La crisis del coronavirus ha comprobado la importancia de esta población para la economía, y las dificultades para que el Gobierno los ayude en forma permanente si ellos no trabajan. | Foto: foto: esteban vega la-rotta-semana

CRÓNICA

En el corazón del drama en Bogotá

SEMANA recorrió San Victorino, el epicentro del comercio popular en la capital del país. Sus calles están repletas de vendedores que le temen más al hambre que al coronavirus.

30 de mayo de 2020

Alas diez de la mañana, San Victorino, el corazón del comercio popular de la capital del país, está atiborrado de gente. Se ven más comerciantes y vendedores ambulantes que clientes. Todos usan tapabocas, pero con un vistazo cualquier persona pensaría que este lugar se puede convertir en un foco de contagio.

"¿Por qué no cumplen los horarios de la Alcaldía?"

Uno de los comerciantes del local Todo a 10.000, que prefiere no dar su nombre, responde con ironía: “La alcaldesa dio permiso de abrir el comercio de doce del día a doce de la noche. La invito a ella y a usted a que se den una vuelta por acá a las siete de la noche a ver si no les da miedo. Estamos desde las nueve de la mañana porque a las dos de la tarde ya nadie vende nada. Nos quedamos hasta las cinco a ver si hacemos lo del día, pero más tarde asustan”.

En una esquina entre las carreras 13 y 14, algunos jóvenes inflan bombas con la boca. “Siga, mona. ¿Qué busca? ¿Tapabocas? ¿Alcohol o gel? ¿Guantes? ¿Tenis? ¿Ropa interior? ¿Ropa para bebé? ¿Comida? ¿Cosas para la cocina? ¿Sábanas? ¿Libros? ¿Decoración para fiestas y piñatas?”, dice David a toda velocidad, como si estuviera en un concurso de rap.

“Me da más miedo el hambre”, afirma José Miguel León, un hombre de 68 años que hace 20 lustra botas.

Este joven, de 19 años, cuenta que gana comisiones por ayudar a los locales en sus ventas y que él vende lo que sea. Antes se hacía unos 35.000 pesos diarios, con lo que le alcanzaba para ayudar a su mamá, una ama de casa. Hoy, él y muchos de sus colegas logran 10.000 pesos, si acaso.

Como se esperaba, la reapertura del comercio no iba a ser sencilla, y ahora que la cuarentena nacional va hasta el primero de julio los clientes escasean, pero los comerciantes no. Algunos reconocen que han salido mucho antes.

Varios de los negociantes de San Victorino vienen de localidades alejadas del centro como Usme, San Cristóbal Sur y Ciudad Bolívar. Muchos aseguran que usan TransMilenio para llegar al trabajo, aunque una de las condiciones del Distrito era que no utilizaran ese sistema de transporte para no superar el 35 por ciento de su capacidad y evitar el contagio de la covid-19. Pero es el medio más rápido para llegar. Y aun así los trayectos les toman entre una y dos horas. Algunos confiesan que se cuelan porque no tienen para el pasaje. “Si me estoy haciendo 10.000 al día y me gasto esa plata en los pasajes, no me queda ni para el arroz con huevo”, dijo otro de ellos. “Si no nos venimos en TransMilenio, ¿en qué más?”, se pregunta.

"¿No les da miedo contagiarse?"

“Me da más miedo el hambre”, afirma José Miguel León, un hombre de 68 años que hace 20 lustra botas. En ese momento llega un joven y le ofrece un billete de lotería. “Me estoy haciendo cinco lustradas al día, ¿cómo le voy a pagar?”, le dice don José Miguel. El joven de todas maneras le entrega el papel en la mano y afirma: “Le voy a dar este, un número que tiene la ‘reluz’. Me lo paga en la tarde”. Luego sale casi saltando a ofrecerle lotería a un vendedor de dulces y de minutos de celular. José Miguel aprieta el billete de la suerte formando un puño con la mano agrietada por los años. Se la lleva al pecho y mira con sus ojos azules, casi blancos, hacia arriba. “Ay, Dios mío bendito. Si me hicieras el milagro”.

“Mucho gusto. Soy José López”, interrumpe un hombre de unos 40 años. “Soy el representante de los lustrabotas del lugar”. Tiene rabia y ganas de contar lo que sufren. “Llevamos 66 días de la cuarentena y a algunos les llegó un mercado que no alcanza para todos ni mucho menos para meses de cuarentena. Para lo único que sirve el mercado es para tomarse una foto y decir que nos ayudaron… Gracias a mi trabajo como lustrabotas nunca me había tocado limosnear. Hoy me está tocando. A veces me voy a las plazas de mercado y voy pasando de puesto en puesto pidiendo regalada una papa, un tomate, una cebolla. ¡Es lo más indignante que me ha tocado hacer en mi vida!”, dice. “Y dígame usted, ¿cómo le voy a pasar los 450.000 pesos a mis hijos de la cuota de alimentación si antes me hacía 900.000 pesos al mes y hoy me estoy haciendo 200.000?”.

Los lustradores de botas aseguran que desde que empezó la cuarentena han pasado los días más difíciles de sus vidas. “Incluso hemos tenido que pedir comida regalada”, afirman.

En Bogotá, el 40 por ciento de los comerciantes son informales. En este grupo están registrados 51.781 vendedores ambulantes, sin contar los que no están en las listas de la Alcaldía.

Jesús Pérez, de 50 años, sostiene un termo de tinto. Junto a sus pies reposa una canasta con empanadas. Asegura que llega a San Victorino antes de las siete porque en la tarde no vende nada. Antes ganaba 50.000 pesos al día. Hoy vende 25.000 sin contar la inversión. Le preocupa llevar el sustento a la casa y que sus hijos de 10 y 4 años puedan estudiar. “Los niños no han podido volver a clases. En teoría no nos podían sacar de la casa, pero por no pagar el arriendo nos desalojaron en plena cuarentena. Un amigo me dejó quedar por un mes, pero no tenemos internet”, se lamenta.

En la plaza de la Mariposa, donde también hay una protesta de personas en condición de discapacidad, se congregan unas cinco carretillas llenas de ropa interior. Unos tienen maniquíes con lencería. Otros, con bóxers, y algunos, con ropa interior para hacer deporte. De pronto suenan dos motos que traen cuatro policías. Oyen un pito y varios gritan “ahí vienen, ahí vienen”. Todos corren y los que tienen los locales con las puertas de metal medio abiertas las bajan de un golpe. Los de las carretillas con la ropa interior se ven más encartados para escapar de una multa por incumplir los protocolos. Los policías disminuyen la velocidad, pero los siguen.

“La policía molesta mucho. Todos los días pasan a cada rato. Y todo el tiempo corremos. Nos escondemos. Pero después volvemos. Hay que conseguir algo para comer”, dice Johny Méndez, de 28 años, que vende ropa de bebé. Agrega que algunos uniformados no les hacen mayor cosa, pero otros “se pasan”.

“¿Se acuerda del viejito canoso que lo cogieron aquí reduro la semana pasada? A veces la policía nos trata así”, dice Johny, en referencia a Néstor, el vendedor de dulces golpeado brutalmente por un patrullero. Las imágenes virales causaron indignación en el país. Tanto Claudia López como el presidente Iván Duque rechazaron el acto.

Pero ese no es el único exceso de algunos policías. William, un joven que vende tapabocas y máscaras de plástico con varios diseños, cuenta que los agentes suelen “extorsionar” a los dueños de los establecimientos y a los vendedores informales. “A mi jefe le tocó pagar el otro día 200 lucas para que no le pusiera una multa por tener abierto el local”, dice él. Confiesa que no ha guardado un solo día de cuarentena. Se dedicó a vender tapabocas y alcohol. Se ve feliz y entusiasta, pese a que han sido días difíciles.

"¿Les ha ido bien vendiendo tapabocas?"

“No he vendido nada en todo el día. Pero es que he tenido días peores”, asegura William. Pone los tapabocas envueltos en plástico entre sus piernas y se sube la manga del brazo derecho. Tiene varias cicatrices de cortaduras. “Yo antes quería morirme. ¿Se acuerda del Cartucho? (Una de las ollas de microtráfico más grandes del país en los años noventa). Yo estuve allá. ¿Y sabe qué pasó? Conocí a Jesús y todos los días le doy gracias por un nuevo día”. Es el único contento. Los demás, los libreros, los zapateros, los joyeros y muchos otros son pura preocupación. No se animan a dar mayores declaraciones, pero la expresión de sus caras es suficiente.

Con la crisis del coronavirus se ha comprobado lo importante que es esta población para la economía y lo difícil que sería para el gobierno ayudarlos de forma permanente si ellos no trabajaran.

Como los vendedores de San Victorino, hay miles en la ciudad. En Bogotá el 40 por ciento de los comerciantes son informales. En este grupo están registrados 51.781 vendedores ambulantes, sin contar los que no se encuentran en las listas de la Alcaldía. La crisis comprobó su importancia para la economía y las dificultades para que el Gobierno y el Distrito los ayuden.

El Instituto para la Economía Social y la Secretaría de Gobierno les entregaron esta semana 100.000 tapabocas. Están haciendo campañas de pedagogía e instalarán lavamanos móviles para que se cuiden lo más posible. En la Alcaldía reconocen que son tantos que no es sencillo controlar las ventas informales en toda la ciudad. Y a ellos, los que viven del diario, les cuesta trabajo cumplir los protocolos de bioseguridad de los que tanto han oído hablar. No por negligencia. Ellos luchan contra algo que parece más potente y doloroso que la covid-19: el infalible virus del hambre y la pobreza, al que no le han encontrado la cura definitiva por generaciones.