DEBATE

El decreto de la discordia

El gobierno debe mostrar cuanto antes si enfrentará el complejo flagelo de la droga que acecha los entornos escolares con una verdadera política integral. La primera medida de choque es un disparo con más ruido que puntería.

8 de septiembre de 2018
El proyecto que propuso el fiscal Néstor Humberto Martínez atiende el clamor de casi todos los alcaldes. La idea es definir qué cantidad precisa de droga puede ser reconocida como dosis de aprovisionamiento.

Reprimir y permitir al mismo tiempo. Ese es, nada más ni nada menos, el dilema que tiene por delante el gobierno de cara a la problemática creciente de las drogas en torno a escuelas, colegios y universidades. Un fenómeno que angustia a las familias colombianas y con el cual Iván Duque, como candidato, cautivó importante atención al preocuparse, como cualquier padre de familia, ante la posibilidad real de que su hijo conozca las drogas.

Tienen razón para preocuparse. En 2017 el ICBF atendió 6.735 niños con problemas por consumo de sustancias psicoactivas; 49 eran menores de 5 años, 118 estaban entre 6 y 11 años, y 5.041 entre 12 y 17. La misma entidad señala que 93 por ciento de los muchachos que ingresan al Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes han consumido drogas.

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Por otra parte, varios estudios indican que también los menores que disfrutan de un hogar estable están hoy expuestos a extraviarse en las drogas de camino a la escuela. Por ejemplo, en 2015 el Ministerio de Justicia y la Fundación Ideas para la Paz realizaron un análisis que sobrepuso el mapa de los principales puntos de incautación de drogas en Bogotá con la ubicación de centros educativos. La coincidencia fue evidente. Y la explicación es que los llamados jíbaros dedicados al narcomenudeo merodean escuelas y colegios para atraer al consumo a los jóvenes que serán sus nuevos clientes. La mayoría de los alcaldes del país vienen diciendo, con insistencia, que lo mismo ocurre en sus municipios.

También inquieta la reconfiguración del abanico de drogas que los jóvenes están consumiendo. En 2011 el Estudio Nacional de Consumo de Sustancias Psicoactivas en Población Escolar reflejó que la marihuana encabezaba la preferencia, seguida por la cocaína, los pegantes y solventes inhalables y, finalmente, por el éxtasis. El mismo estudio, actualizado en 2016, cambió, pues después de la yerba aparecen “los inhalables, la cocaína y los tranquilizantes sin prescripción médica”. La evidencia en conjunto indica, por un lado, que en el país aumenta paulatinamente la cantidad de los menores de 18 años que consumen drogas y, por otra parte, que tienden a consumir –sin destronar a la marihuana– sustancias de fácil acceso como pegantes y pastillas que pueden comprar en ferreterías o droguerías, sin mayor dificultad.

¿Es realmente posible articular el respeto por el consumidor libre, la atención al drogadicto y el garrote efectivo contra los expendedores?

Esta semana la Fiscalía demostró el fenómeno. Un operativo a escala nacional golpeó las redes de microtráfico en torno a 25 colegios, 4 universidades y un instituto de educación en 15 departamentos de Colombia. Agentes del CTI infiltrados y matriculados como cualquier estudiante se movieron por los pasillos escolares, calles aledañas, asistieron a fiestas electrónicas e ingresaron a los grupos de Facebook y WhatsApp. Así lograron documentar con cámaras ocultas cómo los expendedores ofrecían yerba, éxtasis, LSD, popper y cocaína, entre otras sustancias. En total capturaron 162 personas entre jíbaros y estudiantes.

Al siguiente día de ese golpe la ministra de Justicia, Gloria María Borrero, sometió a la opinión el borrador de un decreto que presentó como el primer paso del gobierno en su propuesta de lucha urbana contra las drogas. Pero tan pronto apareció el proyecto llovieron las críticas, en su mayoría fundadas.

El gobierno pretende que la Policía incaute y destruya las dosis de droga que llevan los ciudadanos cuando estén en cualquier espacio público. Pero en Colombia, desde 1994, está despenalizada la dosis personal de acuerdo con la famosa sentencia de la Corte Constitucional, con ponencia del recordado magistrado Carlos Gaviria. Esa sentencia legalizó el porte y consumo de la dosis mínima de estupefacientes con el argumento de que el Estado no puede sancionar las decisiones personales, aunque sean nocivas para la persona, mientras no transgredan los derechos de terceros. El fallo además consideró al tema de la drogadicción un problema de salud, y cuestionó que la sanción penal al consumidor sirva efectivamente para enfrentar el narcotráfico.

Es necesario que el gobierno plantee cuanto antes su receta de política integral para enfrentar el desafío de la droga en torno a los salones de clase.

Desde entonces nadie va a la cárcel ni puede recibir una multa por tener una cantidad de droga admitida como dosis personal (20 gramos para la marihuana, 5 para el hachís y 1 para cocaína). Por eso, muchos sostienen que el anunciado decreto sería inconstitucional. El gobierno replica que no está penalizando el porte y consumo de la dosis mínima y que en realidad plantea una “sanción administrativa” para librar a los espacios públicos de la droga.

La ministra Borrero salió a explicar que el infractor podrá demostrarle a la Policía que consume porque es adicto (enfermo), mediante concepto médico o con el testimonio de los padres, y que en esos casos la autoridad deberá devolverle la droga. Pero solo imaginar en la práctica el procedimiento en las calles hace pensar que el decreto es inviable. Por otra parte, la medida no explica qué pasaría con los consumidores recreativos pues limita el asunto a adictos y expendedores. Tampoco precisa cuál será el procedimiento cuando el ‘infractor’ sea un adulto. El propio Ministerio de Justicia, por medio de un trino, dejó ver que no hay claridad: “Los médicos no pueden expedir recetas de drogas que no son legales. Para demostrar que es un adicto la persona puede acudir al testimonio de sus padres. La Policía, en el proceso verbal, definirá si le cree o no. Vamos a sacar la droga de las calles”.

La ministra de Justicia, Gloria María Borrero, admitió que no hay protocolos para el depósito y la destrucción de la droga que sería decomisada.

La iniciativa del gobierno parece también desarticulada con un proyecto de ley radicado en el Congreso hace un mes por el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, de la mano de los principales alcaldes del país. El proyecto, entre otras medidas, busca definir exactamente la “dosis de aprovisionamiento”. Esta es otra pata del lío. Ocurre que muchas veces las autoridades sorprenden a personas con cantidades de droga mayores a la dosis permitida, y argumentan que se trata de provisiones para su consumo personal, aunque muchas veces en realidad son jíbaros. Los casos han llegado hasta la Corte Suprema y ese tribunal ha admitido la tesis de la dosis de aprovisionamiento al señalar que nadie puede ser condenado por traficante sin probarlo. El problema consiste justamente en que el fenómeno del narcomenudeo o microtráfico se basa en que las redes de distribución operan el negocio en pequeñas cantidades para burlar a las autoridades, gracias a que están amparadas legalmente por la cantidad permitida.

La iniciativa del fiscal Martínez plantea trazar una línea divisoria clara entre quién consume y quién trafica. Y para ello propone que la dosis de aprovisionamiento en ningún caso supere el doble de la cantidad admitida como dosis personal. Así, quien porte una cantidad mayor, según el proyecto de ley, será “indefectiblemente judicializado” como traficante. El proyecto apenas empieza su trasegar por el Congreso y cuenta con el respaldo de decenas de congresistas y gobernantes locales. Pero también hay voces críticas.

Los argumentos de lado y lado despiertan un gran interés general y anticipan un debate tan sensible como urgente. ¿Es realmente posible articular el respeto por el consumidor libre, la atención al drogadicto y el garrote efectivo contra los expendedores? No hay una respuesta sencilla. Por ello, más allá de la idea de un decreto suelto, es necesario que el gobierno plantee cuanto antes su receta de política integral para enfrentar el desafío de la droga en torno a los salones de clase.