SOSTENIBILIDAD

Colombia le dice adiós a sus selvas

El 70% de la deforestación en este país se concentra en la Amazonía y, desde la salida de las FARC, esta aumentó 44%. Un equipo periodístico viajó a algunas regiones y documentó cómo la minería ilegal y los incendios forestales para la venta de tierras está acelerando la destrucción de los bosques colombianos.

29 de septiembre de 2018
Los incendios forestales del Guaviare afectaron cerca de 20.000 hectáreas en los tres primeros meses de 2018. La gravedad de la situación llevó a la creación de un “centro de operaciones” para coordinar al Ejército, la Fiscalía y las autoridades ambientales. | Foto: Ministerio de Ambiente

#MaderaSucia es una investigación periodística transnacional coordinada por OjoPúblico y Mongabay Latam en alianza con El Espectador, Semana, Connectas, El Deber, Revista Vistazo e InfoAmazonía en cuya primera entrega han participado 11 periodistas de investigación de la región.

Por Sergio Silva y Helena Calle (El Espectador)

Cada tres meses Colombia recibe malas noticias sobre sus bosques. En boletines de dos o tres páginas el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) advierte lo que ya se ha vuelto un lugar común: el país está acabando con sus selvas.

Los puntos rojos con los que señala los principales focos de deforestación varían en estos documentos. A veces están ubicados en el suroeste o al norte, cerca a Venezuela. En ocasiones, se trasladan a las faldas de la cordillera andina o a algún municipio del Pacífico. Pero siempre están en la Amazonía. Es como si una epidemia se hubiese extendido arrasando miles de hectáreas de bosques y fuese imposible contenerla.

Solo el año 2016 desaparecieron 178.597 hectáreas. Es como derrumbar de un tajo poco más de la mitad de la ciudad de Lima o destruir en un año toda Bogotá.

El mal del Pacífico

Para llegar a Río Quito, en el centro del departamento de Chocó, una de las regiones colombianas más afectadas por la minería ilegal de oro, hay que tomar un bote en una playa sucia y deshecha de Quibdó, la capital. Los 20 dólares que pagamos luego de atravesar una calle de tierra húmeda y casas de madera nos garantizan un puesto en un bote con motor. En las tablas agrietadas que hacen las veces de sillas se acomodan 15 personas. A veces 20. Algunas alcanzan a refugiarse por completo bajo la lona; otras deben soportar el sol abrasador del Pacífico mientras la barca se aleja de Quibdó. Navegamos lentamente contra la corriente del Atrato, el río más caudaloso de Colombia.

El recorrido tarda cerca de una hora y es el mejor ejemplo que encuentra Freddy Palacios, un líder de la comunidad, para explicar por qué, desde el 2017, su municipio comenzó a aparecer con frecuencia en los boletines de deforestación del Ideam. Hace una década, dice, para hacer ese mismo viaje se necesitaban unas tres horas y no había más remedio que armarse de paciencia mientras la lancha iba dejando pasajeros en caseríos de calles empolvadas. Desde entonces, las cosas comenzaron a cambiar cuando el rumor de la existencia de oro llegó a oídos de mineros brasileros, peruanos y venezolanos. A medida que los precios del metal sobrepasaban los límites históricos en el mercado internacional, las retroexcavadoras fueron adentrándose en la selva de Río Quito.

Poco a poco, con la protección de grupos paramilitares, empezaron a morderla y remover las orillas de los ríos. No hay un cálculo preciso del impacto, pero el cauce hoy está deformado. Se han abierto múltiples caminos para navegar, en los que hasta el barquero más diestro se puede extraviar.

En su bote a motor Freddy nos lleva entre innumerables montículos de arena y extensos lodazales. No es fácil sortearlos. Nos perdemos más de una vez y encallamos en varias ocasiones. A él no le queda otra alternativa que bajarse y empujar el bote con el agua hasta la cintura.

De 28 años, lomo ancho y piel negra, poco le importa lo que le han advertido científicos a los más de ocho mil habitantes de Río Quito: el agua está llena de mercurio y es mejor evitarla. “¿Cómo vamos a hacerlo?”, pregunta riéndose. “Siempre hemos vivido del río”.

Aunque las ansias de oro llegaron hace varios siglos al territorio chocoano, las dragas que arribaron a principios del XXI aceleraron la destrucción de bosques a un ritmo vertiginoso. Mientras que en el 2001 las hectáreas arrasadas por la minería llegaban a 637 en Chocó, en el 2014 esa cifra había crecido de manera inquietante: 24.450 hectáreas. Dos años más tarde, la destrucción de 40 mil hectáreas (de los 8 millones de hectáreas de bosques húmedos que tienen) revelaba que el problema se estaba saliendo de las manos.

Si usted hubiera venido veinte o treinta años antes —nos dice un poblador de Río Quito que prefiere mantenerse en el anonimato—, hubiera encontrado un río con árboles frutales de lado a lado. Naranjas, plátanos, borojó, chontaduro. Había de todo. No éramos ricos, pero teníamos para comer. A veces echábamos un racimo de plátanos o de lo que fuera en la canoa y en cualquier caserío lo cambiábamos por otras frutas o por pescado. Pero eso hace rato se acabó”.

Antes de que se acabara, los hombres de Río Quito también solían adentrarse en la selva por una o dos semanas para extraer madera con hachas y machetes para luego venderla en Quibdó. “Era un modo de subsistencia, pero ahora las retroexcavadoras tumban los árboles con maquinaria para que los brasileros construyan las dragas. Con esos aparatos remueven toda el agua y la tierra en busca de oro”, dice Freddy mientras señala una draga corroída por el tiempo. Es una construcción de tablones y varas de hierro sobre el río Quito que tiene la altura de un edificio de tres pisos. Allí suelen trabajar día y noche unas quince o veinte personas. No descansan hasta que los tubos succionan toneladas de lodo que el mercurio luego les ayuda a convertir en gramos de oro.

El escenario de este municipio que, según el último censo, es el lugar con el porcentaje más alto de necesidades básicas insatisfechas (98%), se repite en varios puntos de Colombia. La lista es larga pero las desoladoras imágenes del sur de Bolívar, del norte del Cauca y del oriente antioqueño también muestran cómo la obsesión por el oro y la falta de regulación estatal (según el Gobierno, cerca de 80% de la extracción del mineral se hace manera ilegal) han acabado con miles de hectáreas de bosque.

En todos hay cráteres de lodo y trabajadores buscando pepitas doradas. La mayoría de los que se oponen han recibido algunas veces amenazas de grupos paramilitares que llegan en forma de folletos bajo las puertas de las casas o con llamadas o de mensajes de texto.

Los habitantes de Río Quito recibieron la última amenaza a mediados de febrero de 2018. Estaba firmada por un grupo de disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). “Los invitamos a hacer parte de este ejército proletario y campesino que nos permite defendernos del régimen criminal y sanguinario”, advertían en un folleto.

Aunque su presencia no ha sido tan notable como la de los grupos paramilitares o de las bandas crimilales, el oro también ha representado un mecanismo para incrementar los ingresos de estos grupos guerrilleros. Tener el control del territorio, además, siempre ha resultado un asunto clave para cualquier actor armado: la cercanía de aquella zona con el Océano Pacífico la han convertido en un corredor privilegiado para el tráfico de cocaína.

El punto de no retorno

Thomas Lovejoy es una de las personas con más autoridad para hablar sobre la Amazonia. Desde que 1965 empezó a estudiar como biólogo esa selva en Brasil, su voz y sus estudios, que mostraban cómo se estaba fragmentando ese ecosistema, toman ahora más fuerza. Hoy, después de haber sido asesor en temas de biodiversidad en el Smithsonian, la ONU y el Banco Mundial, es profesor de la Universidad George Manson, en Estados Unidos. “El padrino de la biodiversidad”, lo llaman algunos.

A finales de febrero de 2018 Lovejoy publicó un breve artículo en la revista Science Advances. En él lanzaba una alerta inquietante: la Amazonia está acercándose a un punto de no retorno. Sus cálculos indicaban que, en los últimos 50 años, toda esa región compartida por nueve países había perdido el 17% de la vegetación. En caso de que esa cifra llegara a 20%, advertía, ese bosque dejará de ser sostenible. Las primeras consecuencias, relacionadas con el ciclo hidrológico, las sentirán los habitantes del Cono Sur.

“La voluntad de preservar la Amazonia no se refleja en acciones políticas”, sentenciaba Lovejoy. El texto también lo firmaba Carlos Nobre, otro de los investigadores que más ha indagado sobre este ecosistema. Los dos científicos hacían referencia a que, si no se hacen mayores esfuerzos para frenar fenómenos como la tala indiscriminada, este ecosistema terminará convertido en una “extensa sabana”.

Desde que se firmó el acuerdo de paz con las FARC en noviembre de 2016, en Colombia cada vez hay más rastros de la pérdida de estos bosques. Paradójicamente, a la par que las tropas abandonaban las selvas para iniciar un proceso de reintegración a la vida civil, los rugidos de las motosierras y los incendios se multiplicaron en la Amazonía.

Las cifras del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) son contundentes: el 70% de la deforestación se concentra en la Amazonía y, desde la salida de las milicias, aumentó 44%. Los municipios donde más bosques se destruyen son también municipios donde la guerrilla se refugió por muchas décadas: San Vicente del Caguán y Cartagena del Chairá, en Caquetá; La Macarena, en Meta; Puerto Guzmán y Puerto Asís, en Putumayo, y San José del Guaviare, en Guaviare.

En dos de esos municipios que eran controlados por las FARC aterrizamos en junio de 2015, cuando el inicio del proceso de paz con las Farc estaba próximo a cumplir tres años. Luego de volar más de una hora en una frágil avioneta de cinco puestos, llegamos a “Uribe”. No muy lejos del área urbana estaba Casa Verde, un campamento histórico de la guerrilla en el que se habían iniciado varios intentos de paz en los años ochenta, pero que el Gobierno decidió bombardear tras los múltiples tropiezos.

En esa calurosa mañana de junio, Alirio nos contó los detalles de cómo se escuchaban desde su casa las balas y los bombazos. Se reía a carcajadas. Tenía entonces 60 años y, como la mayoría de habitantes, había llegado a esa región persiguiendo riquezas cuando aún era un adolescente. Le tocaron todas las bonanzas: pieles de tigrillo, que de alguna manera equivalían a tráfico de especies, madera, marihuana, coca y ganado.

Era un colono viviendo en el Parque Nacional Natural Tinigua. Pero con el tiempo había aprendido que no podía continuar siendo parte de una cadena que estaba destruyendo la selva. “Hoy tenemos reglas claras: ya no dejamos colonizar y está prohibido talar más de 10 hectáreas anuales”, nos dijo. Con frescura reconocía que las FARC habían ideado un mecanismo para proteger los recursos naturales. Desde que ese grupo guerrillero había entrado en la región había implantado un riguroso mecanismo para evitar la sobreexplotación del bosque. Todos los campesinos debían obedecerlos. Incumplirlos significaba multas y, en ocasiones, la expulsión del territorio.

Mientras volábamos de Uribe a La Macarena en otra avioneta que amenazaba con derrumbarse con cada corriente de aire, era posible ver una selva tupida en la que vivían campesinos como Alirio. Cualquier ausencia de bosque, por pequeña que fuera, era notable en medio de esa vastísima de vegetación. Eran más de 3 millones 800 mil hectáreas en las que se unían cuatro Parques Nacionales: Tinigua, Picachos, Sierra de La Macarena y Sumapaz. Un área tan grande en la que podría caber Suiza entera.

Los puntos blancos sobre el bosque que notamos ese día se han multiplicado en el último año. La salida de las FARC de aquellos territorios motivó a nuevos actores a apropiarse de la tierra de manera ilegal. Rodrigo Botero, director de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), lo confirma con unas cifras crudas: el llamado “Cinturón Verde”, una franja creada para intensificar la protección, perdió 90 mil hectáreas entre 2017 y 2018. A ese ritmo de pérdida de bosques, las 2 millones 500 mil hectáreas de preservación, no resistirán ni siquiera tres décadas.

¿Cuáles son los motivos que se ocultan tras esta realidad? ¿Quiénes son los culpables del desastre ambiental? ¿Por qué es tan difícil frenarlo?

Los registros satelitales de Botero muestran que en 2017 la ganadería deforestó más de un millón y medio de hectáreas de bosques. Un año antes, nuevos grupos ilegales habían arrasado con 3.235 hectáreas para reemplazarlas por plantaciones de hoja de coca. En ese mismo periodo los incendios aceleraron la destrucción de otras áreas: en los primeros tres meses de 2018 se reportaron 2.900. Declarar “calamidad pública” fue la única alternativa de los dirigentes locales para llamar la atención del Gobierno.

Aunque las vacas y la coca parecen estar haciendo un gran aporte para superar el límite que trazó Lovejoy y Carlos Nobre, hay otra causa inquietante. A medida que se retiraron los fusiles de las FARC, empezó un acaparamiento de tierras que nadie predecía. José Yunis Mebarak, director de Visión Amazonía, la iniciativa que creó Colombia para cumplir la promesa de reducir a cero la deforestación en la región en 2020, resumió lo que sucedía en un texto publicado en el periódico El Espectador en marzo del 2018:

“Estamos presenciando un arboricidio, un animalicidio. Se fue la ideología, entró el capital. Hay un frenesí por tierras baratas. Estamos destruyendo con tanta desfachatez, soltura y fiereza que ni siquiera aprovechamos la madera. Simplemente vamos quemando todo. Si eres pudiente, compras veredas completas y mandas deforestar 200 a 500 hectáreas de una sola aserrada. Si eres humilde, de 1 a 15 hectáreas (…) El Guaviare tiene el mismo tamaño de Costa Rica, 5,5 millones de hectáreas. A diferencia de ese país, no lo pueblan cinco millones sino apenas 120.000 personas. Sin embargo, ya quemó y convirtió 500.000 hectáreas de selva en pastizales donde pastan 250.000 reses y su ambición y plan es seguir tumbando, ojalá otras 400.000 o 1 millón de hectáreas, para poner principalmente vacas y uno que otro cultivo, quizás de caucho o cacao”.

El millonario negocio de incendiar los bosques

Deben haber sido un par de años difíciles para Luis Gilberto Murillo. Desde que asumió su cargo como exministro de Ambiente de Colombia en abril de 2016, una de sus principales tareas era cumplir el pacto que el país había firmado meses antes en la Cumbre de cambio climático de París. El país se había comprometido a lograr una tasa de deforestación cero en la Amazonia y, a cambio, Alemania, Reino Unido y Noruega le darían US$ 100 millones. La meta, dijo en febrero de 2018 el mismo Murillo, será imposible de cumplir. Como alternativa propuso extender el plazo hasta 2022 o 2025.

El anuncio lo hizo cuando buena parte de la región amazónica ardía en llamas. En Guaviare, el mismo departamento que le inquietaba a José Yunis, el fuego había devorado cerca de 20 mil hectáreas. En La Sierra de La Macarena acabó con otras 1.035. Para Murillo, a diferencia de lo que sucedía en su natal Chocó –donde la minería ilegal estaba destruyendo los bosques- en el sur del país había fuerzas aún más poderosas detrás de las quemas.

“Tumbar y quemar un bosque puede costar entre 333 y 1.000 dólares. Un campesino no puede pagar eso”, advertía. De acuerdo con el Instituto Amazónico de Estudios Científicos (SINCHI), en la segunda semana de febrero de 2018 ya había 2.035 incendios extendiéndose en la región.

Las hipótesis para explicar por qué están incendiando los bosques del sur colombiano son múltiples. Una de las personas que más ha tratado de entender esos motivos es Dolores Armenteras. Catalana, bióloga y geógrafa, desde hace unos 15 años ha centrado su trabajo en comprender las razones detrás de las quemas.

En 2013, después de cruzar muchos datos y analizar imágenes satelitales, publicó un estudio que dio luces sobre lo que había sucedido en aquella región a lo largo de una década. Junto con Liliana Dávalos, bióloga de la Stony Brook University; Jennifer Holmes, economista de la Universidad de Texas; y Nelly Rodríguez, ingeniera forestal, concluyeron que los múltiples incendios habían sido motivados por la adquisición de tierras. Tras comprobar que el número de reses no había aumentado entre 2000 y 2009 y que el valor de la carne había permanecido constante, la hipótesis de que el ganado era el principal culpable de la destrucción de la Amazonia se derrumbó.

Su investigación más reciente arrojó otra conclusión inquietante. Luego de comparar datos satelitales de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Brasil, recopilados a lo largo de 12 años, Armenteras observó que hay otro factor que incide en la propagación del fuego en la Amazonia: la construcción de vías de comunicación. Carreteras, esencialmente.

Un hecho resume el papel de las autoridades en la fiscalización de los bosques: luego de la publicación de un informe periodístico sobre ese escenario desolador el 2016, recibimos una llamada de la Unidad de Delitos Ambientales de la Fiscalía. Una funcionaria explicó al autor del reportaje que no tenían ni idea sobre lo que estaba pasando con las carreteras ilegales y querían empezar a reunir pistas. El periodista iba a ser una de sus fuentes.

Si la destrucción no se detiene, los datos de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible sostienen que la pérdida de bosque natural el 2020 crecerá 200%. La epidemia de la deforestación seguirá su rumbo sin que nadie la pueda contener.