DRAMA
Así vive John Neira, el venezolano que conmovió a Colombia
Desde hace dos semanas cambió la vida de este pescador. Millones de personas vieron el video del momento en que le decomisaron su mercancía, y ahora quieren ayudarle. SEMANA estuvo en su casa, conoció a su familia, y esta es su historia.
Cuando se acercó al cruce fronterizo sobre el puente internacional Simón Bolívar, su semblante era otro. Distinto al de hacía 15 días, el sábado en que un oficial de la Dian le decomisó 6 kilos de pescado que llevaba en la maleta y los echó en una caneca con cal. Esa mañana, John Neira, el venezolano que conmovió a Colombia, había salido de su casa a las cuatro de la mañana. Tomó dos buses para llegar a San Antonio del Táchira –la ciudad venezolana que colinda con Norte de Santander– y luego de cinco horas y media estaba allí, reclamándole al oficial colombiano por qué tiraba a la basura la comida que en su país hacía falta.
Lloraba desconsolado. Trataba de secarse las lágrimas y de explicarles a las autoridades –que por protocolo no pueden hacer otra cosa que confiscarlo y destruirlo– que el pescado era su única forma de traer comida de vuelta a su casa. Lo iba a vender y con ese dinero compraría los víveres que ya no se consiguen en Venezuela: harina, azúcar, aceite, arroz y pasta, por nombrar algunos. Decía que la Guardia venezolana le había quitado 120.000 bolívares a cambio de no decomisarle el pescado, el equivalente a casi tres días de trabajo suyos.
El primer abuso de la fuerza pública venezolana ocurrió en el terminal de buses de San Cristóbal a 57 kilómetros de la frontera con Colombia: le pidieron 100.000 bolívares y le dijeron que se los diera a un muchacho que estaba en una esquina con un maletín. Unas horas más tarde, a un kilómetro de cruzar la línea que separa ambos países en el puesto de control de San Antonio del Táchira, le dijeron que dejara al lado de un árbol los 20.000 bolívares que le quedaban y que siguiera su camino, que del otro lado no iban a molestar. El desenlace terminó siendo muy distinto y se hizo viral en un video publicado por Semana.com.
Crónica de una tragedia
John nació hace 26 años en el área rural de San Rafael del Piñal, un municipio del estado Táchira, a unas 12 horas de Caracas en carro. Tiene diez hermanos, cinco mujeres y cinco hombres. Su papá, como muchos de los habitantes de esa región, es colombiano. Se llama Juan Neira y nació en San Gil, Santander. Llegó a Venezuela hace más de 30 años, cuando en el vecino país se vivía mejor que en Colombia, y desde entonces trabaja en fincas. Ahora, cada vez que habla con sus hermanos, le da el arrepentimiento.
Cristina, la mamá de John, fue cocinera de casas de familia en El Piñal hasta hace seis meses porque el dolor de la culebrilla que tiene no la dejó más. A diario monta tres horas en bicicleta para ir y volver del curandero que la está ‘secreteando’ gratis: le receta baños con hierbas y botellas de guarapo para atacar el avanzado herpes zóster que tiene en el abdomen, pues, como ella dice, “en Venezuela los medicamentos se acabaron”.
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Juan y Cristina viven en la misma casa con John y su familia. Es de concreto y tiene tres cuartos. El último, saliendo al patio, es el ‘apartamento’ de John, su esposa Diana y Judith, su hija de 2 años. “No tenemos muchos corotos: dos camitas, la cuna de Judith (que nos la regalaron) y un televisor que ya no funciona porque la niña le dañó el control y el decodificador”, dice. Sus otros bienes consisten en una estufa pequeña que en 2015 le costó lo que hoy valen cinco huevos; una moto dañada que le regaló su hermano y que decidió no reparar porque el arreglo cuesta más que la moto; y la preciada atarraya con que consiguió los 6 kilos de pescado que lo hicieron famoso.
En el patio, detrás del inodoro, una alberca artesanal sirve de ducha, lavadero y lavaplatos al tiempo. Se abastece del agua que sale de una manguera todo el día, sin parar.
–¿Por qué no cierran la llave?
–Porque el agua es gratis. Es de las pocas cosas que acá no cuestan –dice John.
Tendencias
“La gente se queda admirada de cómo pesco sin saber nadar”, cuenta. Ni él, ni Diana, mucho menos Judith saben hacerlo. De hecho, la semana antepasada se aventuraron a pescar juntos y en el primer lanzamiento la atarraya se le soltó de las manos a John, cayó al agua y se hundió. Por fortuna, unos pescadores que venían en canoa lo ayudaron y luego de cuatro inmersiones lograron sacarla a punta de motor. Esa tarde solo sacaron cuatro pescados.
El río Doradas, a menos de un kilómetro de su casa, les provee a John y a su familia el alimento básico de su dieta. Sobre todo, caen en la red bocachicos, mijes, bagres, chorrocos y caribes. Gracias a que había subienda logró sacar, en 8 días de trabajo, los 6 kilos que le decomisaron en Colombia. Pero el fin de semana pasado solo pudo agarrar un mije que, por fin, pudo comerse frito: “Hacía meses que no teníamos aceite (cuesta 180.000 bolívares) entonces tocaba sudarlo, pero con el mercado que hice en Cúcuta con las donaciones de la gente que vio el video tenemos aceite para un mes”.
John no baila ni bebe. Trabaja de lunes a viernes en fincas cercanas fumigando cultivos, y gana, por mucho, 50.000 bolívares al día (1.250 pesos). Dice que a Diana tampoco le gusta el licor y que “baila, si acaso, con los ojos”. Antes, la entretención del fin de semana de ambos era ver Sábados felices, el programa humorístico colombiano de Caracol Televisión. El Cuentahuesos y el Sargento Micolta son sus personajes favoritos. Sin embargo, desde agosto del año pasado no pueden verlos, pues Nicolás Maduro sacó ese canal del aire luego de haber quitado la señal de CNN en Español y de RCN por las fuertes críticas que sus noticieros le hacen a su gobierno.
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Hace unos cinco años, el gran anhelo de John era comprar 10 hectáreas de tierra y tener 10 vacas de ordeño, pero con la crisis esa esperanza quedó en el olvido. En esa época la hectárea costaba 300.000 bolívares, casi lo que hoy vale un kilo de arroz; ahora, el mismo pedazo de tierra cuesta 250.000 millones de bolívares, un monto que “ni trabajando toda la vida ahorraría”, dice. También soñaba con tener un caballo blanco. Cuenta que, hace un tiempo, en una de las fincas aledañas vivía un colombiano que tenía caballos de paso fino, y cada vez que él y sus hermanos podían, le rogaban que los dejara montar. Así aprendieron. En 2014, cuando la situación en Venezuela comenzó a empeorar, el colombiano y sus caballos emigraron.
El fin de semana pasado viajó a la frontera con Colombia –a donde había prometido no volver después del tortuoso episodio de los pescados– solo por una razón: cientos de personas, colombianas en su mayoría, habían visto el video publicado por Semana.com y querían enviarle dinero. Incluso, varias le ofrecieron su casa a él, a Diana y a Judith, y otras se comprometieron a emplearlo haciendo todo el papeleo correspondiente. “Al principio no creí que fueran tantas, pero después los periodistas me mostraron los correos y quedé impresionado. Hablé con varias de ellas y me preguntaban cómo estaba mi familia, si mi hija estaba comiendo bien. Qué bonito”, dice.
Ese sábado, ya en Colombia, retiró algunas de las ayudas que la gente le envió y mercó en La Parada, el barrio del municipio de Villa del Rosario (Norte de Santander) que limita con San Antonio del Táchira. Compró harina, arroz, aceite, salchichón, pasta, champú, papel higiénico, un antiácido para su gastritis aguda, una libra de café para su mamá, un paquete de 90 pañales para el bebé que espera su hermano (que en Colombia le costó 36.000 pesos y que en Venezuela cuesta 2.500.000 bolívares, 50 veces lo que él se gana al día), una bolsa de colombinas para Judith y una chocolatina para Diana porque hacía dos años no le daba una. Cambió una parte del dinero a bolívares y emprendió el viaje de regreso a casa.
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Cuando llegó, ya comenzando la noche, Judith, Diana, su mamá, su papá y su sobrino Jason –que desde hace cuatro meses vive con ellos– lo esperaban curiosos. Les mostró el mercado, les contó cómo había sido el reencuentro con los periodistas, las llamadas con los donantes, el retiro de las donaciones y, como no pasaba hacía tiempo, cenaron espaguetis a la boloñesa.
De repente, surgió esta conversación:
–¿Cuánto más aguantaremos?
–Si hace siete meses un kilo de arroz valía 20.000 bolívares y hoy 200.000, yo creo que poco.
–¿Y las elecciones? ¿Van a votar?
–Hemos votado siempre por la oposición y hay fraude. Ya no vale la pena.
–¿Entonces?
–Colombia es nuestra única esperanza.
*Semana está evaluando cuál es la mejor forma de hacerle llegar las ayudas a John Neira en vista de lo difícil que es acceder a efectivo en Venezuela. Si quiere ayudar, escriba a ayudajohnneira@gmail.com