TUMACO

Cómo es ser joven en Tumaco y sobrevivir a la guerra

Un grupo armado asesinó a la madre de Mery Caicedo en Tumaco, mientras que a ella, a su padre y sus tres hermanos los obligaron a huir del municipio. Hoy, con 28 años, la nariñense trabaja para sanar a otras víctimas y alejar a los jóvenes de su región de las armas, la guerra y las drogas.

11 de octubre de 2017
| Foto: One Young World Team

Hay días en los que pareciera que ni el cielo quiere llorar a sus muertos y menos cuando estos son el producto de una violencia reciclada. Hay días en los que esa  tierra de Nariño da la impresión de que se guarda en silencio el dolor de un pueblo que implora que llueva paz. Días como los que ha vivido Tumaco, días como los de Mery Caicedo.

Tenía 20 años cuando le dijeron, “Mery, mataron a tu mamá”. Al otro lado del teléfono estaba su tío dándole la peor noticia que había recibido. Sus 20 primaveras para ella, en ese momento, habían sido solo inviernos. ¿Cómo seguir?

Esa tarde del 5 de enero del 2009, Mery había quedado de encontrarse con su madre, Rita Cecilia Montaño, para asistir a la procesión que todos los años realizan en Tumaco en honor a Jesús de Nazareno, pero hombres, que aún la justicia no ha podido identificar, decidieron que la cita celestial de las dos debía posponerse. Desde entonces a Caicedo solo la mueve la fe.

Ocho años después, Mery ha tenido que narrar en primera persona la historia de cómo la guerra casi termina con todo lo que un día planeó en un lugar en el que los jóvenes tienen prohibido volar, crecer, ayudar.

El grupo armado que asesinó a su madre la desplazó a ella, a su padre y sus tres hermanos. “Se tienen que ir de aquí o los matamos a todos”, le dijeron a su familia. Y así lo hicieron. Dejó atrás una finca en la vereda Inguapí del Guayabo y dos casas en el casco urbano de Tumaco. Llegó a Bogotá sin nada, huyó como si hubiera cometido un crimen y su condena fuera ser errante en un ciudad de todos y de nadie.

Las calles bogotanas y la intemperie fueron su casa hasta que un auxilio divino llegó a su vida y le permitieron a ella y a su familia hospedarse en las oficinas del Sindicato de Anthoc. Luego, varias organizaciones le brindaron ayuda humanitaria, le subsidiaron tres meses de arriendo y le otorgaron utensilios básicos.

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Sin embargo, huir era el primero de muchos pasos. Su éxodo era como caminar descalza -junto a su familia- mientras soportaba heridas en los pies. Nadie le dijo que la travesía hasta ese momento comenzaba. No había un Moisés en esta historia.

“Seguimos esperando la reparación administrativa porque cuando llegamos a Bogotá hicimos la denuncia, pero hasta ahora ni sabemos qué grupo asesinó a mi mamá”, dice Mery, quien hoy hace parte de la red de víctimas del conflicto armado.

Después de estar en la capital, Mery y sus dos hermanos mayores, Jorge y Víctor, decidieron regresar a Pasto donde ellos estaban terminando sus estudios en la Universidad de Nariño. Estudiaban Administración de Empresas e Ingeniería Agroforestal mientras que Mery comenzaba su vida académica en Ingeniería Agroindustrial.

El retorno no fue sencillo. Esta vez dejaba atrás la otra mitad de su vida: a su padre y su hermano Miguel Ángel de 12 años. Mientras Mery y sus hermanos estudiaban, trabajaban en restaurantes de comida del mar. Ella empezó lavando los platos y luego ascendió hasta ser mesera. “Con eso me ayudaba porque aunque estudiábamos en una universidad pública, mantenernos era costoso y a mi papá no le alcanzaba”, explica.

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Nariño había quedado atrás, pero el lugar al que había jurado no volver durante un buen tiempo, la volvió a llamar: su abuelo murió el primero de mayo del 2009 después de enterarse del fallecimiento de su madre. “Cuando mi mamá murió nosotros no le dijimos a él, pero se dio cuenta y eso lo afectó muchísimo”, dice Mery.

Tumaco era su Egipto, pero la tierra prometida no existía para ella. Su ciudad ha vivido al mismo tiempo todas las modalidades del conflicto armado y allí nada ha sido producto del azar. Mery, como muchos jóvenes en su región, ha tenido que decidir entre un falso dilema: vivir o matar.

“Ser joven en Tumaco es complicado porque si uno no tiene un criterio sólido, puede terminar en las drogas o hacer parte de los grupos ilegales o terminar trabajando como raspachines de coca”, cuenta Mery.

Según ella, los jóvenes tumaqueños no tienen muchas oportunidades y a veces se dejan deslumbrar por el dinero fácil. “A los negros nos gusta estar bien, comer bien, vivir bien. La falta de oportunidades legales y buenas hacen que los jóvenes se inclinen por lo malo, pero  así como muchos se dejan convencer, hay jóvenes como yo o como mis hermanos que gracias al proceso de formación de nuestros padres, luchamos por mejorar nuestras condiciones por el buen camino”.  

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Renacer

Regresar a la universidad fue todo un reto para Mery, por el asesinato de su madre tuvo que asistir a terapia psicológica. “Yo inscribía la matrícula completa y en el transcurso del semestre tenía que cancelar la mitad de las materias, no podía con todo. Lloraba todos los días, me escondía de mis hermanos, me quería morir. Todo fue muy abrupto para mí, no lo tomé de la mejor manera”, dice mientras recuerda aquellos días en los que su fe no la movía ni a ella de la cama.  

Pero la vida le insistía y la invitaba a seguir adelante. “Yo decidí que eso no era lo que yo quería. Y después de un año todo empezó a mejorar”. Sus hermanos se graduaron y encontraron trabajos con los que ayudan a cambiar positivamente las condiciones de vida de su comunidad.  

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Pero mientras ellos construían una nueva vida en Pasto, su papá luchaba contra las amenazas del lugar en el que residía con su hijo menor. Mery los visitaba en sus vacaciones de la universidad pero siempre estaba preocupada porque “mi hermano estaba empezando una etapa difícil, la adolescencia, y a su alrededor habían personas que siempre lo invitaban a cosas malas”.

Por eso, cuando él se graduó del colegio distrital Nelson Mandela, ella tomó una de las decisiones más importantes de su vida: llevárselo a vivir con ella y sus hermanos a Tumaco.

Su padre se quedó en Bogotá y no fue hasta el 2016 cuando volvió a visitar la perla del Pacífico, como le dicen a Tumaco los oriundos del lugar. Él era el más amenazado y aunque muchas veces quiso pisar de nuevo la tierra que lo vio nacer, la orden del grupo ilegal era muy clara. “Tal vez si no no hubiéramos ido a vivir a la finca no hubieran matado a nuestra mamá”, dice Mery.

Ella y sus hermanos regresaron hace poco a vivir allá porque “la violencia había disminuido en el lugar”, pero la masacre de hace cinco días los tiene de rodillas suplicando que la situación no empeore: “no sé qué vaya a pasar ahora”, dice.

Alzar el vuelo

Por un pedazo de tierra le quitaron la vida a su madre, por una tierra mejor hoy Mery Caicedo da la suya.  

La tumaqueña empezó a trabajar con Asoetnic, una organización compuesta por víctimas del conflicto armado del Pacífico colombiano, con la que pretenden reconstruir el tejido social de sus comunidades y cambiar la historia de aquellos que han vivido el horror de la guerra.

Caicedo se graduó como ingeniera agroindustrial el El 24 de junio de 2017 después de alejarse de la universidad para poder trabajar. Y aunque nunca ha vuelto a la finca en la que vivía con su familia, tiene proyectos de regresar. Su idea es mejorar y darle valor agregado a los productos del campo y continuar el legado de sus padres.

Hoy tiene una reflexión para todos los jóvenes: “Mi mensaje es que siempre hay oportunidades y caminos buenos para nosotros. Las oportunidades están, solo que que las cosas que valen la pena cuestan y cuestan mucho”.

Desde la asociación ayuda a otras víctimas a alcanzar la sanación mediante prácticas ancestrales como el canto, cuentos y danzas, y brinda apoyo psicosocial a quienes, como ella, han padecido la guerra.

Mery hizo parte de la delegación de jóvenes que representaron al país en la cumbre One Young World 2017, gracias a Anyela Guanga la representante legal de la asociación de la que hace parte. Allí contó su historia a más de mil jóvenes embajadores que viajaron hasta Bogotá al encuentro más importante de líderes y emprendedores en el mundo.

Durante su discurso, rompió el protocolo e invitó al país a no olvidar a Tumaco y recordó a los campesinos que fueron masacrados en en el Alto Mira. “Esa fue una oportunidad para mostrar que al proceso de paz todavía le falta hacerse realidad en mi región y para visibilizar que Tumaco existe”, explicó.

La joven de 28 años también es profesora de química en el Colegio La Inmaculada Olaya Herrera Bocas de Satinga donde comparte con sus estudiantes su historia. “Yo les digo que aunque la vida es complicada, hacer las cosas por el camino legal, vale la pena. No vivimos de la mejor manera pero no tenemos miedo de que nos vayan a matar por estar haciendo cosas ilegales”.

Mery encontró el Edén y desde allí alienta a otros a caminar con propósitos. Su hermano menor Miguel Ángel Caicedo, es técnico de producción y cultivo de cacao y empezó a estudiar sociología en la misma universidad que ellos.

Caicedo aprendió que con la búsqueda de los proyectos colectivos, un futuro mejor sí es posible y que “todo depende de la berraquera con la que nosotros enfrentemos la vida”.

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La finca por la que asesinaron a su mamá quedó en manos de los que la atacaron, pero después de un enfrentamiento que el grupo ilegal sostuvo con el Ejército quedó libre y hoy una tía siembra cacao y plátano en ella.

Su sueño es que en unos años los cultivos ilícitos hayan desaparecido por completo porque para ella ese es el karma más horrible de su municipio. “Yo visualizo que en cinco años no haya ninguna parcela sembrada con coca y que hayan oportunidades para nuestros jóvenes”, dice.

A Caicedo y a su familia la desplazaron, pero lo único que el conflicto no ha podido desplazar son sus sueños, el de vivir en un Tumaco de cielo despejado, en un Tumaco sin coca, sin armas, sin conflicto armado. Hay días en los que el cielo le sonríe a Mery.