunidad para discutir propuestas útiles y adoptar ideas que han funcionado en otras partes. Pero también tiene el riesgo de que se hagan acusaciones sin fundamento que desborden los canales institucionales de la justicia, abonen el terreno para propagar mentiras o versiones interesadas, y desplacen la controversia sobre asuntos programáticos. Pero tanto la realidad como la percepción indican que los colombianos sienten que la corrupción los está asfixiando, y los dirigentes tienen la responsabilidad de dar soluciones efectivas y creíbles.